viernes, 9 de febrero de 2018

EL DÍA QUE VOLVIÓ A USAR UN PEINE



A A.R.O.

Desde la ventanilla del avión se ven las gotas resbalar. En la ciudad llueve. El hombre que se cree valiente mira a través del cristal empañado y suspira. Los cielos lluviosos de la Polinesia sí que son obras de arte, piensa. Porque de allí viene. Bueno, de allí está viniendo, porque lleva más de 24 horas viajando, enlazando autobuses-chatarra con barcas de madera, avionetas de correos y un avión tras otro. Enlaces todos ellos urgentes y necesarios. El hombre que se cree valiente  vuelve  hoy a casa después de tres meses de expedición.

Pasa de largo las cintas de recogida de equipajes. Todo lo que necesita lo lleva en su vieja mochila a la espalda. Dos mudas de ropa interior, unos pantalones largos, unos pantalones cortos, dos camisetas y una sudadera con capucha. Dos pares de calcetines y el recambio de sus sandalias. Un cargador universal y su cámara de fotos. Hace años que aprendió a no necesitar ni toallas ni neceser. Porque el hombre que se cree valiente solo necesita de su cámara, un punto de luz y su intuición.

― ¿A dónde vamos, caballero?― pregunta el taxista cansado.
―Al hospital central―, responde ―lo más rápido que pueda.

El taxista, un hombre gordo, muy gordo, y calvo, demasiado calvo, levanta la vista para ver por el retrovisor y se encuentra con la cara enjuta de un hombre más joven de lo que aparenta. Delgado pero fuerte. Y calvo, como él. Se sonríe y recuerda ciertas formas de cortesía que algún día perdió.

―Amigo, con este frío, los que no tenemos pelo necesitamos cubrirnos las ideas que si no se nos escapan congeladas―dice mientras le da gas al Toyota y baja la bandera.

El hombre que se cree valiente esboza media sonrisa y afirma con la cabeza mientras se levanta las solapas de su chaqueta térmica. Ya ni me acuerdo de cuando me quedé calvo, dice por dentro. Pero eso no es así.

Al hombre que se cree valiente se le cae el pelo, así de golpe, el día que decide irse de casa. Tiene diecisiete años y muchas ganas de mundo en el corazón. Se embarca en un pesquero que lo lleva a la otra punta del mundo, trabaja en un parque de atracciones en Sídney, vende palomitas de colores  a turistas locos en un cine de Vietnam, conduce un 4x4 por el Atlas y surfea las olas de California en busca de adrenalina. Hasta que, en una pequeña tienda de El Cabo, descubre una pequeña NIKON EM. Se trata de una cámara réflex de pequeño tamaño y de fácil manejo para aquellas personas que nunca se habían planteado tener una cámara de este tipo. Le gusta su sencillez y diseño estilizado, ligero. Aunque es realmente incómoda de sostener en las manos hay algo en ella que le atrae. 
Y así empieza todo. Lo fotografía todo; lo grande y lo pequeño, las altas montañas y los minúsculos insectos, las luces y sombras del cielo allá donde va y el esconder las alas de un pájaro en su nido. De hecho, él se esconde también detrás del objetivo y eso lo hace creerse más valiente de lo que realmente siente. Y sigue viajando.

Y en una playa de Madagascar alguien lo ve y le pide tres fotos. Más desconfiado que tímido le proporciona tres instantáneas de paisajes.

―Me gusta tu estilo, chaval―le dice ese hombre alto con cara de plátano frito― ¿Te gustaría colaborar conmigo? Soy reportero en el National Geographic y necesito a alguien que me ilustre. Si te interesa te pagaré bien. Muy bien.―Y le guiña un ojo.

Ese día decide dejarse barba; una barba muy larga. Más por rebeldía que por descuido y, sobre todo, por compensar la calvicie de su cabeza. Esa pinta de chico aventurero, poco arraigado y algo desaliñado le da, poco a poco, una fama que nunca llega a creerse. De hecho, a él solo le interesa recorrer mundo y tomar instantáneas. Si, en el camino, la gente le paga las fotos de forma generosa, ya le está bien.

―Parece que viene de muy lejos, amigo―espeta de repente el taxista elevando su voz por encima de la retransmisión del partido en la radio.
―Sí, acabo de llegar de Polinesia. Voy a ver a mi mujer. Y a conocer a mi hija; que acaba de nacer.
―Enhorabuena, amigo. Esto sí que es una celebración―dice muy alegre el taxista mientras tuerce, con dificultad, medio cuerpo y le da la mano por entre la pantalla de protección.―Suerte tenemos los calvos que no tenemos que peinarnos para ponernos guapos, jajajajaja.

El hombre se toca la cabeza con la mano. Tiene razón, piensa mientras baja su mano por la cara para despejarse un poco. El cansancio del viaje y el sueño le están venciendo ahora. Así, de golpe. Llega a la barba y no le gusta en sus dedos la sensación del tacto a papel de lija. Mierda, y ni siquiera llevo un poco de desodorante.
De alguna forma, siente, después de muchos años, la imperante necesidad de presentarse algo limpio.

―Ya estamos aquí―. El taxi frena delante de la puerta del hospital Central.― ¡Mucha felicidad, amigo!

El hombre que hasta ahora se creía valiente ve el taxi alejarse en la noche oscura y, por un segundo, tiene la tentación de sacar su cámara y disparar al horizonte lleno de luces de colores. Sin embargo, se gira y se para ante la puerta. Un hormigueo le recorre las piernas desde la punta de los dedos hasta la cabeza del fémur. Sus labios empiezan a tintinear y no es de frío. La respiración se le entrecorta y se da cuenta de que tiene ganas de mear. Busca el símbolo internacional de baño público y se da cuenta de que este es su país. Que comprende los letreros y no necesita ahora dejarse guiar por los dibujos y las simbologías. Se sonríe por dentro. Las piernas le siguen temblando mientras mea a duras penas.

Se lava las manos y la cara. Levanta la mirada y se encuentra allí, en el espejo. Hace semanas que no se ve en un espejo tan nítido. Con los dedos se recorre las arrugas de la frente y se sorprende de las bolsas grises bajo los ojos. Sus labios están cortados por el frío y la barba está algo más blanca que hace un par de meses. Se mete la yema de los dedos por entre el pelo de su barbilla y se quedan atrapados. Una lágrima cae por su mejilla y ya sabe por qué.

Cierra los ojos y se apoya en el mármol frío. Como si ese mármol le dijera no eres tan frío, no eres tan duro. Abre los ojos y, reflejado en el espejo, ve algo encima del secador de manos. Se gira y se acerca. Es un peine pequeño, de esos que los hombres mayores solían llevar en los bolsillos de sus camisas hace años. Lo coge y, entonces, entiende.

El día que el hombre deja de creerse valiente entiende, por fin, que también debe volver a usar un peine. Y se peina la barba cana con ahínco, con cariño; con la compasión de saber que el día de su mayor salto al vacío es hoy.