sábado, 24 de octubre de 2020

CON MUCHA DIFICULTAD

 



En casa de los Sullivan, solo la niña de tres años jugaba. El resto, discutían. Todo el día. Todos los días.

A la niña le gustaba jugar a esconderse en los armarios. Cuando el ruido de fondo la abrumaba, salía sigilosa de su habitación. Descalza. Y buscaba. A tientas,  el armario de las escobas.  Posaba sus tres deditos en el pomo de la puerta y lo giraba unos 45 grados hacia la derecha. Abría la puerta y se metía dentro. Luego con sus dedos índice y pulgar volvía a cerrar la puerta quedándose a oscuras dentro del armario de la limpieza. En la oscuridad, la niña hablaba con la escoba, que le contaba historias fantásticas de detrás del piano. O escuchaba a la fregona como le contaba , una y otra vez, aquella historia tan manida de cuando le cambiaron de cubo y trabajó día y noche hasta dejar el balcón listo para la primavera. La niña se reía. A veces lloraba. La más de las veces escuchaba atenta.

Afuera, los gritos seguían.

 Algunos días, la pequeña, cogía sus muñecas y les cortaba el pelo. Imaginaba que su habitación púrpura era un salón de belleza y sus peluches y muñecas eran clientas exigentes que le aturdían con exigencias capilares impensables. Entonces, la niña con su dosis de paciencia, fantaseaba con nuevos peinados, maravillosos cortes al bies, o tintes a rotulador que dejaban a sus clientas de tela más contentas que un gato con un ovillo de lana.

En el comedor, seguían los gritos.

Ciertos domingos, los menos, la niña se levantaba pronto y acumulaba en silencio todos los cojines que encontraba por la casa: en el sofá tirados, en su cama, en la habitación de coser… Y con ellos construía una nueva casa; una cabaña de ensueño para quedarse dormida y poder ver las estrellas del firmamento en sus sueños de paz.

En la cocina o en el baño, ellos seguían bramando.

A los tres años le pusieron gafas y a los cuatro le operaron del oído. Creyó escuchar a la tía Fernanda decir un día: “a la niña no le gusta ni ver no escuchar lo que pasa en casa, podre. Por eso le han puesto lentes y le ha salido una otitis terrible”.

Un día, la pequeña descubrió una maletita de mimbre en el fondo de un cajón. Su tacto era algo áspero pero le gustaba porque en el asa pendía una cinta de color rojo. Brillante. La llenó de camisetas, pantalones, falditas y vestidos. También metió a su muñeca pelona, una pastilla de jabón y tres cepillos de dientes.


 No se olvidó de sus guantes preferidos ni de las zapatillas de pana naranja. Cerró la cestita, ató la cinta roja y se dirigió al pasillo. En la puerta de la cocina se giró. Su madre estaba cortando cabezas de pollo o de conejo. No lo sabe muy bien. En su cara se veía el gris oscuro de las horas marchitas. La pequeña levantó una mano y con una sonrisa de oreja  a oreja gritó: “Mamá, estoy jugando a irme de casa. Vuelvo en un rato”.

La madre levantó una ceja, dejó caer el cuchillo en la tabla de madera y le sonrió apenas.

Con mucha dificultad.

domingo, 6 de septiembre de 2020

LA CASA DE S.

 




S. se queda huérfana a los dos años de edad. Mientras su padre se debate entre la vida y la muerte en el hospital durante tres meses, su madre se queda en casa, cada vez más cansada. Cada vez más agria. Así que cuando su padre muere, su madre no duda en irse pronto con él.

Sola e inocente a S. se la llevan con una tía materna. Vive en el norte, cerca del mar.

̶̶ Seguro que a la niña le va bien el aire salado ̶, se convencen las vecinas que no la quieren acoger.

̶ Además, allí están sus primas con las que podrá jugar y aprender. Aquí ya no le queda nada.

Y es cierto. En la ciudad ya no le queda nada. Ni madre ni padre. Ni hermanos o hermanas. Nada.

S. pasa gran parte de su primera infancia en una casa señorial con muchas habitaciones. Desde la ventana de su habitación se ve el puerto y algunos barcos flotantes.

̶ Algún día yo también flotaré como esos barcos ̶ , piensa  ̶  flotando arriba, muy arriba. Y mamá y papá me recogerán en el cielo con sus alas blancas y me cantarán nanas no sólo de noche.

Como sus primas, S. va a la escuela. Pero, a diferencia de sus primas, S. tiene que hacer muchas tareas en casa. Tender y recoger la ropa, doblarla con cuidado. A veces va al mercado a comprar pan y, otras, rastrillar las hojas secas del jardín. Su tía, en el fondo, la quiere bien poco.

̶ Me vi obligada a cogerla. Cuando mi hermana y su marido murió no pude hacer mucho. ̶ Les cuenta a las vecinas. ̶ Y aquí está. Sorbiéndose los mocos y comiéndose mi comida.

A la edad de siete años, S. ya comienza a comprender que en esa casa no es bienvenida. Su tía le grita. Y ella no entiende por qué. Su tía le riñe. Y ella no entiende qué ha hecho. Su tía le pega con el palo de la escoba. Y ella, cada vez, se siente más pequeña. Únicamente, su abuela está ahí, vieja, muy vieja, en una mecedora, y de tanto en tanto le pasa algún caramelo de café por debajo de la falda.

̶ ¡Esta no es tu casa! Tu casa es la inclusa ̶, le grita la tía cuando se enfada. Casi cada día. ̶ ¡Recuérdalo bien! ̶ Y le da un cachete para que no se le olvide nunca.

Su tía es una mujer regia, de las del norte. Con los ojos sufridos y severos, las manos robustas y un moño en lo alto de la cabeza erguida. Viuda desde hace años, tiene tres hijas algo mayores que S.

Un domingo por la mañana, después de la misa, S. y sus primas corren a jugar a la playa. Corren y saltan y saltan y corren y sus vestidos flotan dejando entrever las enaguas blancas.

̶ ¿Por qué no jugamos a las cabañas? ̶ propone la prima mayor.

̶ Vale. Pero S. no juega. ̶ responde la prima pequeña.

̶ ¿Por qué no puedo jugar a las cabañas? ̶ pregunta S. inocente.

̶ Porque esta no es tu casa, mocosa. ̶ le escupe la mediana en toda la cara. Y se gira presumida.

¡Esta no es tu casa!…. ¡Esta no es tu casa!… ¡eeeesta no es tu caaasa! … le gritan las tres primas y la persiguen hasta las rocas, tirándoles conchas, palitos y piedras. S. sale corriendo y esquiva las balas como puede. Llora desconsolada, dolida. Siente como su corazón hierve de pena. S. sólo anhela morirse para poder dejarse acunar de nuevo en los abrazos de su madre, que, como un ángel, la espera en el cielo. Y a cada zancada el dolor y la pena de su corazón es más y más intensa que parece que le penetra hasta las entrañas. Como la lava del volcán del libro de Ciencias que consulta en la biblioteca del colegio. Siente su corazón hervir, cada vez más potente, cada vez más profundo. Y, de repente, sin pensarlo, se para y se gira. Su corazón le late con tanta intensidad que le sale por la boca, por la nariz. Por la cuenca de los ojos. Lavas de fuego y piedras candentes se le encienden dentro y le salen en forma de gritos e insultos. S. grita con todas sus fuerzas para devolver el dolor de las piedras y las conchas. Escupe verdades a sus primas que, pasmadas, se quedan a tres metros y la miran desconcertadas. S. y su rabia corren, entonces, rocas arriba hasta llegar al paseo. El enojo y la furia de S. son tan vívidos que la llevan corriendo a la casa. S. entra por la cocina y allí se encuentra a la abuela; sentada en el hogar, en un banquito de mimbre bajito. Al verla, S. se derrumba y comienza a llorar.

La abuela le indica con la mano derecha que se acerque. S. de sienta en su regazo y la abuela la envuelve con su chal de lana merina.

̶ Ea, ea… mi niña.. ya está. Ea… ea… ya está, mi niña.̶  le susurra al oído mientras la mece contra su pecho.

El calor del hogar acompaña la calidez de la abuela y su chal. Poco a poco S. se va calmando hasta que, agotada, acaba cerrando los ojos.

Años más tarde, cuando le preguntan a S. sobre su infancia en el norte ésta solo puede que cerrar los ojos, mecerse levemente sobre el respaldo de la silla y responder: “En verdad, esa nunca fue mi casa. Lo era mi abuela. Mi abuela era mi casa”

 

 

 

 


viernes, 8 de mayo de 2020

EL HOMBRE MÁS GRANDE DEL MUNDO







El hombre más grande del mundo camina pisando fuerte. Como si debajo de sus grandes pies hubiera un terremoto que tuviera que detener. El hombre más grande y fuerte del mundo sostiene con fuerza y determinación su futuro. Y su presente. El hombre más grande, fuerte y valiente del mundo mira al mar con el ceño fruncido, escrutando el horizonte.
Y a veces, solo a veces, recuerda que hace años él también sucumbió a la gravedad del tormento. A la pesadez del dolor y la desazón. Pero se sacude esos recuerdos de encima. Rápido. Rápido como un galgo que se sacude las pulgas.
El hombre más grande del mundo no sabe aún como dejar de sostener el firmamento. Porque sus estrellas emigraron.
Solo a veces, muy pocas veces, es capaz de derretirse al sostener al recién nacido. Solo a veces, muy pocas veces, es capaz de comprender que el universo se encuentra ahí. Entre los deditos que le agarran con fuerza su mano y los ojos, enormes, que le miran con amor.




sábado, 2 de mayo de 2020

ESENCIAS EVOCADAS





La melosidad del zumo de melocotón. Colonia en tu barba. El olor a pino seco a primera hora de la mañana y una sábana al sol.

Tu pelo.

La resina de las piñas medio abiertas y el metálico olor a hierro desconchado de la barandilla. La tierra mojada. Ese libro viejo y el hervor del café escapando de la cafetera.

Tu pelo.

El pan de molde en la tostadora y la leña recién cortada. Toallas recién lavadas y la manta del sofá. Las mañanas de primavera y la nata montada.

Tu pelo.

El olor a lana buena de la chaqueta de tu traje y la palma de tu mano. El recuerdo de tu espalda.

Tu pelo.





jueves, 30 de abril de 2020

MIRADAS DISCOIDALES






Un viejo de camiseta rala observa cómo la vecina del quinto sacude la alfombra en el balcón. La mujer da las últimas tres sacudidas y ve como un perro en la calle olfatea un trozo de pizza de anteayer. El perro levanta el hocico y mira al cartero que cruza la calle y entra en la droguería. El dueño de la droguería asoma la cabeza por entre la puerta y el escaparate y atisba una paloma intentando elevar inútilmente el vuelo. La paloma pasa por encima de la cabeza de un niño que, inocente, cuenta piedras en la acera y le canta algo incomprensible a su madre. La madre, cansada, levanta la mirada para que el sol le encienda las mejillas y contempla a un hombre de barba cana sentado en su balcón. El hombre de barba cana me mira por detrás de los barrotes. 
Y yo, yo suspiro de nuevo pensando en ti.




sábado, 4 de abril de 2020

AUNQUE NO SEA NADA







Al vecino de abajo le gusta la Semana Santa Sevillana. Mucho. Y ha puesto a todo trapo las marchas. El bum bum de los tambores me llega a través de mi ventana mientras veo una película de Iciar Bollaín. Un par de lágrimas se derraman por mi mejilla y ya no sé si por la emoción de ver a la protagonista en su particular viaje del héroe o por la de las cornetas y tambores que ahora rechinan en los cristales de mi balcón. Dice un periódico de por aquí que algunas de estas composiciones tienen hasta 100 años de antigüedad.
 Llevo varios días dándole vueltas a la idea de volver a escribir. De volver a sentarme ante el ordenador y montar una historia; pensar en un personaje sencillo, algo ingenuo, hasta mediocre que, tras un intenso viaje interior, se enfrenta a sus propios demonios y cambia. Cambia. Pero, no. No se me ocurre nada.

De hecho, he estado pensando que quizás mi historia sea lo suficientemente sencilla y mediocre como para escribir la primera línea. Pero, no. No tengo la disciplina. La perdí hace más de un año. Así, de repente, escribí mi último relato y lo colgué en mi blog personal.

Y ahí sigue. Colgado en la red.

Ya ni tan siquiera espera que nadie lo lea.

Me vienen a la cabeza ideas, frases sueltas. Y las escribo o las grabo con el teléfono móvil. Me aferro a la esperanza de que algún día me atreva a darles forma. A ponerlas sobre el papel. Son ideas tontas, ideas pequeñas. Pero, en el fondo, también creo que pueden convertirse en pequeñas grandes historias del cotidiano. Porque estas son las historias que me gustan. Las pequeñas historias de la vida diaria. Los personajes tímidos, vulgares, comunes. Anodinas historias que nos podríamos encontrar en el hueco de la escalera de nuestro bloque o detrás de una farola. Historias grises, regulares, que podríamos vivir hasta nosotros mismos.

En este pensar y ensoñar, aparecen frases como “Soy los fantasmas de mi pasado y las muertes de mi futuro” o “Soy todas las personas que he conocido y las que nunca llegaron a conocerme de verdad”. Y me doy cuenta que, precisamente, estas frases no son muy sencillas. Al contrario, parecen sentencias magnánimas, profundas. Algo arrogantes, la verdad. Y, una parte de mi se estremece ante la hipocresía del ansia de sentirme pequeña, vulnerable y mediocre. Y no poder. O darme cuenta que, al  tiempo de pensar en frases grandilocuentes y no desarrollarlas, en el fondo cumplo con la expectativa de mi pequeñez.

Estoy en la multitarea: escucho al presidente en su rueda de prensa semanal mientras me acuerdo de mi necesidad de volver a crear. De sentarme y escribir, y parir un nuevo relato. De escupir una nueva historia. Y así, a mi deseo de sentirme creadora se le une la sensación, la profunda certeza, de que en el fondo yo soy también una de esas personas mediocres a las que quiero homenajear. Parece que el vecino ha leído mi mente y ha bajado un poco el volumen de su última marcha de palio; ha bajado el volumen pero ha incrementado la intensidad de su corazón. Y ya me llega desde la ventana un susurro de trompeta y un suspiro de clarinete. Como si estos instrumentos de viento me quisieran inspirar. Inspirar desde su concepción de respiración hacia dentro. Como si la inspiración de mi respiración formara parte intrínseca de la inspiración que empuja desde dentro para escribir. Algo. 

Aunque no sea nada.