Una noche escuché, a lo lejos, detrás de los árboles: “siéntate
delante de alguien y mírale a los ojos”. Y me levanté y mis pies empezaron a
andar. Lancé varias flechas que hicieron el camino. El bosque era frondoso,
húmedo. Vivo tras los helechos. En el cruce de caminos una señal sin palabras indicaba
dos direcciones. Una serpiente cruzó mis pasos en varias ocasiones, dos gatos
negros y varias ardillas. En un momento recordé que me quedaban pocas flechas y
las lancé con criterio. Sin prisas. Al fin, en la puerta de una cueva, un delfín
parecía que me esperaba. Sonrió. Entonces, y solo entonces, fue cuando me senté
y lo miré. Y entendí.
lunes, 1 de septiembre de 2014
viernes, 30 de mayo de 2014
COMPETENCIA
Siempre he tenido la sensación de que el día que nací mi
padre me cogió en brazos y me miró como quien mira un trofeo: brillante,
prometedor. Frío. Duro. Mi madre nunca supo cómo acunarme y decidió
enmascararse tras una imagen de exigencia y normativas varias. Por la búsqueda
de su mano en mis mejillas decidí, sin saber cómo, convertirme en una niña
obediente. Sólo el día de mi octavo cumpleaños comprendí que esa sería mi
estrategia para sobrevivir a partir de entonces.
A mi madre le gustaba
decorar la casa con cientos de globos de colores. “Así tus amigos verán cómo
celebramos los cumpleaños en casa”, solía decir. Esa tarde se derrochaba en
pasteles de nata, bebidas de colores y confeti que caía del tejado. Me
encantaban mis fiestas de cumpleaños. Semanas antes ya fantaseaba con esa
tarde, preparaba cuidadosamente las tarjetas de invitación que decoraba con
purpurinas brillantes y firmaba yo misma. A penas conseguía dormir la noche
anterior. Un acto más del éxito social de mi familia: como una eterna obra de
teatro, en un continuo pre-estreno esperando la mejor crítica en el semanario
teatral. Aunque, por aquel entonces, yo no era consciente de ese objetivo. Lo
que más me gustaba era quedarme quieta al pie de las escaleras, con las manos a
la espalda y recibiendo, uno a uno, a todos los invitados. Adivinar el regalo
que traían en esas cajas de colores con cintas de seda me aceleraba el corazón,
como la piel de algún antílope de un tambor africano.
El día que cumplí ocho años mi madre andaba atareada con las
vecinas, decorando el recibidor y acabando de untar decenas de bocadillos con
paté o chocolate. Los colocaban en bandejas diferentes. Nunca mezclados. En el
ambiente se respiraba cierta excitación y me parecía que todo era de color naranja.
Mi color favorito. “Este año vamos a montar una gran sorpresa para todos tus
amigos”, había dicho mi padre dos días antes. Y andaba nerviosa por descubrir cuál sería
aquella sorpresa. Nadie me quería decir nada. Ni siquiera mi tía, que siempre
se había mostrado tan dulce y amorosa conmigo. Solía darme alguna galleta a
escondidas justo después de cenar. “Que no se entere tu madre”, y me guiñaba un
ojo cómplice.
Mi padre, que se había pasado la tarde sentado en el porche
al lado de la mesa de bebidas, se levantó por fin y atrajo a todos los
invitados. “Acercaos, todos. Los niños delante”. Me sentía terriblemente
emocionada y expectante que no podía ni reír. El momento de la sorpresa estaba
cerca. Cuando todos nos habíamos sentado en el suelo mi padre contó que el
juego final era una búsqueda del tesoro. “En algún lugar del jardín hay
escondido un tesoro muy especial. El primero que lo encuentre se lo queda y
además recibirá un trofeo”, explicó muy serio, con la voz de profesor de química sexagenario. “¿Un
tesoro?”, pensé. “¡Qué emocionante!”. No había nada que me motivara más que una
competición. Quería ser la primera que descubriera el tesoro. Y me esforzaría
por conseguirlo.
Al toque de silbato todos los niños salieron corriendo en
todas direcciones. Los más pequeños tardaron en reaccionar y sus padres les
cogieron de las manos y, juntos, miraban entre los setos o debajo del mantel.
Otros trepaban a los árboles y se dejaban caer de la primera rama. Yo me quedé
quieta. Pensaba en la mejor estrategia y cerré los ojos para imaginarme una
posible solución al enigma. En ese momento fue cuando sentí la mano de mi madre
que me apartaba de las escaleras. Sin soltarme del codo, acercó su cara a la
mía y me dijo dónde estaba guardado el tesoro. Luego sonrió maliciosa y me guiñó
un ojo. Entonces, me soltó y me empujó hacia delante. Me quedé bloqueada,
atrapada entre la tentación de ganar, la compulsión de obedecer a mi madre y la
abrumadora, intolerable y vergonzosa sensación de engañar a todos. No dejándome
la oportunidad de participar limpiamente, mi madre me había envenenado la
espontaneidad; la inocencia. No supe confrontarme y me quedé helada.
Entonces vi a los otros niños riendo y saltando, embriagados
por la excitación de la búsqueda del tesoro. Respiré y me tragué el orgullo. Di
un par de pasos e hice como que buscaba al azar. Rebusqué tímidamente por
detrás de los cubos de basura, levanté un par de hojas secas y abrí la olla del
ponche disimulando entre el resto de mis compañeros.
Al cabo de un rato me dirigí sigilosamente al lugar donde
estaba el tesoro escondido. Lo vi envuelto en papel de celofana naranja con un
lacito rosa. Alargué la mano, lo cogí y aguanté el aire bajo el diafragma.
Levanté la mano triunfante mientras en mi cara se dibujaba una sonrisa
exagerada. Busqué la mirada de mi madre en la distancia. Estaba de pie con los
brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza muy erguida y taconeaba el pie
derecho. Creo que sonreía. Yo también sonreí pero esa sonrisa me dolió como si
una aguja de tejer se me clavara en el pulmón.
Todos los niños corrieron a mi lado y me felicitaron
tocándome la espalda. A lo lejos creí escuchar el susurro de la madre de uno de
los invitados que le decía a otra, “ siempre ganan los mismos”.
domingo, 27 de abril de 2014
MÚSICAS
La noche que Enrique Martín llega a la puerta de la sala de
conciertos para revender dos entradas del concierto de moda, su ánimo anda
decaído y echa de menos algo que nunca sucederá. El sol tímido empieza a
acostarse, como cansado de un día más, y un aire fresco tamborilea las copas de
los árboles. Tres hojas secas caen en un baile de jazz. Los zapatos de Enrique
Martín se arrastran lentos siguiendo los adoquines no encajables de la acera. A
su derecha los automóviles rugen desesperados por llegar antes que nadie al
siguiente semáforo. Como él, que corre y corre a una nueva parada. Son
irremediables las prisas por llegar a ninguna parte. Varias personas esperan en
la puerta cerrada. Se topa con dos amigas de Lucía que, contentas se muerden
las uñas mientras se sonríen en la cola.
―¿Hoy tampoco ha querido venir?―pregunta una de ellas
extrañada al ver al chico solo.
―Se ha echado para atrás.
― Ya…El amor es como los mecheros: simplemente pasa de mano
en mano―asiente la segunda con la cabeza y se despiden con un par de besos al
aire. A Enrique se le cierra la gola como la puerta de un bunker.
Los grandes focos del rótulo se encienden de golpe y ciegan
a Enrique por unos segundos. Solo una letra solitaria de la rotulación parece
que queda en penumbra. Cierra los ojos y en su cabeza ve a la Lucía del día
anterior.
― Claro que me encantaría ir, Quique. ¡Qué ilusión!
Intenta esconder una leve sonrisa. No está seguro de si es
sonrisa de ilusión o de resignación.
Lucía y Enrique se conocieron en la oficina de atención al
usuario del servicio de asistencia social del ayuntamiento. Él era un traslado
y ella controlaba al equipo de cuatro educadores y cinco asistentes sociales.
Pronto Enrique demostró habilidad en limpiar las eternas bases de datos y hacer
descender las pilas de informes pendientes del distrito. Poco a poco Lucía se
fijó en su eficiencia y rapidez. Empezaron con un café, siguió una cena y en
dos meses ya vivían juntos. A Enrique lo despidieron al cabo de seis.
―Cariño, pronto vas a encontrar algo―le decía ella
constantemente. Pero, en el fondo, Enrique no lo creía. Sentía que esa complacencia
era, de alguna forma, falsa.
Así, Enrique se convirtió en el ama de casa perfecta,
limpiaba y cocinaba, planchaba y cepillaba al gato. Necesitaba sentirse
reconocido por ella. El espejo no le devolvía su imagen sino los ojos de Lucía
cuando él se esforzaba por esa relación. Y eso le hacía sentirse útil, querido.
Lucía prefería salir, bailar por la noche o apoyar manifestaciones como mareas
de gentes. Él prefería sentarse en la terraza a ver pasar las gentes, leer
algún libro o simplemente dejar vagar la mente.
Enrique se levanta la solapa de la chaqueta y mete las manos
en los bolsillos del pantalón buscando un pañuelo o algo con que enjugarse las
lágrimas que se quedan bloqueadas en la garganta. Están vacíos. Se acerca lento
a una pareja que parece que espera.
―Tengo un par de entradas. Os las dejo a precio de web―.La
pareja se mira y levanta los hombros.
―Unos amigos nos las traen. Están a punto de llegar.
Otra negativa. Otra más. Enrique está acostumbrado a
escuchar varios noes últimamente. Levanta los hombros y se aleja a la farola de
la otra punta. La luz parpadea como anunciando que pronto va a brillar. Pero , todavía,
no. En sus oídos parece oír la voz de Lucía:
―Tú nunca propones nada. Siempre soy yo la que nos empuja a
salir―, solía quejarse con los brazos cruzados.
― Es que… yo…―, nunca supo decirle que no. Sobre todo cuando
Lucía tenía razón. Incluso el día que decidió dejarlo.
Desde aquel día Enrique se propuso recuperarla, costara lo
que costara. Hizo alguna entrevista de trabajo, se compró varios pantalones
nuevos y empezó a ir al gimnasio. Cuando ya se sentía fuerte decidió tomar las
riendas de la recuperación. Compró las entradas por internet nada más colgar el
teléfono y quedaron en verse media hora antes para tomarse unos vinos. Tras la
segunda copa y un plato vacío de huesos de aceitunas picantes, Enrique recibió
un mensaje de texto de Lucía: “Hoy ha sido un día intenso en el trabajo. Estoy
muy cansada. Lo siento”.
El concierto ha empezado y ya nadie espera en la puerta. Una
joven sale a liarse un cigarrillo y el portero la repasa de arriba abajo. La
luna se esconde entre un par de nubes como si esa noche no fuera con ella.
Enrique hace una bola con las entradas y las echa en una papelera. Ésta la
escupe y la bola de papel cae al suelo. Un ciclista solitario cruza su camino.
Enrique se arrastra con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. De lejos
la música se amortigua bajo el silencio de la noche.
domingo, 23 de marzo de 2014
LA GRAN BELLEZA. UNA VERSIÓN.
La fiesta del fin del verano se celebra en una finca palacio
del siglo XVII. Unas columnas blancas, muy altas y que parecen muy antiguas, le
dan a uno la bienvenida a un jardín de setos trasquilados, algunas adelfas de
flores rosas y dos o tres pinos muy altos. Un camino de grava, perfilado con
antorchas de aceite, dirige a la explanada donde los marqueses ofrecen el
cóctel de medianoche. Porque la alta sociedad de Roma suele reunirse a finales
de agosto para ver y hacerse ver. Mujeres
estilizadas como una pluma desfilan en vestidos tan largos como la noche que les espera;
algunos hombres en esmoquin y con pajarita sorben de sus copas de cristal
mientras otros siguen la moda y llevan desabrochados los tres primeros botones
de sus camisas y muestran orgullosos una pelusilla negra que esconde alguna
cadena de oro macizo. Unas pocas jóvenes desenfadadas se atreven con escotes
generosos decorados con una gargantilla o un colgante de plata. Pelos blancos,
grandes rizos, melenas al aire, algún tocado minúsculo y varios peluquines se
encuentran de nuevo para comer algo, beber mucho y criticar demasiado.
Muchos conocen a los anfitriones, un matrimonio en sus sesenta
que solo se deja ver en alguna salida en velero durante los meses de junio y
julio y que nadie vuelve a saber de ellos hasta que reciben la invitación para
la gran fiesta del fin de verano que se celebra en su palacio desde hace más de
treinta años. Él es un reputado abogado que ha sacado de varios embrollos
fiscales a muchas de las familias que allí se congregan, y ella es conocida por
su labor filantrópica: invierte grandes cantidades en nuevas promesas del arte
moderno.
Esta noche quiere deleitar a sus invitados con un nuevo
descubrimiento.
La anfitriona se acerca a una joven pareja que hace apenas dos
años que vive en la ciudad. Algunos dicen que son americanos, otros, australianos. En el fondo nadie los conoce
muy bien. Ella es una mujer de mediana estatura, con el pelo cardado al estilo
de los años cincuenta y lleva un traje chaqueta de color gris marengo con los
zapatos de tacón medio. Parece mayor de lo que es y camina erguida. Su marido
es un hombre alto, con los hombros anchos y las manos grandes. Parece que le
gusta peinarse porque tiene la raya muy bien definida y el pelo negro le brilla
bajo los focos del jardín. Los dos sonríen enseñando los dientes blancos y no
se atreven a beber de las copas que sostienen suavemente entre sus dedos.
- Están todos expectantes, hoy- les sonríen la anfitriona. La pareja asiente nerviosa.
Un camarero susurra algo al oído de la señora del pelo cardado y el matrimonio camina rápido hacia el interior del palacio.
- Están todos expectantes, hoy- les sonríen la anfitriona. La pareja asiente nerviosa.
Un camarero susurra algo al oído de la señora del pelo cardado y el matrimonio camina rápido hacia el interior del palacio.
En el pasillo que da a los baños y a la biblioteca hay tres
niños jugando a cartas en el suelo. Dos niñas de entre diez y doce años visten
vestidos rosas, con muchas puntillas, bordados en los calcetines y zapatos
planos con lacitos en la punta. El niño es algo mayor, debe tener unos trece, y
viste pantalones de raya, cinturón de piel y un polo azul. También va muy bien
peinado. El pasillo huele a hortensias y las paredes están forradas de pinturas
y esculturas carísimas.
― Adela, hija, ha llegado la hora― le dice la señora del
traje chaqueta a una de las niñas. Y levanta una ceja muy seria.
―Ahora estoy cenando. Que se esperen un poco― responde la
niña sin levantar los ojos del suelo y echa una carta al improvisado mantel de
juegos. Los otros niños se quedan callados y miran la escena como si no fuera
con ellos.
― Vamos, cariño; todos esperan en el jardín― le espeta el
padre mientras le coge del hombro para levantarla del suelo y fuerza una
sonrisa. La niña se suelta y las cartas se caen. La madre se atusa el pelo,
suspira y chasquea la lengua un par de veces.
―Adela, ya sabes que nos jugamos mucho con esta función. No
seas niña y levántate―. La madre se muerde el labio inferior y se alisa la falda: parece que está punto de
perder los nervios.
―Sí, soy una niña. Y a estas horas debería estar durmiendo
como cualquier niña― le grita a sus padres mientras los mira directamente a los
ojos ―. Y en cambio estoy aquí, porque para vosotros es muy im-por-tan-te que
esté aquí, en lugar que en casa, en pijama y acolchada en mi cama―. La niña se
cruza de brazos y baja la cabeza. Arruga las cejas y aprieta la mandíbula.
―Ya estoy harta de tanta tontería―, grita la madre. La coge
con las dos manos, la levanta y la arrastra hacia el jardín. Los otros niños
siguen su juego y apuran sus cenas. No se giran a ver como la arrastran por el
codo y ella se resiste pataleando.
En el jardín todos los invitados aguardan en semicírculo,
sostienen sus copas y a veces le piden a los camareros que se las rellenen. Un gran
lienzo cuelga de un muro. Es un lienzo
blanco de unos seis metros de largo por dos de alto. El suelo está protegido
con plástico transparente y delante hay, simétricamente colocados, seis cubos
de pintura: roja, azul, amarilla, naranja, blanca y negra.
Un silencio se adueña de repente de la fiesta, el pianista
deja de tocar, la cantante se calla de repente y hasta los grillos parece que
se tapan la boca. Todos los ojos están puestos en el lienzo, en los cubos de
pintura, en el plástico que protege el suelo y en la niña que está de pie,
delante del lienzo. Los brazos le cuelgan y los ojos se clavan en la tela
blanca, inmaculada. Nadie se atreve a decir nada. Los padres se colocan en
segunda fila. El hombre le pasa un brazo por encima del hombro a su esposa.
Entonces, la niña coge el cubo de pintura amarilla y corre
hacia el lienzo. Con fuerza echa medio bote y una gran mancha amarilla se
dibuja en un lateral de la tela. Una mancha considerable con forma ovalada
ocupa tres cuartas partes del lienzo. La tela ya no está inmaculada. Se oye un
“ oohh” de detrás de las columnas. Alguien hace el amago de aplaudir pero en el
momento de juntar las manos se para, absorto por el trabajo de la artista.
Adela mete las manos en el cubo de pintura roja y las
restriega por encima de la pintura
amarilla. Mueve los brazos arriba y abajo, a derecha e izquierda mezclando los colores.
―¡Fantástico! ¡Extraordinario!―se oye entre los invitados.
―¿De dónde sacará una niña tanto ingenio?―le pregunta una
vieja enjoyada a un joven bronceado.
―Dicen que pinta desde los dos años―le responde mientras se
peina la media melena con los dedos.
Vuelve a los cubos, escoge el azul, imprime varios
manotazos, echa el cubo de naranja en el otro lateral, tira un poco de negro,
pincela con los dedos algo de blanco encima o derrama parte de la mezcla a los
pies de la tela.
―Esto es lo que se lleva ahora en arte contemporáneo. Ha
recibido cuatro premios internacionales y el Guggenheim de Nueva York la tiene
en exposición permanente―susurra la anfitriona orgullosa. La madre lo oye, mira
a su marido y ambos se sonríen.
A cada nuevo pincelazo sin pincel Adela grita fuerte, chilla,
corre, le pega a la tela, le da puñetazos o deja su cara marcada en la pintura.
Es como ver a un animal enjaulado luchando por escapar, o un saltamontes
que huye de una lagartija.
―Pues yo no le veo la gracia. No es más que una niña con las
manos manchadas de pintura―le dice al oído una estirada mujer de pelo corto y
largos pendientes a un hombre de pelo blanco que fuma un puro y se sonríe
sarcásticamente.
―Pues ya sabes, querida. Este otoño puedes empezar con una nueva afición.
Cómprate quilos de botes y piensa en modernizar tu estudio―, le responde el
viejo y le da una calada a su puro. La mujer del pelo corto se gira, lo mira
fríamente y sorbe de su copa de champagne. De fondo se siguen oyendo los gritos
de la niña, sus carreras de un lado a otro de la tela y el chapoteo de sus pies
desnudos en la pintura que ya inunda el plástico como un charco de lodo.
Al cabo de unos veinte minutos, la niña parece que ha
terminado. Su pelo está lleno de pintura, su vestido rosa está negro y marrón,
y las manos y las piernas, los pies y la cara, entre las uñas. Parece que haya
salido de un baño de barro. La niña está de pie, quieta delante de su obra.
Goterones de pintura le chorrean del pelo al suelo. Se gira, mira a su público.
Éste estalla en aplausos, gritos y silbidos de aprobación. La obra es
magnífica, un collage impresionista que atrapa todos los sentidos. El pianista
da unos compases de jazz y los camareros vuelven a ofrecer sus bandejas con cócteles
de colores. Los padres, orgullosos, reciben abrazos, besos y aplausos de los
invitados que se encuentran a su alrededor. La niña los mira muy seria, frunce
el cejo y sale corriendo.
La anfitriona se pasea rodeada de decenas de nuevos
inversores; todos quieren comprar este lienzo único.
viernes, 7 de marzo de 2014
EL MONSTRUO
Hay un monstruo en mi ropero. No lo he visto nunca. Sé que está ahí. Siempre ha estado ahí. Me da miedo cuando me lo imagino por la noche pensando en mí. Me da miedo cuando me lo imagino rechinando las muelas y relamiéndose los labios. No se lo he contado nunca a nadie: ni a mis amigos, ni a mis padres, ni si quiera a mi hermana. Ay, mi hermana, si lo supiera se reiría de mi. Se le rompería la mandíbula y se le desencajaría la barriga de tanto reír. No, no puedo contarlo. No , no puedo decirle a nadie que hay un monstruo en mi ropero.
A veces me llama. Oigo tres toques en la puerta. Sé que es
él; me reclama. No sé qué quiere. No sé qué ha venido a hacer. Tengo miedo de
que salga y me devore. Tengo miedo de que salga y me mire a los ojos. Ya no
duermo por las noches. El monstruo no me deja. Lo oigo cantar. Canta muy mal.
Su voz es como papel de lija. Me chirrían los oídos y no puedo dormir. Creo que
quiere algo de mi. Lo tengo que esconder. Nadie debe saber que tengo un
monstruo en mi ropero.
He dejado de ir a trabajar. He dejado de salir a pasear.
Debo esconderlo. Con todas mis fuerzas. Me imagino que tiene poderes, que me
mira y me hipnotiza. Y entonces ya estoy atrapado. El monstruo de mi ropero me
retiene. No puedo salir. No puedo comer. No puedo dormir.
Hace unos días mi hermana entró y me preguntó. No pasa nada,
le dije. Ella hizo un silencio, levantó una ceja y me dijo que todos tenemos
secretos. Ella también. ¿Ella también? ¿Sabrá lo de mi monstruo? Seguro que no
dice nada para no herir mis sentimientos. Ella sospecha que tengo algo en mi
ropero. Seguro. A veces me pregunto si
ella también tendrá un monstruo en el suyo. Me imagino que todos tenemos
monstruos en nuestros roperos: mis padres, mis amigos, mi jefe de estudios, la
cajera, el médico… Todos tienen monstruos en sus roperos pero nadie dice nada.
No seré yo el primero.
Hoy tampoco me he vestido. Ya no salgo de mi habitación. Debo
vigilar al monstruo del ropero. ¿Y si un día sale? ¿Y si me descubre
desprotegido? ¿Y si se adueña de mi espacio, de mi vida? Debo quedarme y
vigilar. Sueño despierto en que un día todos los monstruos de los roperos
saldrán en un desfile por las calles de la ciudad. ¿Qué harán entonces las gentes,
descubiertas por fin, desnudas ante la evidencia de que en sus roperos también había
monstruos?
Esta tarde , muy cansado, he tomado una decisión. No puedo
seguir así. Debo coger fuerzas y enfrentarme al monstruo del ropero. Me ha
parecido que la puerta se entreabría levemente y un miedo pequeño pero intenso
me estrujaba las entrañas. He cogido el trofeo de atletismo. Pesa mucho. Con la
otra mano he tocado el tirador. Estaba frío. No oía nada desde dentro del
ropero. ¿Seguirá mi monstruo dentro? No me puedo fiar. He cogido valor. Por fin
me desharé del monstruo del ropero. Y nadie lo sabrá nunca.
Tiro con suavidad y abro lentamente la puerta. El ropero
está oscuro dentro. El trofeo me pesa en la otra mano pero estoy preparado para
atacar. Susurro algo. Nada. Pruebo con silbar. Tres veces. El monstruo me
devuelve otro silbido. Entonces veo dos puntitos rojos. Parece que me miran. Y
siento miedo. Mucho miedo. Pánico. El trofeo se me cae y mil cristales rotos
inundan el suelo bajo mis pies.
El monstruo sale del ropero. Abre la boca. Parece que va a
decir algo. No puedo escuchar. Siento miedo en la nuca, siento miedo en las
cejas. Miedo en mis rodillas y miedo en mi espalda. Corro y me meto en el
ropero.
Hay un monstruo en mi habitación. No puedo salir. Seguro que
sigue ahí.
sábado, 15 de febrero de 2014
POR CONVICCIÓN
4 de abril
Señor:
Respondo a su petición de hace unas semanas en la que me
demanda una reseña de su investigación con esta carta. De hecho, no sé cómo
encabezarla. He estado dándole vueltas al asunto y considero que dirigirme a
usted en un tono más cercano, usando, por ejemplo, un Estimado , sería algo totalmente fuera de lugar dada la cuestión de
que no nos conocemos personalmente. No entro en consideraciones más
emocionales, como un Querido o un Amigo ya que, aunque no descarto esta
consideración en un futuro próximo, todavía considero pronto el usarla en estas
líneas.
Como ya le habrán informado, me veo en la imposibilidad de
acontecer a su petición. Aunque en el círculo médico-periodístico soy bien
considerado, como usted ya me hizo saber en su última misiva y como avalan las
decenas de premios a la investigación que cuento en mi carrera, debo declinar
la petición de escribir una crítica de su última investigación. Como bien sabe
soy especialista en artículos médicos particulares como la odontología general,
el diagnóstico para la imagen y la urología. Además, los contactos con los que
trato en la revista científica Patterns
of modern scientific no son íntimos ni familiares y me pedirían más de una
y más de cien explicaciones de por qué les hago llegar una reseña tan
desvinculada de mi especialidad como la que usted demanda. Comprenderá usted
que la urticaria genética en los chimpancés de Madagascar no sea un tema de mi
especialidad y no cuento con suficientes avales para recomendar una reseña como
esta.
Ruego disculpe mi negativa; no considero que no tenga usted
la máxima calidad, pero no me veo en la situación de argumentar un trabajo de
estas características a los directivos y responsables de la revista antes
mencionada.
Mis más sinceros respetos. Atentamente,
M.H.S
20 de junio
Estimado compañero:
Entiendo su malestar cuando me dice que su investigación
sobre la urticaria genética en simios primitivos no puede ser rechazada con una
simple nota de quince líneas. Ruego disculpe mi torpeza pero respondí a su
demanda durante un viaje en tren a Praga y entenderá que el traqueteo no
permitía extenderme mucho en la misma.
Agradezco de nuevo su insistencia puesto que me cerciora de
su entusiasmo por el campo de estudio que está en sus manos. No dudo, tal y
como me cuenta en su respuesta, que este estudio le ha llevado más de veinte
años de investigación y que en ese período habrá pasado, como todo
investigador, por altibajos intelectuales, emocionales, y, por supuesto,
económicos. Sepa bien que le entiendo.
Debo agradecerle también el envío de las tres botellas de
Borgoña que acompañaron la quinta carta. Aunque soy abstemio desde hace más de
catorce años desde mi último ataque al corazón, le prometo que las guardaré en
mi bodega particular y las ofreceré a mis invitados cuando la ocasión lo
requiera. Sin embargo, debo advertirle que si utilizó usted ese envío como
estrategia de ablandarme, lamento decirle que no obtuvo su resultado.
Lamentablemente, tal y como le comenté en mi anterior misiva
me es totalmente imposible hacer una reseña de su investigación tal y como
usted demanda. Le animo a que se ponga en contacto usted directamente con los
responsables de la revista Patterns of
modern scientific y que sean ellos, a través de su comisión de evaluación
trimestral, los que valoren la posibilidad de su publicación.
Reciba un cordial saludo.
M.H.S.
8 de octubre
Caballero:
Debo confesarle que su insistencia semanal me tiene
impresionado pero si esta vez he decidido responderle ha sido por una cuestión
que ya ha sobrepasado lo que yo creo son los límites de la buena educación.
Agradecí el envío de las tres botellas de vino, alabé su motivación intrínseca
y nunca puse en duda su labor investigadora pero mandar a su mujer a mi
despacho considero que fue un acto de cobardía suprema.
Afortunadamente, ese día me encontraba en un congreso de
Tenesse y fue, Rosa, mi asistente personal, la que se encontró con la visita
inesperada de una mujer que, según su descripción literal, le asustó sobremanera.
Rosa me contó que su esposa se sentó en el butacón de mi despacho y le dijo que
no se movería de ahí hasta que yo apareciera. Que, según ella, no era posible
que un profesional de mi estatus hubiera rechazado de esa forma a su marido,
que llevaba tantos años inmerso en una investigación tan importante y que no
iba a permitir irse de mi despacho sin una respuesta por mi parte. Considero a
Rosa como una persona muy discreta, tranquila de ánimo y muy educada pero
cuando, tras cinco horas de espera, vio que su señora no levantaba un pie del
butacón, la invitó a marcharse con la promesa de dejarme nota expresa de su
visita. Y, sí, lo hizo. Junto con la dicha nota también me dejó una carta de su
médico recomendándole unas semanas de reposo mental. No me trasladó
literalmente las palabras que su señora esposa le trasladó pero debo intuir que
no fueron muy agradables.
Vistos los acontecimientos, y que además me he quedado sin
asistente personal durante unas semanas, debo rogarle que cese en su petición y
considere muy seriamente que otro profesional escriba su reseña.
Sin más, me despido.
M.H.
29 de diciembre
Permita que me dirija a usted sin encabezamiento previo.
Considero que ya nuestra relación, si alguna vez la hubo, no merece de tal
consideración. Debo confesarle que tras la última carta que le remití hará cosa
de un mes creí que usted hubiera aceptado mi negativa y nuestra correspondencia
cesaría. Así fue cuando en tres semanas no recibí ninguna epístola por su
parte.
Lamentablemente mi tranquilidad duró muy poco cuando un día
mi mujer volvió a casa tras cerrar la farmacia y me contó el encuentro no
fortuito con su esposa. Debo confesarle que no me escondo ante la opinión
pública de que mientras he dedicado toda mi vida, o gran parte de ella, a la
redacción de artículos e investigaciones para varias revistas científico-periodísticas
y universidades varias, he podido mantener un estatus de vida que algunos
considerarían alto gracias al negocio familiar de mi esposa. Su familia regenta
una farmacia desde hace más de cuatro generaciones y eso nos ha permitido
seguir adelante con nuestra vida mientras yo me dedicaba a mis quehaceres
literarios. Si le cuento todo esto, muy señor mío, no es para vanagloriarme de
mi suerte o de mi estado social. Bien sabe que nunca me he querido esconder de
mi condición. Más bien se lo cuento para que comprenda que, a pesar de parecer
que mi familia y yo estamos envueltos en un halo de vanidad y grandes lujos,
nunca me he escondido de vivir del sueldo del negocio de la familia de mi
esposa. Es por ello que, no teniendo ella ningún conocimiento de nuestra
correspondencia, comprenderá que, al ver aparecer a su señora en la farmacia y
preguntar por mí de forma insistente ( sin dar ninguna explicación más que la
repetitiva frase de “debo ver urgentemente al señor M.), la mía empezara a
sospechar de forma clara. Debo decirle que la descripción que me hizo mi señora
de la suya fue tan detallada que dudo de que en algún momento yo me hubiera
fijado en sus grandes manos o sus ojos escrutadores. Esté usted tranquilo que
no me daría la vuelta si la viera pasear por la acera de enfrente. Pero ese
infortunio ha hecho que mi esposa empezara a preguntarse si entre tanto viaje y
tanta investigación no me estuviera yo viendo con alguna otra mujer, como la
suya.
Como entenderá no tengo que entrar en detalles de mi vida
personal pero, ya que usted parece no tener escrúpulos al mostrar la suya
enviando a su mujer a amenazar a cuantas mujeres rodean mi vida personal y
familiar, debo contarle que mi esposa ha decidido tomarse un “permiso
matrimonial” (así lo definió ella) y volverse al pueblo durante una temporada.
Así, ve, caballero, mi situación se ve afectada, no solo por la marcha de mi
esposa sino porque la farmacia ha cerrado sus puertas y me veo sin ingresos
periódicos para hacer frente a mis necesidades diarias. No, no he hecho uso de
un buen ahorro en los últimos años. Siempre nos ha gustado vivir en los máximos
placeres a mi mujer y a mí.
No me cabe duda ya de que toda esta amenaza a través de su
mujer forma parte de una nueva forma de chantaje para que acceda a escribir su
reseña científica para la revista Patterns
of modern scientific. Llegados a este punto solo me cabe apelar a mi
sinceridad y negarle mi ayuda. No es que no haya actuado con honestidad en las
anteriores cartas pero me he visto obligado al buen honor y la buena educación.
Ahora, sin embargo, debo confesarle que no solo no puedo redactar esta reseña
por mi desconocimiento del tema dérmico en los primitivos simios en Madagascar.
Además debo decirle que la calidad literaria de su investigación está a la
altura de la redacción de un pre-púber no escolarizado y que ninguna de las
conclusiones a las que llega usted se
basan en refutaciones científicas. Dudo, muy señor mío, que ninguna revista quisiera publicar
esa investigación suya que más se parece a un puchero de pedazos recortados y repegados
de otras investigaciones.
Sin más que añadir, ruego usted siga su vida y deje de
fastidiar la mía que ya bastante ha hecho. Apelo a su conmiseración teniendo en
cuenta las fechas en las que nos encontramos
M.
5 de marzo
He tomado prestados un plumín y varios papeles para
dirigirme a usted tras varios meses sin recibir noticias suyas. Desconozco si
usted no habrá intentado ponerse en contacto conmigo en alguna ocasión pero
desgraciadamente desde la última carta que le remití me he visto envuelto en
una serie de acontecimientos que han desencadenado el verme viviendo en una
pensión de las afueras y sin un centavo en mi bolsillo.
Mi mujer no volvió del pueblo y, tras mi última carta
supongo que usted se dirigió al colegio oficial de redactores científicos. Si
lo intuyo es porque unos diez días después de echar el sobre en el buzón me
encontré con un telegrama urgente del colegio en donde me indicaban que “ por
injurias y desatender su deber y obligación profesional nos vemos en la
obligación de darle de baja del colectivo”. Entenderá que sin el aval del
colegio profesional mi trabajo en la revista cesó inmediatamente así como
cualquier posibilidad de realizar ninguna ponencia en ninguna de las
universidades del país y parte del extranjero.
Sin ingresos habituales tuve que dejar mi despacho y despedir a Rosa, mi
asistente, quien aprovechó para denunciarme por despedirla estando ella de baja
por descanso mental. Los padres de mi esposa decidieron mandar a la policía
para echarme de la casa al no poder pagar los recibos varios de mantenimiento y
han decidido convertir la mansión en una pensión de lujo para doctores y
congresistas. Así pues, con una maleta de mano me he visto en las últimas
semanas vagando de hotel en hotel hasta que he acabado en una pensión oscura y
húmeda.
No le escribo todas mis miserias por hacerle sentir mal
porque en el fondo usted contribuyó a esta situación. Si me dirijo a usted es
para hacerle saber que antes de ayer vi, en un quisco del barrio, la portada de
la revista Patterns of modern scientific
en la que había una fotografía de un chimpancé y un título que me resultó
familiar. Efectivamente, muy señor mío, vi que su reseña había sido publicada.
Me apiado de la frágil alma del crítico al que habrá chantajeado para llegar a
publicar su investigación pero es mi obligación y deber felicitarlo por su
insistencia, constancia y firme creencia en sí mismo y su trabajo. Sigo
pensando que su trabajo no vale un penique pero le mando mis más sinceras
felicitaciones por no cesar en su objetivo.
Mis más sinceros reconocimientos.
Atentamente,
M.
jueves, 6 de febrero de 2014
VÍCTIMAS
Debería sentirme afortunada y solo tengo ganas de llorar, de tirarme de los pelos y, si tuvieras, de tirártelos a ti también hasta hacerte sangrar. Pero entonces te pondrías a llorar como un puercoespín al que están degollando. No pararías de berrear, como si la vida te fuera en ello. Aunque sí, la vida te va en ello, porque de tus lloros y de tus gritos depende que yo te dé el pecho o te meta el dedo en la boca. Debería mecerte entre mis brazos cuando empiezas a llorar desconsolado. Para eso, para consolarte. Pero quien me tendría que consolar es tu padre, ese torturador del trabajo bien hecho, ese solucionador de todo, en todo momento y como- yo -lo –digo- es mejor. Asco. Te mataría. O, mejor, me mataría. Sería mucho más cruel. Lo sé.
Debería estirar las comisuras de mis labios hasta formar una
mueca de felicidad pero tú te cagas, te meas, te lloras y te quedas dormido sin
avisar. Eres un surtidor de excrementos y babas y líquidos viscosos y gritos a
mil trescientos decibelios. Y yo debería adivinar esas señales que todavía no
atino a comprender. Y que no me dejan dormir. Debería llamarte en diminutivo de
alguna fruta tropical, como melocotoncito, o confiturita de piña, pero me
entran náuseas al imaginarte pringoso, resbaladizo en tu cuna, y entre mis
manos cuando te baño. Porque debo limpiarte con cuidado, que la herida del
cordón aún anda tierna, dicen. Y yo, que solo pienso en tirarte de la pielcita
esa y darle vueltas, enroscarla entre mis uñas y estirar, primero suave, pero
luego con fuerza. Hasta arrancarte la costra, como una calcomanía, y se
quedaría enganchada y yo tiraría más y más fuerte...
Porque debería sentir un halo de amor y solo me acuerdo de
los abuelos víctimas de la ya no tan reciente soltería de su hija, abuelos que
amenazan con la boca pequeña: egoístas de la maternidad ajena. Porque la suya
les salió vomitiva ahora quieren redimirse contigo. Y conmigo. ¡Hijos de la
gran cagada universal! ¡Tirad ya de la cadena y dejad que me escurra cañería
abajo!
Dicen que esto dura muy poco, que mi deseo de arrancar el
papel de las paredes a mordiscos irá aminorando a medida que nos vayamos
conociendo. Puré de papel te haría con ese chisme que tus tías te compraron
antes de nacer. Y te lo haría tragar de golpe, sin dejarte respirar, para que
por una vez, una sola vez te callaras y me dejaras en paz.
Debería vestirme cuando vienen amigas, y hacerles café y
ponerles las pastas y sonreír agradecida de los consejos que me dan, porque
ellas ya lo son, a veces por duplicado e, incluso, por triplicado. Maldita
bonoloto la que me tocó; sueldo esclavizador de por vida. Como si ellas ya
tuvieran el master en maternidad y yo me acabara de matricular en la facultad.
Cuando nunca pedí meterme en esa fritura picante, que me amarga las mañanas,
las tardes, las noches, y las tardes y las noches… las noches… No hay
bicarbonato para calmar esta quemazón que me arranca la piel de dentro de la
garganta.
No debería gritarte ahora que me miras con esos ojos
abiertos, suplicando ternura, pidiéndome que te bese o te diga palabrerías de
catálogo de nubes. Yo te envolvía en una manta vieja, de las que más pican, de
las que escuecen hasta el apéndice y te enroscaba en una caja de cartón. Pero
ahora me miras con esos ojos abiertos y me sonríes enseñando las encías
desnudas. Y me pides con las manitas espasmódicas que te acerque mi mejilla al
ombligo. No lo hagas. Sabes que en el fondo soy débil, como una zanahoria
hervida. Podrías pedirme cualquier cosa. Y no quiero. Podría enternecerme. Y no
puedo. Podría llegar a quererte y olvidar todo este sufrimiento. Guardar por un
momento este rencoroso victimismo en un cajón y cerrarlo con llave. Y, no. No
quiero.
sábado, 18 de enero de 2014
ÚLTIMA APUESTA
A las tres de la madrugada el teléfono sonó estridente.
Ni Adam ni su mujer se dieron cuenta
hasta el cuarto timbrazo. El quinto timbre obligó a Adam a abrir los ojos, y a
su mujer a gritar y empujarlo con fuerza con el codo.
―¡Cójelo! ¡Anda, cójelo!
Adam se levantó y, descalzo, se dirigió al salón donde el
teléfono seguía sonando. Seguía sonando como si la vida le fuera en ello.
Aunque, bien mirado, a un teléfono le va la vida en ello. Adam se rascó la nuca
con la mano izquierda y apoyó la derecha en al auricular. Estaba frío, frío
como el metal de su cambio de marchas una mañana de enero, cuando por la noche
ha helado. Se colocó el auricular en la oreja y pidió quién. Esperó. Nada. Al
cabo de dos segundos se oyó el pitido largo y contenido de fuera de línea.
Habían colgado. No había nadie al otro lado. Vacío, como él.
Adam devolvió el auricular a su sitio y se pisó un pie con
el otro. Empezaba a notar el suelo frío de la casa pero no se movió. Ahora que
ya estaba despierto no tenía sueño. No tenía sueño y no tenía ganas de volver a
echarse en la cama, junto a su mujer. Hacía tiempo que ya no tenía ganas de
meterse en la cama con ella, de sentir su camisón de raso, frío y resbaladizo,
junto a sus muslos. Hacía tiempo que Adam dejó de mirarla con ojos de amor. La
miraba y no veía más que una mujer vieja, algo gorda y con demasiado mal
carácter que se pasaba los fines de semana viendo películas románticas. Adam
estaba de pie delante del teléfono a las tres de la madrugada y se sentía de
alguna forma agotado. No sabía por qué ni tampoco se imaginaba que pronto Su
mujer debía haberse vuelto a dormir y él no se sentía con fuerzas de echarse de
nuevo. Sin embargo, últimamente a Adam le invadían unos sueños
desproporcionadamente eróticos. Le sorprendía porque hacía unos años su mujer y
él llegaron a un acuerdo. Un acuerdo tácito y silencioso, porque nunca lo
llegaron a verbalizar, pero que ambos sabían que habían firmado con la paz del
silencio. Aunque seguían durmiendo juntos, en la misma cama, no se tocaban ni, por
supuesto, hacían el amor. Adam sabía que su mujer dedicaba dos días a la semana
a ir a la piscina municipal en parte por intentar frenar el sobrepeso de los
años, en parte, para disfrutar de la presión del chorro de agua de las duchas. «Qué
ducha me he pegado hoy», decía.« Lo mejor de la tarde, la ducha, cariño».
Adam nunca fue muy deportista. En el instituto estaba en la
redacción del periódico escolar y ya en la universidad se recluía en la
biblioteca. Nunca le preocuparon las canas ni las arrugas en su frente. Al
contrario, siempre consideró que se trataba de un valor añadido para un
escritor frustrado como él que acabó de reportero mediocre en una editorial
regional. Nunca tuvieron hijos porque ella no podía y, aunque al principio eso
entristecía a Adam, finalmente acabó por darle gracias del cielo de no tener
que cargar con el peso de una familia numerosa. Adam no recuerda cuando
empezaron a cambiar, él y su mujer. Cuando dejaron de darse cariños o de pensar
el uno en el otro. La indiferencia fue calando como la lluvia en un jersey de
lana, empapando poco a poco cada fibra hasta que el agua te inunda por dentro.
Y ahora Adam se encontraba con esos sueños eróticos cada dos
noches, a veces cada tres. Se levantaba medio sudoroso y sentía su pene erecto
dentro de los pantalones del pijama. Duro como nunca lo había sentido. Y con
esa sensación electrizante en sus caderas que le obligaba a descargarse en el
baño antes de que su mujer se despertara. No se escondía porque se sintiera culpable,
nunca se había sentido culpable por masturbarse. De hecho su mujer siempre le
dejaba que terminara él solo tras hacer el amor. No le gustaba que él se le
corriera dentro. Pero se sentía sorprendido. No entendía cómo ahora, después de
tanto tiempo, se estaba revitalizando esa parte de su masculinidad. Y lo peor,
sabía que soñaba con otras mujeres, mujeres algo más jóvenes que la suya. O mucho
más jóvenes. La última, la vecina.
Las mañanas que su
mujer iba a la piscina, Adam se sentaba en el porche con una taza de café y un libro.
El libro, en realidad, era una excusa para sí mismo, porque nunca leía más de dos páginas seguidas y
acababa levantando la vista para observar lo que pasaba por la calle. Los niños
que corrían, las hojas de los plataneros que caían como bailando un blues o los
coches que volvían a sus garajes a descansar. Adam pensaba que debería escribir
una novela, o al menos un relato de esas cosas que observaba cada mañana, en su
propia calle. Pero Adam nunca escribía nada.
Una tarde vio a la vecina de enfrente: una chica de unos
veinte seis o veinte siete años, alta, morena, con unas piernas esbeltas y una
larga melena que le llegaba a los hombros. Sus facciones eran suaves y tendían
a la redondez pero en sus ojos brillaba la energía pícara de la juventud. Se
imaginó a él mismo en esa casa, saliendo del coche con las bolsas de la compra
y abriéndole la puerta, besándole los labios ardientes y cogiéndola por la
cintura. Sí, esa chica era la que avivaba sus sueños desde hacía unas semanas.
Y esa joven desconocida era la que le provocaba unas erecciones inusuales.
Adam se pasó unas dos semanas fantaseando y soñando con la
morena de enfrente. Alguna noche incluso soñó que se presentaba en la puerta de
su casa, llamaba al timbre y ella lo recibía en bragas y camiseta de tirantes.
Le guiñaba un ojo y lo llevaba a la parte de atrás donde empezaba a
desabrocharle la camisa y los pantalones. Entonces ella se arrodillaba ante él
y le lamía con suavidad el pene erecto. En ese momento se despertaba y corría
al baño, con la espalda mojada por el sudor.
Un día se presentó en casa de la vecina. Le abrió el que
debía ser su marido o su novio.
―Gracias por las flores―, le dijo el chico algo extrañado―.Acabamos
de mudarnos hace unas semanas y aún no conocemos a muchos vecinos. Le diré a mi
mujer que ha venido.
Y se despidieron con
un apretón de manos. Ese encuentro con el rival real de sus sueños le
decepcionó. Así que decidió comprarse un telescopio para controlar a qué horas
se encontraba ella sola en casa.
―¿Para qué quieres ahora un telescopio, cariño?―le preguntó ,
curiosa, su esposa.
―De pequeño me encantaba mirar las estrellas. Y ahora que ya
soy viejo, quisiera recuperar un entretenimiento. ¿Acaso no te vas tú a la
piscina cada semana?
Su mujer no sospechó, hacía tiempo que apenas sospechaba de
nada. Cuando, al cabo de una semana, confirmó las mañanas como el mejor momento
para abordar a la chica de enfrente, Adam se armó de valor y decidió ir a
hablar con ella.
―Un jardín precioso―, le gritó en la distancia mientras le
saludaba con la mano.
―Muchas gracias. A mi
marido a mi nos gustan los colores y un jardín lleno de flores es una alegría―,
le respondió ella alzando la voz y con una sonrisa tan amplia como la rodaja de
una sandía.
Al día siguiente se
atrevió a acercarse y comentaron algo del vecindario. Adam le preguntó y ella
le dijo que ambos eran maestros, que los habían destinado al pueblo. Su marido
estaba en turno de mañana en un instituto y a ella le habían dado algunas
clases de tarde en la escuela de adultos de la ciudad. Esa noche Adam soñó que
se encontraba en su antigua aula del colegio de primaria y que la vecina era su
maestra. Le pedía que recitara una lección de geografía y que saliera
a la pizarra. Extrañamente en la clase no había más alumnos. Ella le
acariciaba el cabello mientras él recontaba todos los ríos y sistemas
montañosos del país. Entonces la maestra de su sueños empezó a quitarse la
blusa, lentamente, botón a botón y a Adam le empezó a latir el corazón muy rápidamente.
También le empezó a latir el pene entre sus piernas y ella lo tocaba con
suavidad. Ese día Adam se masturbó en la cama, de espaldas a su esposa,
mordiéndose la lengua y reprimiendo cada gemido en su interior. Su mujer no se
movió. Al terminar se levantó y se limpió en el baño.
Adam se pasó un mes hablando con la vecina, primero en el
jardín, más tarde en el porche hasta que consiguió que lo invitara a un café en
el salón de su casa. Era un salón sencillo, con pocos muebles pero de buen
gusto. Las paredes estaban pintadas con colores pálidos pero agradables que le
daban un ambiente de pastelería naïf al hogar.
― Lo que más me gusta de dar clases, ¿sabes?, es ver como,
al cabo de unas semanas, aquellas mujeres que apenas podían enlazar una sílaba
con otra o se aprendían las paradas del autobús de memoria porque no sabían
leerlas, son capaces de escribir sus propias listas de la compra, o leer una
revista―, contaba ella con tanta pasión que los ojos se le encendían como los
faros de un autobús.
Adam se la imaginó en clase, con un gran escote y cubierta
de tiza blanca delante de la pizarra. Entonces, empezó a excitarse y se
sorprendió con una erección.
―Disculpa, pero, ¿podría ir un momento al baño?―, le
preguntó algo sonrojado. Sentía lo latidos de su corazón en la frente, en las
mejillas, en la barbilla y las manos.
Adam entró en el baño,
cerró la puerta y pasó el pestillo y allí se masturbó con fuerza. Se lavó las
manos y se las secó con una toalla rosa que olía a jazmín. Se miró en el espejo
y, por un instante, se vio a sí mismo como un hombre agrio. Como un cartón de
leche abierto en el frigorífico y que nadie ha probado desde hace mucho tiempo.
Al salir ella llevaba una chaqueta de cuero y el bolso
colgando del hombro izquierdo. Se movía arriba y abajo por el salón. Cambió un
jarrón de sitio y estiró las cortinas aunque estaban bien planchadas. Parecía
algo incómoda.
―Adam, te agradezco la visita. Pero acabo de recordar que tengo
varias compras que hacer― ,titubeó mientras le señalaba la puerta.
― Ah, sí. Por supuesto― respondió él algo sorprendido. Pensó
que quizás le hubiera oído mientras estaba en el baño.
Avergonzado, Adam decidió no volver a hablar con ella en
unos días. Se sumergió en la lectura y en la escritura. La escritura de poemas algo
barrocos y de poca calidad pero que le permitían tener la cabeza ocupada largo
tiempo.
Una noche volvió a tener un sueño erótico, pero la mujer de
su sueño ya no era la vecina maestra sino otra mujer, de cara difuminada que no
conseguía reconocer. Le bailaba moviendo las caderas de forma muy sensual y le
susurraba palabras obscenas al oído. Entonces creyó oír un timbre de teléfono.
No estaba seguro de si ese sonido provenía de su sueño o de la realidad. Adam
sintió la presión entre sus piernas y cuando despertó se dio cuenta de que
estaba cogiendo a su esposa en la cama. Efectivamente, el teléfono sonaba,
estridente. Tenía a su mujer cogida por la cintura y la atraía hacia su
erección. Ella, con los ojos medio abiertos, parecía que le escrutaba las pupilas.
Apenas entreabrió los labios para susurrarle algo al oído.
―No hace falta que lo cojas. Hoy no.
Adam se desconcertó y
quedó paralizado. Ella le sonrió enseñando los dientes y lo besó fuerte en los
labios. Esa noche hicieron el amor. «Quizás… quizás…», pensó Adam mientras la
penetraba y le apartaba un mechón de pelo de delante de los ojos.
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