A las tres de la madrugada el teléfono sonó estridente.
Ni Adam ni su mujer se dieron cuenta
hasta el cuarto timbrazo. El quinto timbre obligó a Adam a abrir los ojos, y a
su mujer a gritar y empujarlo con fuerza con el codo.
―¡Cójelo! ¡Anda, cójelo!
Adam se levantó y, descalzo, se dirigió al salón donde el
teléfono seguía sonando. Seguía sonando como si la vida le fuera en ello.
Aunque, bien mirado, a un teléfono le va la vida en ello. Adam se rascó la nuca
con la mano izquierda y apoyó la derecha en al auricular. Estaba frío, frío
como el metal de su cambio de marchas una mañana de enero, cuando por la noche
ha helado. Se colocó el auricular en la oreja y pidió quién. Esperó. Nada. Al
cabo de dos segundos se oyó el pitido largo y contenido de fuera de línea.
Habían colgado. No había nadie al otro lado. Vacío, como él.
Adam devolvió el auricular a su sitio y se pisó un pie con
el otro. Empezaba a notar el suelo frío de la casa pero no se movió. Ahora que
ya estaba despierto no tenía sueño. No tenía sueño y no tenía ganas de volver a
echarse en la cama, junto a su mujer. Hacía tiempo que ya no tenía ganas de
meterse en la cama con ella, de sentir su camisón de raso, frío y resbaladizo,
junto a sus muslos. Hacía tiempo que Adam dejó de mirarla con ojos de amor. La
miraba y no veía más que una mujer vieja, algo gorda y con demasiado mal
carácter que se pasaba los fines de semana viendo películas románticas. Adam
estaba de pie delante del teléfono a las tres de la madrugada y se sentía de
alguna forma agotado. No sabía por qué ni tampoco se imaginaba que pronto Su
mujer debía haberse vuelto a dormir y él no se sentía con fuerzas de echarse de
nuevo. Sin embargo, últimamente a Adam le invadían unos sueños
desproporcionadamente eróticos. Le sorprendía porque hacía unos años su mujer y
él llegaron a un acuerdo. Un acuerdo tácito y silencioso, porque nunca lo
llegaron a verbalizar, pero que ambos sabían que habían firmado con la paz del
silencio. Aunque seguían durmiendo juntos, en la misma cama, no se tocaban ni, por
supuesto, hacían el amor. Adam sabía que su mujer dedicaba dos días a la semana
a ir a la piscina municipal en parte por intentar frenar el sobrepeso de los
años, en parte, para disfrutar de la presión del chorro de agua de las duchas. «Qué
ducha me he pegado hoy», decía.« Lo mejor de la tarde, la ducha, cariño».
Adam nunca fue muy deportista. En el instituto estaba en la
redacción del periódico escolar y ya en la universidad se recluía en la
biblioteca. Nunca le preocuparon las canas ni las arrugas en su frente. Al
contrario, siempre consideró que se trataba de un valor añadido para un
escritor frustrado como él que acabó de reportero mediocre en una editorial
regional. Nunca tuvieron hijos porque ella no podía y, aunque al principio eso
entristecía a Adam, finalmente acabó por darle gracias del cielo de no tener
que cargar con el peso de una familia numerosa. Adam no recuerda cuando
empezaron a cambiar, él y su mujer. Cuando dejaron de darse cariños o de pensar
el uno en el otro. La indiferencia fue calando como la lluvia en un jersey de
lana, empapando poco a poco cada fibra hasta que el agua te inunda por dentro.
Y ahora Adam se encontraba con esos sueños eróticos cada dos
noches, a veces cada tres. Se levantaba medio sudoroso y sentía su pene erecto
dentro de los pantalones del pijama. Duro como nunca lo había sentido. Y con
esa sensación electrizante en sus caderas que le obligaba a descargarse en el
baño antes de que su mujer se despertara. No se escondía porque se sintiera culpable,
nunca se había sentido culpable por masturbarse. De hecho su mujer siempre le
dejaba que terminara él solo tras hacer el amor. No le gustaba que él se le
corriera dentro. Pero se sentía sorprendido. No entendía cómo ahora, después de
tanto tiempo, se estaba revitalizando esa parte de su masculinidad. Y lo peor,
sabía que soñaba con otras mujeres, mujeres algo más jóvenes que la suya. O mucho
más jóvenes. La última, la vecina.
Las mañanas que su
mujer iba a la piscina, Adam se sentaba en el porche con una taza de café y un libro.
El libro, en realidad, era una excusa para sí mismo, porque nunca leía más de dos páginas seguidas y
acababa levantando la vista para observar lo que pasaba por la calle. Los niños
que corrían, las hojas de los plataneros que caían como bailando un blues o los
coches que volvían a sus garajes a descansar. Adam pensaba que debería escribir
una novela, o al menos un relato de esas cosas que observaba cada mañana, en su
propia calle. Pero Adam nunca escribía nada.
Una tarde vio a la vecina de enfrente: una chica de unos
veinte seis o veinte siete años, alta, morena, con unas piernas esbeltas y una
larga melena que le llegaba a los hombros. Sus facciones eran suaves y tendían
a la redondez pero en sus ojos brillaba la energía pícara de la juventud. Se
imaginó a él mismo en esa casa, saliendo del coche con las bolsas de la compra
y abriéndole la puerta, besándole los labios ardientes y cogiéndola por la
cintura. Sí, esa chica era la que avivaba sus sueños desde hacía unas semanas.
Y esa joven desconocida era la que le provocaba unas erecciones inusuales.
Adam se pasó unas dos semanas fantaseando y soñando con la
morena de enfrente. Alguna noche incluso soñó que se presentaba en la puerta de
su casa, llamaba al timbre y ella lo recibía en bragas y camiseta de tirantes.
Le guiñaba un ojo y lo llevaba a la parte de atrás donde empezaba a
desabrocharle la camisa y los pantalones. Entonces ella se arrodillaba ante él
y le lamía con suavidad el pene erecto. En ese momento se despertaba y corría
al baño, con la espalda mojada por el sudor.
Un día se presentó en casa de la vecina. Le abrió el que
debía ser su marido o su novio.
―Gracias por las flores―, le dijo el chico algo extrañado―.Acabamos
de mudarnos hace unas semanas y aún no conocemos a muchos vecinos. Le diré a mi
mujer que ha venido.
Y se despidieron con
un apretón de manos. Ese encuentro con el rival real de sus sueños le
decepcionó. Así que decidió comprarse un telescopio para controlar a qué horas
se encontraba ella sola en casa.
―¿Para qué quieres ahora un telescopio, cariño?―le preguntó ,
curiosa, su esposa.
―De pequeño me encantaba mirar las estrellas. Y ahora que ya
soy viejo, quisiera recuperar un entretenimiento. ¿Acaso no te vas tú a la
piscina cada semana?
Su mujer no sospechó, hacía tiempo que apenas sospechaba de
nada. Cuando, al cabo de una semana, confirmó las mañanas como el mejor momento
para abordar a la chica de enfrente, Adam se armó de valor y decidió ir a
hablar con ella.
―Un jardín precioso―, le gritó en la distancia mientras le
saludaba con la mano.
―Muchas gracias. A mi
marido a mi nos gustan los colores y un jardín lleno de flores es una alegría―,
le respondió ella alzando la voz y con una sonrisa tan amplia como la rodaja de
una sandía.
Al día siguiente se
atrevió a acercarse y comentaron algo del vecindario. Adam le preguntó y ella
le dijo que ambos eran maestros, que los habían destinado al pueblo. Su marido
estaba en turno de mañana en un instituto y a ella le habían dado algunas
clases de tarde en la escuela de adultos de la ciudad. Esa noche Adam soñó que
se encontraba en su antigua aula del colegio de primaria y que la vecina era su
maestra. Le pedía que recitara una lección de geografía y que saliera
a la pizarra. Extrañamente en la clase no había más alumnos. Ella le
acariciaba el cabello mientras él recontaba todos los ríos y sistemas
montañosos del país. Entonces la maestra de su sueños empezó a quitarse la
blusa, lentamente, botón a botón y a Adam le empezó a latir el corazón muy rápidamente.
También le empezó a latir el pene entre sus piernas y ella lo tocaba con
suavidad. Ese día Adam se masturbó en la cama, de espaldas a su esposa,
mordiéndose la lengua y reprimiendo cada gemido en su interior. Su mujer no se
movió. Al terminar se levantó y se limpió en el baño.
Adam se pasó un mes hablando con la vecina, primero en el
jardín, más tarde en el porche hasta que consiguió que lo invitara a un café en
el salón de su casa. Era un salón sencillo, con pocos muebles pero de buen
gusto. Las paredes estaban pintadas con colores pálidos pero agradables que le
daban un ambiente de pastelería naïf al hogar.
― Lo que más me gusta de dar clases, ¿sabes?, es ver como,
al cabo de unas semanas, aquellas mujeres que apenas podían enlazar una sílaba
con otra o se aprendían las paradas del autobús de memoria porque no sabían
leerlas, son capaces de escribir sus propias listas de la compra, o leer una
revista―, contaba ella con tanta pasión que los ojos se le encendían como los
faros de un autobús.
Adam se la imaginó en clase, con un gran escote y cubierta
de tiza blanca delante de la pizarra. Entonces, empezó a excitarse y se
sorprendió con una erección.
―Disculpa, pero, ¿podría ir un momento al baño?―, le
preguntó algo sonrojado. Sentía lo latidos de su corazón en la frente, en las
mejillas, en la barbilla y las manos.
Adam entró en el baño,
cerró la puerta y pasó el pestillo y allí se masturbó con fuerza. Se lavó las
manos y se las secó con una toalla rosa que olía a jazmín. Se miró en el espejo
y, por un instante, se vio a sí mismo como un hombre agrio. Como un cartón de
leche abierto en el frigorífico y que nadie ha probado desde hace mucho tiempo.
Al salir ella llevaba una chaqueta de cuero y el bolso
colgando del hombro izquierdo. Se movía arriba y abajo por el salón. Cambió un
jarrón de sitio y estiró las cortinas aunque estaban bien planchadas. Parecía
algo incómoda.
―Adam, te agradezco la visita. Pero acabo de recordar que tengo
varias compras que hacer― ,titubeó mientras le señalaba la puerta.
― Ah, sí. Por supuesto― respondió él algo sorprendido. Pensó
que quizás le hubiera oído mientras estaba en el baño.
Avergonzado, Adam decidió no volver a hablar con ella en
unos días. Se sumergió en la lectura y en la escritura. La escritura de poemas algo
barrocos y de poca calidad pero que le permitían tener la cabeza ocupada largo
tiempo.
Una noche volvió a tener un sueño erótico, pero la mujer de
su sueño ya no era la vecina maestra sino otra mujer, de cara difuminada que no
conseguía reconocer. Le bailaba moviendo las caderas de forma muy sensual y le
susurraba palabras obscenas al oído. Entonces creyó oír un timbre de teléfono.
No estaba seguro de si ese sonido provenía de su sueño o de la realidad. Adam
sintió la presión entre sus piernas y cuando despertó se dio cuenta de que
estaba cogiendo a su esposa en la cama. Efectivamente, el teléfono sonaba,
estridente. Tenía a su mujer cogida por la cintura y la atraía hacia su
erección. Ella, con los ojos medio abiertos, parecía que le escrutaba las pupilas.
Apenas entreabrió los labios para susurrarle algo al oído.
―No hace falta que lo cojas. Hoy no.
Adam se desconcertó y
quedó paralizado. Ella le sonrió enseñando los dientes y lo besó fuerte en los
labios. Esa noche hicieron el amor. «Quizás… quizás…», pensó Adam mientras la
penetraba y le apartaba un mechón de pelo de delante de los ojos.