La noche que
me enteré de que ella había vuelto fue una noche extraña, pesada. Padre se
encontraba algo cansado para conducir. Así que decidí coger el auto yo mismo y
recorrer los más de trescientos kilómetros que separaban la casa de El Llano de
mi antiguo hogar.
―¿Cuánto
hacía que te habías ido?
―¡Qué sé yo!
Tres, cuatro años. Quizás algo más.
Desde que
madre nos dejara para enrolarse en un teatro ambulante, mi padre ya no volvió a
ser el mismo. Empezó a pasar los fines de semana en el campo y me llevaba con
él. Algo más tarde se quedaba los lunes o los viernes y alargábamos los días. A
veces le preguntaba por ella pero él respondía con un gruñido. Padre compraba
cuatro, cinco botellas de bourbon cada sábado y cada martes las encontraba
vacías en los cubos metálicos que había en
el patio. De pie y en fila. Una al lado de la otra. Parecían figurillas
ebrias de un belén imaginario. Sentía como me miraban y yo hacía como que no
las veía.
Finalmente,
padre decidió que era mejor quedarse a vivir en El Llano: ya no soportaba los
comentarios en el colmado ni los murmullos de la gente al verlo pasar.” Pobre”,
“lástima” y “abandonado” escuchaba por las esquinas.
En El Llano
los días eran largos y las noches tranquilas. Aquí nadie murmuraba a espaldas
de nadie, básicamente porque el vecino más cercano se encontraba a cuatro
kilómetros. Y el único bar de la región estaba casi siempre cerrado. Abría dos
días a la semana y se llenaba de hombres, mujeres, jóvenes y niños que
aprovechaban para jugar a los dardos, comprar algo de pan, echar unas risas con
Toñi el mecánico o beberse toda la reserva de cervezas. Los niños se quedaban
en el arenal jugando a bandidos, banqueros o borrachos.
―¿Chismorreaban?
―En El Llano
nadie chismorreaba de nadie.
El día que
cumplí los diecinueve no lo celebré pero sí le pedí un regalo a padre.
―Quiero
volver al pueblo. Una vez, una sola vez. Me acuerdo de Julián, Vicente y los
demás y quiero reírme con el Muelas otra vez mientras hacemos rebotar piedras
en el lago.
―Haz lo que
debas. ―Me respondió padre sin mucho ánimo. Echó un nuevo trago a su botella.
―Me gustaría
que me acompañara, padre. Quizás podría recoger algunas cosas que quedaron en
la antigua casa mientras yo veo a mis amigos.
―Bien ―. Y
se echó de nuevo el sombrero sobre los ojos y comenzó a roncar.
Salimos de
tarde para no sufrir el calor del desierto en agosto. A eso de medianoche ya
estábamos a las afueras del pueblo. Padre estaba hambriento y a mí no me
vendrían mal un par de tortillas o tres salchichas con patatas antes de llegar
a nuestra vieja casa. Así que recordamos el Palo Alto. El Palo alto era una
antigua estación de servicio reconvertida en restaurante inofensivo: las
cervezas eran poco frías pero muy baratas y la comida grasienta. Suficiente
como para llenarte el gaznate mientras vas de camino a alguna parte. Así que
paré delante de la puerta. Padre salió a echar una meadita. Eso dijo. Lo vi
cómo se alejaba por detrás de los árboles a paso de hipopótamo. Entendí que no
le apetecía pasearse por el pueblo que lo vio crecer ni encontrarse con los
vecinos que lo vieron caer en la desconsolación.
Extrañamente
en Palo Alto había poca gente: algún viajante como nosotros y cuatro o cinco
camioneros. No vi a nadie conocido del pueblo.
Una rubia
menuda tomó nota de algo a dos hombres con panza abombada y los acompañó
arriba. Nunca supe qué había puesto El Turco arriba del comedor. Padre nunca me
habló del Palo Alto. Julián y el resto siempre hacían bromas sobre que algún
día iríamos a investigar. Que una noche cogeríamos un auto prestado y le
preguntaríamos a esa rubia pequeña que caminaba meneando las caderas de aquí
para allá, qué había en el piso de arriba. Ahora que había vuelto ya sabía que
El Turco se había esforzado por ofrecer nuevos servicios a conductores y
viajantes solitarios. El rótulo luminoso parpadeaba. Yo ya no necesitaba ir a
investigar nada. Esas habitaciones, que imaginaba rojas y aterciopeladas, ahora
estaban abiertas 24 horas. Me pregunté si mis amigos de la infancia habían
venido a probar esas nuevas habitaciones. Un escalofrío me recorrió el pescuezo
pero en el fondo sentía cierta nostalgia de ellos.
Detrás de la
barra vi a El Turco más viejo. Más pequeño y delgado. El paso de los años le
había ennegrecido los ojos. Un puro lo acompañaba siempre entre los dedos de la
mano derecha.
―¿Qué será,
joven? ― No me reconoció en el acto.
Le pedí dos
huevos fritos y una cerveza y me senté en una de las mesas.
Cuando El
Turco se acercó con el plato, lo dejó en la mesa y se me quedó mirando. Abrió
los ojos y meneó la cabeza a un lado y a otro.
―Tú eres
Ernesto, el hijo del Pavo, ¿verdad?
Asentí y me
quedé mirándolo fijamente. Sentía cierta lástima y a la vez respeto por ese
viejo que se movía como un magnate de la nada.
En ese
momento se escucharon como sillas o cómodas arrastrándose por el suelo en el
piso de arriba. También oí una puerta que se cerraba. La rubia menuda bajaba
por las escaleras.
Me comí los
huevos y me bebí la cerveza de un trago. Pagué y salí fuera. El Turco y la
rubia se me quedaron mirando un rato mientras abría la puerta. Afuera no vi a
padre. Di la vuelta al edificio y entré en el servicio de caballeros. Olía a
mayonesa rancia y no había luz. Tampoco tiré de la cadena porque estaba rota.
Al salir me
paseé por detrás de Palo Alto. Y fue, entonces, ahí, cuando supe que ella había
vuelto. En la parte de atrás del club, al lado de la puerta de servicio había un
viejo cartel. Estaba amarillento y medio roto pero todavía se podía leer una
frase en color rosa y se podía ver la imagen de una mujer morena y amplia.
Exuberante. Atractiva. Enseñaba los pechos y llevaba un liguero negro. Algo
turbio pasó por mi cabeza, algo inconfesable y cruel. Me acerqué y vi su cara.
Esos ojos, los ojos de mi madre que no podría olvidar nunca.