viernes, 28 de junio de 2013

ERNESTO


 
 La noche que me enteré de que ella había vuelto fue una noche extraña, pesada. Padre se encontraba algo cansado para conducir. Así que decidí coger el auto yo mismo y recorrer los más de trescientos kilómetros que separaban la casa de El Llano de mi antiguo hogar.

―¿Cuánto hacía que te habías ido?

―¡Qué sé yo! Tres, cuatro años. Quizás algo más.

Desde que madre nos dejara para enrolarse en un teatro ambulante, mi padre ya no volvió a ser el mismo. Empezó a pasar los fines de semana en el campo y me llevaba con él. Algo más tarde se quedaba los lunes o los viernes y alargábamos los días. A veces le preguntaba por ella pero él respondía con un gruñido. Padre compraba cuatro, cinco botellas de bourbon cada sábado y cada martes las encontraba vacías en los cubos metálicos que había en  el patio. De pie y en fila. Una al lado de la otra. Parecían figurillas ebrias de un belén imaginario. Sentía como me miraban y yo hacía como que no las veía.

Finalmente, padre decidió que era mejor quedarse a vivir en El Llano: ya no soportaba los comentarios en el colmado ni los murmullos de la gente al verlo pasar.” Pobre”, “lástima” y “abandonado” escuchaba por las esquinas.

En El Llano los días eran largos y las noches tranquilas. Aquí nadie murmuraba a espaldas de nadie, básicamente porque el vecino más cercano se encontraba a cuatro kilómetros. Y el único bar de la región estaba casi siempre cerrado. Abría dos días a la semana y se llenaba de hombres, mujeres, jóvenes y niños que aprovechaban para jugar a los dardos, comprar algo de pan, echar unas risas con Toñi el mecánico o beberse toda la reserva de cervezas. Los niños se quedaban en el arenal jugando a bandidos, banqueros o borrachos.

―¿Chismorreaban?

―En El Llano nadie chismorreaba de nadie.

El día que cumplí los diecinueve no lo celebré pero sí le pedí un regalo a padre.

―Quiero volver al pueblo. Una vez, una sola vez. Me acuerdo de Julián, Vicente y los demás y quiero reírme con el Muelas otra vez mientras hacemos rebotar piedras en el lago.

―Haz lo que debas. ―Me respondió padre sin mucho ánimo. Echó un nuevo trago a su botella.

―Me gustaría que me acompañara, padre. Quizás podría recoger algunas cosas que quedaron en la antigua casa mientras yo veo a mis amigos.

―Bien ―. Y se echó de nuevo el sombrero sobre los ojos y comenzó a roncar.

Salimos de tarde para no sufrir el calor del desierto en agosto. A eso de medianoche ya estábamos a las afueras del pueblo. Padre estaba hambriento y a mí no me vendrían mal un par de tortillas o tres salchichas con patatas antes de llegar a nuestra vieja casa. Así que recordamos el Palo Alto. El Palo alto era una antigua estación de servicio reconvertida en restaurante inofensivo: las cervezas eran poco frías pero muy baratas y la comida grasienta. Suficiente como para llenarte el gaznate mientras vas de camino a alguna parte. Así que paré delante de la puerta. Padre salió a echar una meadita. Eso dijo. Lo vi cómo se alejaba por detrás de los árboles a paso de hipopótamo. Entendí que no le apetecía pasearse por el pueblo que lo vio crecer ni encontrarse con los vecinos que lo vieron caer en la desconsolación.

Extrañamente en Palo Alto había poca gente: algún viajante como nosotros y cuatro o cinco camioneros. No vi a nadie conocido del pueblo.

Una rubia menuda tomó nota de algo a dos hombres con panza abombada y los acompañó arriba. Nunca supe qué había puesto El Turco arriba del comedor. Padre nunca me habló del Palo Alto. Julián y el resto siempre hacían bromas sobre que algún día iríamos a investigar. Que una noche cogeríamos un auto prestado y le preguntaríamos a esa rubia pequeña que caminaba meneando las caderas de aquí para allá, qué había en el piso de arriba. Ahora que había vuelto ya sabía que El Turco se había esforzado por ofrecer nuevos servicios a conductores y viajantes solitarios. El rótulo luminoso parpadeaba. Yo ya no necesitaba ir a investigar nada. Esas habitaciones, que imaginaba rojas y aterciopeladas, ahora estaban abiertas 24 horas. Me pregunté si mis amigos de la infancia habían venido a probar esas nuevas habitaciones. Un escalofrío me recorrió el pescuezo pero en el fondo sentía cierta nostalgia de ellos.

Detrás de la barra vi a El Turco más viejo. Más pequeño y delgado. El paso de los años le había ennegrecido los ojos. Un puro lo acompañaba siempre entre los dedos de la mano derecha.

―¿Qué será, joven? ― No me reconoció en el acto.

Le pedí dos huevos fritos y una cerveza y me senté en una de las mesas.

Cuando El Turco se acercó con el plato, lo dejó en la mesa y se me quedó mirando. Abrió los ojos y meneó la cabeza a un lado y a otro.

―Tú eres Ernesto, el hijo del Pavo, ¿verdad?

Asentí y me quedé mirándolo fijamente. Sentía cierta lástima y a la vez respeto por ese viejo que se movía como un magnate de la nada.

En ese momento se escucharon como sillas o cómodas arrastrándose por el suelo en el piso de arriba. También oí una puerta que se cerraba. La rubia menuda bajaba por las escaleras.

Me comí los huevos y me bebí la cerveza de un trago. Pagué y salí fuera. El Turco y la rubia se me quedaron mirando un rato mientras abría la puerta. Afuera no vi a padre. Di la vuelta al edificio y entré en el servicio de caballeros. Olía a mayonesa rancia y no había luz. Tampoco tiré de la cadena porque estaba rota.

Al salir me paseé por detrás de Palo Alto. Y fue, entonces, ahí, cuando supe que ella había vuelto. En la parte de atrás del club, al lado de la puerta de servicio había un viejo cartel. Estaba amarillento y medio roto pero todavía se podía leer una frase en color rosa y se podía ver la imagen de una mujer morena y amplia. Exuberante. Atractiva. Enseñaba los pechos y llevaba un liguero negro. Algo turbio pasó por mi cabeza, algo inconfesable y cruel. Me acerqué y vi su cara. Esos ojos, los ojos de mi madre que no podría olvidar nunca.
 
 
 

DEJARSE LLEVAR



El día que me dieron las llaves y el vendedor me dirigía al taller para enseñarme las prestaciones de mi nuevo vehículo sentí un pellizco en la boca del estómago que me tiraba hacia abajo, hacia el ombligo. Llevaba conduciendo algunos años, incluso había aprendido a sentirme levemente tranquila cuando los motoristas aparecían de repente por el retrovisor derecho. Me había atrevido a viajar lejos, o lo que entonces yo creía lejos. También había rayado la puerta del conductor en un par de ocasiones, ambas al intentar aparcarlo entre columnas de garajes públicos. Por aquel entonces, solía morderme la piel de la comisura de las uñas cada vez que me presentaban a alguien o procuraba vestir con ropas anchas y de colores apagados. Pasaba los fines de semana en casa de algún amigo, bebiendo y fumando o soñaba con el día en que le cocinaría a alguien en mi propia casa.

Cuando aprobé el examen de conducir no tenía más que un trabajo a media jornada y mi padre se comprometió a dejarme su coche cada dos fines de semana. Todavía le debía un préstamo de estudios y los veranos los pasaba con él, en la playa o subiendo montañas.

Mientras seguía al comercial hacia el taller me di cuenta de que había llegado a un momento importante en mi vida: trabajaba diez horas al día, mis jefes me sonreían, empezaba a aceptar que las faldas me quedaban bien, me teñía cada tres semanas y había alquilado un pequeño apartamento que había hecho mío. Este coche significaba un nuevo eslabón en mi búsqueda de la independencia.

Ese día conduje yo.

―Papá, te llevo a casa ―le dije a mi padre. Demostrarle que era capaz de llevarle de vuelta me hacía sentir contenta., terriblemente excitada.

―Ten cuidado y no corras ―me respondió. Y se agarró al salpicadero.

Seis años más tarde me había mudado tres veces y ahora vivía en una ciudad lejana. Había hecho nuevos amigos y no tenía muchas noticias de los antiguos. Mi trabajo me obligaba a viajar cada tres semanas, y mi nuevo apartamento olía siempre a limón. Unas dos veces al año tenía que ir al masajista y me gustaba llevar gafas. También me gustaban las personas que llevaban gafas. El coche había recorrido más de cien mil kilómetros pero conservaba el color rojo subido. Sin embargo, aún bajaba la mirada cuando un chico me prestaba atención, mis mejillas se encendían y sonreía sin saber qué decir cuando, por ejemplo, me paraban y me preguntaban “¿Tiene fuego?”. Había tenido alguna relación esporádica pero se terminaba a la segunda cena o al tercer paseo. Leía mucho y evitaba ir a la playa. Me había acostumbrado a mi soledad y me gustaba. O eso creía.

Un día pinché y tuve que llamar a la grúa .Llovía y acabé con el pelo empapado. Dos horas más tarde vi aparecer el camión con el logo de Grúas Campoy. “Qué poco original”, pensé. De la puerta del conductor salió un tipo algo más alto que yo, moreno y con unas patillas gruesas que le llegaban a la barbilla. Él se acercaba y los mechones se le mojaban y se le pegaban en la frente. Mientras sacaba la rueda pinchada sentí la obligación de darle conversación. Él seguía trabajando y hablando a la vez. Sonreía mucho. Cuando se dio cuenta de que no llevaba rueda de repuesto me dijo que tendría que remolcar el coche.

―Puedo llevarlo al taller que quieras ―me dijo―También te puedo acercar a tu casa―propuso mientras se limpiaba las gafas metálicas con la camiseta interior. Me gustó que me tuteara, así, desde el inicio.

Durante el viaje de vuelta hizo algunas bromas, me contó que trabajaba de gruista para sacarse un dinero, que él quería montar una tienda de motos, que le encantaba conducir y que algún día vería a sus futuros hijos corretear en un jardín lleno de flores. De algún modo me sentí tranquila, me reí y de una forma muy sutil le hice saber que no salía con nadie. Nos dimos los teléfonos y quedamos tres o cuatro veces para cenar. También fuimos al cine y a algún concierto. Hablamos mucho y de muchas cosas. Ningún tema era un problema. En la cama él me acariciaba los hombros y yo le retorcía los mechones entre mis dedos.

Sin embargo, cuando venía a casa sentía una cierta rareza en la garganta al ver su cepillo de dientes en mi vaso o verlo pasear por la casa, desnudo. De alguna forma me molestaba levemente que se pusiera a lavar los platos. Tener a alguien en mi casa, más que en mi cama, era algo que tambaleaba mi orden mental.

Un día, él propuso un fin de semana largo en el campo. Por un lado no podía creer que lleváramos más de tres meses viéndonos y, por otro lado, sentía hormigas que recorrían mi nuca y mis hombros cada vez que me miraba. Él reservó el hostal y yo me encargué del viaje. Me gustaba que le gustara organizar cosas.

―Yo conduzco ―le dije. Lavé mi coche, comprobé la presión de las ruedas y llené el depósito. Hicimos alguna broma sobre la rueda de repuesto y nos besamos.

Conducir me gustaba cada vez más. Era de las pocas actividades en las que me sentía libre. Era yo quien controlaba el destino, quien conocía los tiempos y decidía si parar a comer o continuar otros cien kilómetros. Conducir me permitía pensar y a veces me sorprendía hablándome en voz alta. He reído y llorado al volante, he cantado y, algunas veces, he puesto orden a problemas cotidianos. Una vez, incluso, me conté un par de chistes.

Por primera vez en mucho tiempo podría hablar con alguien mientras conducía. El viaje fue tranquilo, él se sentía cómodo, le gustaba mi música y nunca me dijo si debía frenar, o cambiar de carril. Me acababa de lanzar un hilo de confianza que debía recoger.

El hostal era una casa rural, sencilla pero acogedora. La cama era ancha y en el baño había aceites esenciales. Hicimos el amor antes de cenar y luego decidimos bajar al pueblo a tomar algo.

―Si quieres conduzco yo; debes estar cansada del viaje ―propuso.

―Sí, claro ―y le di las llaves.

Di la vuelta por delante del capó y me senté en el asiento del copiloto. Me ajusté el cinturón de seguridad y saqué el mapa.

―Creo que recuerdo el camino al pueblo. No hará falta el mapa, cariño ―me dijo mientras se sentaba.

Movió el asiento hacia atrás ajustando la distancia de sus piernas a los pedales, con la mano giró el retrovisor central y luego apretó los botones de los retrovisores derecho e izquierdo.

“Vaya, luego tendré que volver a ponerlos a mi medida”, pensé.

Me miró y me besó. Dijo “vamos” y metió la lleve en el contacto. Dio gas y dejó ir el freno de mano. En ese momento, sentí un vértigo en el vientre; ése que te entra justo antes de la primera bajada en una montaña rusa. No es miedo. Se trata de un pequeño temor que te quema en el interior y que temes pero a la vez deseas. Agarré mis manos en la espuma gris del asiento y cogí aire. Bajó lento y cuidadoso. Sentí algo extraño al verle al mando de mi coche. Apreté los labios y aguanté la respiración: no podía decir nada. “La segunda no entra bien… cuidado con el árbol…ahora se enciende un cigarrillo… las dos manos… las dos manos en el volante, cariño…”, pensaba.

No dije nada hasta que llegamos al primer semáforo en rojo y en silencio, le agradecí que él tampoco comentara nada.

Arrancó de nuevo y aceleró.

―Estás muy callada.

―No es nada ―dije―Solo que me siento algo incómoda, cariño ―y respiré hondo. Solté todo el aire que había acumulado y suspiré un par de veces. Mis manos se aflojaron un poco del asiento. Entonces me di cuenta de que me dolía el dedo pequeño de mi mano derecha: el anillo de plata me había dejado una marca roja que tardaría algo más de dos horas en desaparecer.

―No te entiendo ― dijo él.

―Acabo de darme cuenta de que hasta ahora he conducido mi vida.

―Sí… ―dijo.

―Es algo que me daba seguridad. Siempre segura, con un mapa trazado. Demasiado bien trazado… Debo aprender a dejarme llevar. Solo, eso ―solté.

Sonrió y siguió conduciendo. Le agradecí su comprensión y en ese momento me pude relajar. Le acababa de devolver el hilo de confianza. Vi que él lo había recogido y lo había guardado muy adentro. Apoyé mis hombros en el respaldo, puse la radio y cerré los ojos.

 

 

lunes, 24 de junio de 2013

MAGIA



El pequeño me miraba por encima de sus gafas de plástico azul. Me acerqué y le pregunté si había algo que sabía hacer bien. Magia, me contestó. ¿Magia? , pregunté. Mira , dijo. Y se levantó las mangas del jersey hasta los codos. Me enseñó las palmas de sus manos y se tocó la punta de la nariz. Puedo hacer aparecer cosas, dijo con total seguridad. De la comisura de sus labios asomaba media sonrisa y bajó la mirada. ¿Puedes hacer aparecer una sartén?, le pregunté para seguirle el juego. De pequeño nunca me gustó que las personas mayores no me creyeran. Él asintió e hizo tres movimientos de muñeca. Chasqueó los dedos y sopló en el aire. Chan, chan, chan, dijo muy teatral, alargó los dedos y se quedó quieto. Yo esperé. Él esperó. Levanté las cejas y empecé a sonreír. Puedo hacer aparecer una sartén, dijo. Pero no sé cuando. Al entender mi desconcierto, se giró y se fue.


martes, 18 de junio de 2013

BLANCA PASCUAL


 

Esta mañana, al despertar, Blanca Pascual se deshace de su camisón de algodón, lo cuelga en la percha de detrás de la puerta del baño y se lava, primero las manos, y la cara después. Se mira en el espejo y se pregunta por qué ha heredado de su madre unos tobillos demasiado anchos y, de su padre, un espíritu curioso y rebelde que poco a poco siente marchitarse. Quiere  asomarse a la ventana para sentir el color del día pero, al correr las cortinas, recuerda que desde su habitación solo se ve la ropa tendida de la vecina del bloque de enfrente. Ahí están la camisa de raso y las medias de rejilla de los domingos, piensa. Algún día yo también me compraré unas medias de rejilla, se dice.

A veces recuerda el día que llegó a la ciudad y los momentos clave de estos últimos años. El primer año lo pasó ilusionada por la novedad de recorrer calles nuevas cada día y de asistir a todos los actos culturales del museo municipal. Tomaba cócteles hasta altas horas de la madrugada y todos los camareros le sonreían. A finales del segundo año empezó a sentir una leve nostalgia y muy a menudo pasaba las tardes en la biblioteca revisando viejas enciclopedias. El tercer año empezó a contar los objetos que sus conquistas se habían dejado en casa: unos calcetines de deporte, dos peines, la parte superior de un pijama de invierno y tres o cuatro calzoncillos. Los lavaba y tendía cada semana y los plegaba cuidadosamente ampliando una imagen de vida poco amorosa. Los dos últimos años empezó a no cenar; no porque no quisiera sino porque no podía. Cada vez más a menudo, se sentaba en un rincón y se esforzaba por leer alguno de los libros que su padre, muy cariñosamente, le había dejado en herencia. Sin embargo, no lograba concentrarse.

Últimamente tiene una extraña sensación de ver las cosas algo lejanas. Su ropa ya no parece suya, las cortinas parecen desconocidas y le cuesta dormir por las noches. La alacena parece un estanque vacío. Este mundo ya no me pertenece. Pero, ¿qué puedo hacer? , se decía algunas veces.

Escucha unos pasos por detrás de la puerta. Ya está aquí el chico del periódico otra vez, piensa. Ya estará dejando el diario de hoy en la puerta del vecino. De repente se da cuenta de un papelito en el suelo. Alguien ha pasado una nota por debajo de la puerta. Blanca se agacha y lo desdobla con cuidado. Reconoce la letra del casero y lee: “Este es el tercer mes que no paga el alquiler, señorita Pascual. Si no regulariza su situación en tres días, deberá buscarse otra estancia. Deje el sobre con el dinero en la puerta del bajo A”.

Blanca Pascual se sienta en el suelo, con las piernas dobladas. Arruga la nota y la hace bolita. La lanza con fuerza y acaba aterrizando en la otra esquina de la habitación. Se agarra las sienes con ambas manos y esconde los ojos entre las rodillas. Los hombros empiezan a bambolearse, arriba y abajo, como un bolero lánguido. Triste. Se suena los mocos con las mangas de su camisa. Levanta la vista y se encuentra con la mancha de humedad de la pared. Parece que le sonríe forzada, como si le dijera “ha llegado el momento, bonita”. Y recuerda a su padre, el último día de enfermedad de su madre, discutiendo con el médico para que le pinchara algo más fuerte en el brazo.

Blanca Pascual se viste rápido y baja a la calle. El sol de mediados de septiembre le ciega por un momento y recuerda que este mes tampoco podrá comprarse unas gafas de sol nuevas. En la esquina se para en el quiosco y compra el periódico del día. Busca rápido la sección inmobiliaria. Empieza a buscar buenas ofertas: pisos pequeños, algo más baratos que el actual en algún barrio del centro. Luminoso. Y con balcón. Los ojos le brillan tímidamente.

Se sienta en un banco del parque y finalmente encuentra un anuncio que llama su atención: Coqueto. Dos habitaciones. Sol todo el día. La renta le parece interesante. Rebusca en los bolsillos de su falda y encuentra tres monedas. Las introduce en la cabina más cercana y, tras una brevísima conversación con el presunto propietario, se dirige al barrio que está a orillas del río. Le cuesta encontrarlo: hace muchos meses que no pasea por esta zona de la ciudad. No recuerda lo bonitos que están los abedules en esta época del año.

Al llegar, el propietario no es tal sino el administrador de la finca. Es un hombre en sus cincuenta, parece que no se afeita en tres semanas y huele a salmón ahumado. En silencio la acompaña al quinto piso. Abre la puerta y se queda en el pasillo. Le indica con la mano que puede entrar. Blanca entra lentamente y se para en el salón. Echa un vistazo alrededor. Cierra los ojos y siente como el sol se cuela por el pequeño balcón que hay en un lateral.

―¿Le gusta? ―, pregunta el hombre.

―Todavía no estoy segura ―, responde ella. Abre los ojos y su mirada se dirige a la puerta de la derecha.

―Tengo algo de trabajo. Voy a dejarle la llave y cuando termine solo tiene que echarla en el primer buzón.―le cuenta apresuradamente él ―. Si le interesa, solo tiene que volver a llamar.

―Muchas gracias ―, responde Blanca y se guarda la llave en el bolsillo. Dos monedas tintinean en su interior.

El hombre desaparece del quicio de la puerta y ella la cierra con cuidado. Se sienta en el sillón que preside la estancia y observa con atención. El péndulo del reloj de pared no se mueve y las agujas marcan las doce y media. Esa debe ser la hora que es, se dice a sí misma. Qué curiosa coincidencia. Se levanta y abre la puerta del dormitorio. La cama es amplia y el armario pequeño. Hay dos espejos en la pared y las baldosas dibujan una cenefa geométrica en el suelo.

De repente se da cuenta de unas medias que alguien ha dejado olvidadas encima de la cama. Se quita un zapato con la punta del otro pie y el otro con la mano derecha. Se sienta en la esquina del colchón y acaricia la lana. Es suave y tersa al mismo tiempo. Se arremanga la falda y empieza a ponerse las medias. Se recrea al principio intentando que la costura quede justa en la punta de los dedos. Poco a poco va desenrollando la suave rejilla negra sobre su piel y procurando que le queden alineadas. Se levanta y se mira en el espejo. Le gustan sus piernas embutidas en esas medias: hace que sus tobillos parezcan esbeltos y sus pantorrillas alegres. Se bambolea de derecha a izquierda, la falda vuela y fantasea con imaginarse una actriz de cabaret. Sonríe.

Descalza, se dirige al balcón y abre las puertas. Apoya las manos en la barandilla. Está llena de polvo pero no le importa. De un balcón del edificio de delante un joven toca la guitarra. No lleva camiseta y va descalzo también. Levanta la mirada y le sonríe. Blanca se sonroja y le devuelve la sonrisa.

Inspira profundamente, levanta la cara y deja que el sol le acaricie las mejillas en un nuevo año que ahora sí siente que acaba de  empezar.
 
 

EL DESEO




Sales a la calle y caminas ansioso. Llegas a una esquina y te encuentras con el letrero luminoso. Las letras te llaman y te dicen “Hollywood “. Te preguntas qué serán, sin recordar que ya las conoces. Cruzas el umbral fluorescente y las puertas se te multiplican. Escoges a la tres y el cristal se te ilumina. Y te envuelves en deseo. La chica te baila. La chica te mira y no te ve. La chica te besa pero no te quiere. En tus sueños, hace tiempo que la chica ya bailó. Pagas al marchar. Suspiras al volver a la calle. Y, de reojo, encoges los hombros, besas al aire y te aseguras que no te han visto salir.

viernes, 14 de junio de 2013

JUEGO DE MANOS


 
Soy la única persona en el mundo que conoce este juego de manos. Voy a trasmitirte un secreto que ha pasado de generación en generación, a lo largo de los siglos. No tengo hijos y he decidido que eres la única persona que merece recoger mi legado. No se lo cuentes a nadie. Guarda esta herencia como un diario íntimo en el cajón de las camisetas. Algún día escucharás rumores. Unos dirán que se trata de la naturaleza rebelde. Otros clamarán a sus dioses pidiendo una nueva moratoria. Los más pensarán que se trata de otra profecía sin cumplir. No les hagas caso. Sigue con tus cotidianas rutinas.


Ha llegado el momento: coge la Tierra. Cógela bien, con fuerza. Procura que no se caiga; es una pieza delicada. Cierra los ojos y ponte unos tapones en las orejas. Como tienes las manos ocupadas, pide a algún amigo que te los ponga. Hazle jurar silencio. Para siempre. Encaja los tapones correctamente para que los gritos de los niños y los ancianos no te distraigan. O te enternezcan. Si llegaras a sentir algún tipo de nostalgia, empatía o nudo en el estómago, el resultado sería nefasto. Ni se te ocurra llorar.

Ahora siéntate en una silla confortable, o en un sillón. El esfuerzo que harás será agotador y necesitarás reponer fuerzas. Puedes prepararte alguna bebida con antelación y dejarla en la mesita. Cerca de ti. Procura que se trate de una mezcla no alcohólica. Deberás tener todos tus sentidos alerta. Todos, menos el oído.

El mismo amigo que antes te ha puesto los tapones en las orejas, debería quitarte los zapatos y los calcetines. Nunca he entendido para qué servía esto de los pies descalzos en el suelo. Supongo que alguna relación tendrá con la energía global o la conexión cuerpo-tierra. Pero el ritual ha pasado de padres a hijos, desde el primer mago en la historia, y comprenderás que no puedo en ningún caso suprimir esta parte.

Ya estás preparado. Aprieta. Aprieta bien fuerte con las manos y estrújala. Siente cómo se deforma y los polos se alargan. Nota como los relieves geográficos se acentúan y los mares y los océanos mezclan sus aguas como en un cóctel jamaicano. Huele las tormentas huracanadas y los tornados. Siente el calor de los volcanes en erupción. Agítala e imagina que todo, todo se hace pequeño, pequeño entre tus dedos. Inspira hondo. Hínchate de orgullo. Y ahora, grita. Grita al cielo: “Soy yo. ¡Soy el Fin del Mundo! “

Al terminar, acabarás muy cansado. Siéntate. Echa un trago a la bebida. Coge aire y suéltalo sobre todos los continentes. Por todos los bosques. No te olvides los desiertos. Verás que éstos vuelven a su lugar, que las aguas se tranquilizan y las nubes negras se tornan blancas. Verás alguna columna de humo de un fuego tardío; espera que se apague por sí mismo. Cuando todo haya vuelto a la normalidad, deposita la Tierra de nuevo en su lugar. Con cuidado. Procura jugar solo dos o tres veces en tu vida. Más, podría ser mortal.


SOMBRA


 

A Cenicienta tampoco le cabía el zapatito de cristal. Todavía hoy se pregunta cómo no recuerda nada de aquella noche de vinos dulces y ron y porqué le han salido tres callos en el talón. Mira las vetas de madera de su vieja buhardilla y piensa que hoy tendrá que volver a la fuente para llenar la vasija de agua. El sol empieza a agacharse y ella recuenta la lista de la compra. Mientras, su sombra sigue soñando con medias de seda, noches sin calabazas mágicas y cuentos fallidos.


martes, 11 de junio de 2013

UNA ÚLTIMA CANCIÓN



La actriz de variedades se empolva la nariz como cada noche desde hace tantas veladas. Su mirada se cruza con el ramo de rosas secas que preside el tocador. Tres horquillas, un joyero romántico de plata y varios peines de púas desgastadas ya no le recuerdan tiempos mejores.

 

Las lentejuelas del vestido le sonríen con cierto escepticismo mientras las plumas de sus medias se transforman en risas contenidas de desesperanza.

 

Toda una vida encima del escenario: miradas lascivas en su juventud la acogían desde el palco principal; indiferencia complaciente tras unos aplausos en su madurez conservada. El maquillaje ya no puede esconder las arrugas de su expresión. Para esta última sesión tan sólo espera que algún ojo optimista le regale una sonrisa cómplice.

 

Se ajusta las pestañas postizas y se retoca los zapatos de charol. La triste bombilla que preside el espejo esférico parece que le guiña un ojo. Por fin ha decidido bajar el telón.

 

Al terminar la función, el único espectador de la noche la espera en la puerta de servicio. Le da un beso en la nariz, le acaricia el mentón y le pasa un brazo por encima de los hombros. “Nena, hoy has estado mejor que nunca”, le susurra al oído. Ella asiente y, en silencio, se lamenta de que a estas alturas su marido no sepa mentir mejor.

NO HAY CUENTO INFANTIL


 

Ya no queda sitio para Ricitos de Oro: Mamá Oso vuelve a estar embarazada.


 

domingo, 9 de junio de 2013

OJO QUE NO VE



En un banco de un parque urbano, se sienta una madre vestida de azul. El hijo llega corriendo y sudando hacia el banco escupiendo algo que la madre apenas entiende.

―Mamá, mamá…

―¿Qué ocurre, hijo?

―El barrendero me acaba de dar algo.

―¿De qué se trata, mi niño?

―De un ojo.

El hijo extrae de su bolsillo una bolita blanca y brillante, como de cristal.

―¿Y de quién es el ojo?

―Se lo encontró ―contesta levantando los hombros.

La madre se sonríe nerviosa y rebusca en su bolso marrón. Saca una cajita de plástico transparente, la vacía de pastillas y píldoras de colores y se la entrega al niño.

―Ten, mételo en esta caja y llévalo siempre contigo, cerca del corazón.

La madre coge el ojo de la manita de su hijo y lo coloca dentro de la pequeña caja de plástico. Después, le abre el abrigo de pana y se lo guarda en el bolsillo interior. Le pasa la mano por el pelo y lo revolotea mientras su mirada empieza a entristecer.

Mamá, le hubiera ido bien a papá, ¿verdad? ―pregunta el chiquillo con los ojos acristalados

―Sí, cariño. Ya le hubiera gustado a él andar con un ojo de repuesto como el tuyo.

La mujer suspira y se pasa una mano por el pelo arreglándose el moño.

El hijo la mira silencioso. Unos segundos más tarde la madre responde, como para sí misma, casi en un susurro interior.

Sólo deseo que algún día, el barrendero te entregue mi corazón; arrugadito y pequeño para que te acompañe siempre.

El pequeño ha salido de nuevo tras un balón rojo y se está subiendo en el tobogán oxidado. Los gritos de los niños ahogan el sollozo de la madre.

NO ME CUENTES MÁS CUENTOS


Cuando el lector compulsivo empezó a perder la visión su mujer le dio un ultimátum: debería desprenderse de los miles de libros que reinaban la casa. Siempre se había considerado un hombre inseguro y tímido y las estanterías de su hogar empezaron a llenarse progresivamente de todo tipo de novelas, relatos misteriosos y recopilaciones de recetas de cocina que le transmitían una visión concreta del mundo. Acumular conocimientos era lo único que le daba seguridad.

Año tras año su agudeza visual disminuía mientras aumentaba el grosor de sus lentes. Le costó tres meses levantarse de la butaca y tomar una decisión acertada. Una tarde ventosa de otoño el lector compulsivo cogió una de sus primeras novelas juveniles. Las yemas de sus dedos sintieron la aterciopelada humedad del paso del tiempo que transmitía la portada, recordó con tristeza el día que terminó su lectura por primera vez e inspiró con fuerza el aroma de aquella hoja amarillenta. Aspiró con tanta fuerza que la hoja se arrancó y acabó en su garganta. El hombre tosió instintivamente pero la página no parecía querer salir de su interior. Así que decidió generar un manto salivar para empujarla cuello abajo. No le extrañó el sabor a viejo; al contrario, algo personal le erizó el vello de los brazos. Así que decidió probar con la segunda página: la arrancó enérgicamente con la mano derecha y la hizo bolita. Se la introdujo en la boca y masticó. Salivó y tragó. Sintió como si nuevas ideas empezaran a inundar toda su piel. Arrancó la siguiente hoja, y otra. Y otra más. Así hasta que terminó con ese primer ejemplar. Alargó la mano y cogió otro libro. Lo olió profundamente. Un aroma profundo a madera y barniz le inundó las fosas nasales. Sacó la lengua y lamió la portada. Chasqueó los dientes ante un sabor algo metálico y organizado. Pensó entonces, que tenía ante sí un segundo plato de bricolaje. Arrancó tres hojas a la vez y se las metió en la boca. Aunque no le gustaba mucho el sabor de los capítulos que hacían referencia a cambios de estanterías siguió compulsivo con el capítulo de lija de tablones que le dio un respingo en el paladar. Masticó rápido y tragó casi sin saborear. Luego cogió otro pequeño ejemplar. Quitó con las manos el polvo del lomo. No recordaba haber leído un ejemplar como ese. Sentía que aún tenía mucho que aprender. Decidió empezar por la última página y una explosión de fresa, naranja y aroma de jazmín se apoderó de su boca. Era muy agradable masticar líneas tan mágicas y de repente se topó con el sabor de un mago, el frescor de bosques encantados y una pizca salada de un lago perdido. La gula literaria aumentaba a cada nuevo bocado y continuó con un ansia literaria casi compulsiva.

Su mujer sonreía de satisfacción al ver que, día tras día, los libros desaparecían misteriosamente de los estantes del hogar.

A medida que engullía cada libro, sus ideas, sus palabras, los capítulos, la coherencia interna de cada relato se anclaban en los poros de su piel, los pliegues de su cuerpo y las neuronas bajo su escaso pelo blanco. Una extraña sensación de saber lo llenaba poco a poco y sin parar como si encontrara la seguridad vitalmente buscada. Tres meses más tarde en el comedor ya solo quedaba una vieja enciclopedia que acumulaba polvo en la estantería.

Antes de morir comprendió por fin la esencia de los agujeros negros, la magia del limón en los platos de pescado y por qué los enanos de los cuentos siempre le sonreían a la vida.
 
 
 
El verano está en camino.
 
 
 

MONROE JACKSON


Cuando su hermana Marta le llama para invitarlo a la cena de navidad, Monroe Jackson se estremece. Limpia el auricular con un pañuelo de algodón antes de colgar y se pregunta cómo ha podido aceptar esta invitación. Se sienta en el sillón de terciopelo azul forrado con plástico transparente y abre el periódico por la sección de necrológicas. " Me tranquiliza encontrar a algún viejo conocido y darme cuenta que sigo aquí”, se dice de tanto en tanto.

La noche del veinticuatro de diciembre se dirige en taxi hacia el norte de la ciudad. Un largo abrigo negro le cubre los tobillos, un sombrero de ala ancha oculta su frente tensa y unos guantes de piel con forro morado le dan calor. Llama al timbre tres veces y espera.

―Hola Monroe.―le recibe su cuñado con una gran sonrisa que parece forzada.―Bienvenido a nuestra casa ―. Le estrecha la mano con tanta fuerza y determinación que se queda inmóvil en el portal.

―Quítate el abrigo. Marta te guardará el sombrero en la habitación de invitados ―, le invita el cuñado mientras se dirigen al salón comedor. Monroe se queda inmóvil mientras Marta le da un abrazo y un beso en la mejilla.

―Hermano, ya era hora de que conocieras mi hogar. Hacía tiempo que deseábamos verte. Ya está la mesa preparada ―. Su hermana le acompaña mientras le señala un sofá blanco que ocupa gran parte de la estancia.―Relájate. Sé que esto es difícil para ti. ¿Quieres tomar algo? ―, le pregunta mientras señala con el dedo que se quite los guantes.

―Preferiría dejármelos puestos. Ya sabes que no me gusta tocar las cosas ―, responde Monroe mientras se arrellana en el sofá con los pies y las rodillas juntos. Se empieza a sentir algo incómodo pero decide disimular. Al fin y al cabo, Marta es su única hermana y hace más de seis años que no se ven.

Monroe se da cuenta como Marta y su marido se miran y ella encoje los hombros mientras se dirige a la cocina. Su marido pone los ojos en blanco y respira hondo.

Monroe echa un vistazo largo a toda la casa. Frunce el ceño cuando se da cuenta de la cantidad de cuadros que cuelgan en las paredes, las lámparas de pies retorcidos y las delicadas vajillas en las vitrinas. Por un momento recuerda su pequeño hogar, austero y sencillo hasta el extremo, y se convence de cuan diferentes son ambos hermanos.

Se dirigen a la zona de comedor. Un gran centro de flores y un candelabro de plata presiden la enorme mesa. El cuñado le indica su silla y Monroe saca un pañuelo del bolsillo de los pantalones. Lo sacude con fuerza para desdoblarlo y limpia el asiento con cuidado. Monroe escucha como Marta le da un codazo en las costillas a su marido indicándole que se calle. ¿No recuerdas como es mi hermano?, parece que le dice con la mirada. Ambos respiran hondo.

Cuando Marta llega de la cocina con el pavo asado lo deja en el centro de la mesa y su marido sirve vino. Monroe rebusca en los bolsillos de su chaqueta y finalmente saca un estuchito de piel alargado. Abre el corchete y saca unos cubiertos de plata muy relucientes. Coge el tenedor y el cuchillo solo con los dedos índice y pulgar y los deposita al lado de su plato.

―Esto ya es el colmo, Marta ―, explota su marido levantándose de repente apoyado en la mesa.

―Cariño, siéntate ―, le suplica ella.

―No, mi amor. Esto es demasiado. He aceptado que le invitaras porque llevas muchos años sin verlo y me lo pediste con insistencia ―, las mejillas se le hinchan y la frente se le torna de un color rosadito subido de tono.

Monroe se queda quieto y lo mira mientras Marta se tapa la cara con las palmas de las manos y empieza a sollozar. Ahora recuerda por qué no debió aceptar esta invitación.

Cuando el marido de su hermana termina con su perorata despectiva, Monroe se levanta lentamente, entrecruza los dedos de ambas manos para ajustarse los guantes de piel y gira la cabeza hacia su hermana.

―Esto ha sido un error, hermana. Nunca debí venir.

―Monroe… ―suplica con los ojos vidriosos.

―Tu marido tiene razón, ―se dirige a su cuñado― hace demasiados años que no nos vemos. Y alguna razón habrá, hermana.

El marido de Marta niega con la cabeza y sus ojos parecen que van a estallar mientras Marta se limpia las lágrimas con los pulgares.

―Antes de irme, permitidme ir al baño ―, pide Monroe a su hermana y esta le responde con un movimiento de cabeza.

―Te acompaño, Monroe ―, contesta el cuñado.

―No hace falta.

Monroe cierra la puerta del baño del piso de arriba. Se quita los guantes que deja delicadamente uno encima de otro en la repisa que hay bajo el espejo. Abre el grifo de agua caliente y se lava cuidadosamente las manos sin jabón. Se las seca con el mismo pañuelo con el que ha limpiado la silla y baja las escaleras. Recoge su abrigo y el sombrero. Ha sido un error, se dice a sí mismo.

―Lo lamento, hermana. ―se despide de ella desde la puerta principal ―. Quizás en otra ocasión.

Su cuñado le abre la puerta y le tiende la mano para despedirse. Monroe no le devuelve el saludo y sale. Se dirige cabizbajo calle arriba y se levanta las solapas del abrigo para darse calor en la garganta. Mete las manos en los bolsillos y entonces se da cuenta que se ha dejado los guantes en casa de su hermana. Monroe duda por un instante si volver a recogerlos. Encoge los hombros y finalmente decide seguir caminando de vuelta al hogar. Recuerda que en el cajón de la cómoda tiene seis pares más de guantes de piel, todos negros con el forro morado. Esa imagen en la mente le tranquiliza y se imagina poniéndose el pijama de cuadritos y metiéndose en la cama. Hoy no encenderá el brasero: se está quedando sin carbón y hay que ahorrar.

HISTORIAS DE CAFÉ


Cuando llegó ya era demasiado tarde. Se quitó la corbata y se sentó en la silla metálica de la terraza de aquella cafetería de moda. La mañana había empezado prometedora para aquel joven ingeniero informático que había llegado a la ciudad hacía apenas tres meses. Y se quedó sentado sonriendo y a la vez entristecido al verse de nuevo solo en aquella gran avenida rodeada de oficinas, grandes semáforos y puestos de hamburguesas baratas.

Aquel día el despertador había sonado a las seis como cada mañana desde que decidió dejar su hogar familiar en el pueblo y empezar una nueva carrera en la capital. Se levantó, orinó, se afeitó cuidadosamente y se tomó un café solo. Como él. No se consideraba un chico guapo pero le gustaba vestir bien. Las gafas le daban un aire de interesante y las chaquetas le entallaban una buena figura. No se acostumbraba a llevar corbata a diario pero tampoco le quedaba mal. Prefería el color morado al negro y escuchar jazz por las tardes. Se montó en el autobús en hora punta y se dejó llevar por la tediosa multitud de la mañana. Saludó tímido a sus compañeros al llegar a la oficina y arrebolló su cansada espalda en la silla giratoria. Las expectativas puestas en ese nuevo trabajo se habían desvanecido muy pronto y dejaba pasar las horas entre cálculos infinitos y miradas por la ventana de aquel edificio gris.

A media mañana dudó entre levantarse y tomar un café aguado de la máquina o dejarse ensoñar por las vistas del edificio contiguo al suyo. Giró la vista y recorrió el muro de enfrente, los ventanales abiertos y los neones empresariales. Se detuvo en una de las ventanas que aún seguía cerrada y se percató que una chica en traje negro le miraba atenta. Unos pendientes plateados asomaban por debajo de su melena negra. Al principio no creyó que le mirara a él. Se giró buscando entre sus compañeros el blanco de la mirada de aquella chica. Era muy guapa y le sonreía. Ella le asintió con la cabeza y le señaló con el índice. Sí, era a él. Y se sonrojó. Ella empezó a escribir algo en un folio con un gran rotulador negro. Y en unos segundos le mostró el cartel escrito a mano: “Hola”. Le gustó su reacción imprevista y decidió contestarle:” Hola”, escribió también en un folio. Temía que su jefe saliera del despacho y lo pillara jugando a los mensajitos a través de la ventana así que se aseguró que nadie le veía escribiendo. Ella volvió a escribir y le mostró una cara sonriente. Él le devolvió otra con tres pelos en la testa. Ella se rio. Y él se sintió contento. Y de alguna forma atraído por esa desconocida con la que acababa de entablar una extraña conversación.

Pasaron la mañana jugando al tres en raya con sus papeles, y se explicaron chistes a mediodía. Antes de comer ya conocían sus gustos cinematográficos y a la hora del café él descubrió que su flor favorita eran los tulipanes. Se acercaba la hora de marchar y cada vez se sentía más atraído y emocionado con esos juegos mudos.

Cinco minutos antes de terminar su jornada ella le escribió un último cartel:” ¿Te gusta el café?”. “Por supuesto”, respondió él con una letra temblorosa.” En 10 minutos en la cafetería de la esquina. Te espero en la terraza”, le sugirió ella. Y se levantó de la mesa, se retocó el maquillaje, cogió el bolso y desapareció de su campo de visión. Al perderla de vista, su corazón empezó a latir como nunca le había latido, las manos empezaron a sudarle y se sintió felizmente nervioso. Cerró su ordenador, se puso la chaqueta con rapidez y salió disparado hacia el ascensor. Las rodillas le temblaban y no esperó que llegara así que bajó las escaleras de tres en tres. En el segundo piso se encontró con un compañero de sección.

―¿Cómo andas, muchacho? ―le paró y le agarró por los hombros.

―Bien… bien… con un poco de prisa, hoy ―le contestó rápidamente mientras daba un paso hacia atrás para deshacerse de su abrazo.

―Me alegro. ¡Ah! Casi se me olvida… mi mujer y yo vamos a hacer una barbacoa el próximo sábado. Estás invitado.

―Gracias. Muchas gracias. Ya te digo algo.―le contestó mientras bajaba los escalones y se agarraba con fuerza a la barandilla. El temor de que ella se hubiera ido le martilleaba las sienes.

Una bofetada de calor le dio en la cara al salir a la calle y miró a derecha e izquierda orientándose de nuevo en aquella calle demasiado conocida. Visualizó la cafetería al otro lado y cruzó corriendo sin percatarse que el semáforo parpadeaba en rojo para los peatones. Pensó que no sabría qué decir a aquella chica cuando se la encontrara delante y empezó a dudar. Al llegar a la terraza miró por todas partes, buscó desesperado en cada una de las mesas pero no la vio en ninguna. Entró en el bar y se paseó por cada esquina. Nada. Finalmente, salió de nuevo, se sentó en una silla metálica y se pasó la mano por el cabello. Había llegado demasiado tarde. El nudo de la corbata le apretaba con fuerza y decidió quitársela. Suspiró al aire y encogió los hombros al cielo. Se quedó quieto, observando a la gente pasar, viendo como las prisas se apoderaban de todos aquellos oficinistas grises, de aquellos empresarios apresurados y algún turista perdido.

Entonces le pareció ver a lo lejos, en la otra esquina de la calle como un cartelito se movía en el aire. Se levantó y achicó los ojos para intentar leer aquel mensaje: “Hola. Estoy aquí”. El tiempo pareció enmudecer y las gentes parecían más borrosas. Nunca olvidaría su preciosa imagen blandiendo el folio al aire y mordiéndose el labio superior mientras le sonreía sentada en otra terraza. Por muchos años que pasaran ese seguiría siendo el día más feliz de su vida.


 

EL RUISEÑOR DEL MAR


De pequeño, Ramiro tenía mucho pelo, negro y rizado como un torbellino. Le gustaba jugar a las canicas, merendar pan con chocolate y entrar corriendo en la cocina de su casa gritando como una sirena mientras su madre freía los boquerones de la cena.

¾¿Qué quieres ser de mayor? ¾, le preguntaban a menudo sus cuarenta tías.

¾De mayor quiero cantar boleros y enamorar a mucha gente ¾, contestaba él.

¾Y tú, ¿no te quieres enamorar? ¾, le preguntaban las parientas guiñándole un ojo.

¾Yo quiero hacer feliz a la gente ¾, respondía Raimundo. Y entonces se giraba y volaba hacia el campo a buscar hormigas bajo las piedras.

Las paredes de su habitación estaban repletas de afiches de Los Panchos, José Feliciano y Armando Manzanero. Ramiro creció y la vida le quitó mucho pelo de la cabeza. Ahora se peina unas gruesas patillas cada mañana, ha echado algo de tripa y suele pasar las tardes de los domingos jugando al dominó en el bar de la esquina. No en el bar donde trabaja: a Ramiro no le gusta mezclar ocio con trabajo. Aunque no se le conocen mujeres en su vida nunca se le ha visto triste. A los veinte se dio cuenta de que la gente es toda diferente. A los treinta y tres descubrió que las sonrisas sinceras atraían más que un buen discurso y a los cuarenta y cinco decidió disfrutar del día a día.

¾Raimundo, ¿cuándo te veremos con una guapa mujer? ¾, le preguntan los amigos cada domingo.

¾Hay una mujer para todos; incluso para mí. Pero todavía no nos hemos encontrado. Ya vendrá… ya vendrá… ¾contesta él para zanjar la eterna conversación.

De lunes a sábado, puntual, llega al bar Delfín. Se enfunda la camisa blanca, se abrocha el chaleco gris y encaja un lápiz en su oreja. Los clientes lo conocen como el Ruiseñor del mar, por lo del bar Delfín. Ramiro no sólo canta las comandas sino que también le canta a las clientas. Y a veces también a los clientes. Sobre todo si estos van acompañados de su señora.

¾¡Raimundo, a la mesa ocho! ¾, grita el encargado desde la terraza.

¾A eso de las ocho…la hora en que regresas….buscaré la forma de podernos escapar…fuera de este mundo ¾, canta Raimundo mientras se acerca a la mesa donde espera una muchacha. A lo lejos escucha como algún cliente habitual se mofa de sus canciones pasadas de moda y le pide que actualice su repertorio. Raimundo conoce de vista a la chica porque viene a tomarse el café y los churros cada tarde desde hace unos dos meses. La chica parece tímida, piensa él, habla poco y se pasa dos horas leyendo sentada en la terraza del bar. Pero tiene unos ojos muy claros y brillantes.

¾¿Qué será hoy, señorita?

¾Un café con…

¾Un café con leche y una ración de churritos, ¿verdad? ¾, la interrumpe Raimundo con media sonrisa en los labios.

La muchacha se sonroja y asiente. Baja los ojos y abre un libro con la portada muy desgastada.

¾Marchando esa merienda ¾y se da media vuelta mientras tararea por lo bajo. ¾Paso a pasito llegare donde vive tu corazón…Hasta tu puerta tocaré…

Cinco minutos después vuelve Raimundo con la bandeja plateada, una taza de café humeante y un platito con seis churros. Lo deja todo en la mesita y se queda mirando a la muchacha con atención. Sus mejillas se hinchan de rosa y sonríe de oreja a oreja. Ésta levanta la mirada del libro, sonríe y le agradece el servicio.

¾Hoy invita la casa ¾sonríe Raimundo y se adentra de nuevo tarareando algo entre dientes ¾ Qué será… qué será… qué será… qué será de mi vida... si sé mucho y no sé nada... Ya mañana se verá…

A Raimundo le gusta mirarla a través de la cristalera de la cafetería. Ver como el sol se refleja en sus cabellos y se pasa un mechón por detrás de la oreja. Observa cómo sus dedos pasan las hojas amarillentas de ese libro y como de tanto en tanto levanta la cara dejando que el aire de primavera le cante al oído. Sé imagina que quizás es una estudiante de bellas artes o una escritora frustrada; quizás se trate de una cocinera o una pintora de retratos. Raimundo no lo sabe pero se está enamorando.

La muchacha se levanta, se alisa la falda y se cuelga el bolso del hombro izquierdo. Raimundo sale para recoger la mesa. En la mesa está el libro que la muchacha ha olvidado. Raimundo gira su mirada a derecha e izquierda afanándose en buscarla en la lejanía pero no la encuentra entre la multitud. Bueno, ya se lo devolveré el próximo día, piensa.

Por curiosidad o afán romántico mira la portada: Canciones de José Feliciano. Un estudio del Amor.

A Raimundo el corazón le da un vuelco en la garganta, empieza a sudar y se siente extrañamente pleno y feliz. Se acerca el libro a la cara y huele el olor a viejo. No acaba de creerse que los boleros encandilen a una joven hoy en día.

¾Vamos Raimundo, que queda mucho por hacer ¾le apresura el encargado desde dentro.
Raimundo se encoje de hombros, mira hacia el cielo y vuelve a la barra tarareando feliz…Ahora sí…creo que es el amor…hoy lo reconocí…y como antes no lo supe ver,….si siempre estuvo frente a mí.