Hace cuarenta años que mi padre fue padre. Bueno, en
realidad no hace 40 años exactamente. Faltarían 2 meses escasos para que mi
padre fuera padre por primera vez: el día de mi nacimiento.
Pero, como por esos entonces yo ya estaba dando alguna que otra
patada en la panza de mi madre pues, sí, que digo yo que este año mi padre
cumple cuarenta años de padredicidad voluntaria.
Porque la padredicidad es algo más que la
paternidad. De alguna forma a la padredicidad se le añade una cierta cualidad especial. Padre- padre se puede ser de muchas formas: queriendo o sin querer,
con más o menos torpeza, con mucho o poco amor, etc. Pero ser padre y honrar la felicidad no debe ser
fácil. Y esto es lo que mi padre ha hecho durante toda su vida: trabajar mucho
y duro para honrar la felicidad de su familia. De pequeñas, a mi hermana y a mí,
nos cuidó como supo, como, imagino, pudo ir aprendiendo; proporcionándonos la
seguridad que necesitamos, animándonos a seguir estudiando siempre, a trabajar
duro; nos transmitió su amor por la montaña, su amada montaña… Imagino que,
como mi madre, que como mi hermana y como yo misma, mi padre hizo siempre y en
todo momento lo mejor que podía hacer. Como todos los padres. Como todas las madres. Como todas las hijas e hijos. Porque nadie puede hacer más de lo que puede hacer en cada momento.
Y yo, ahora, lo
entiendo.
Son cuarenta años los que hace que nos conocemos. Y todavía
tengo esa sensación de que no nos conocemos aún. Y, quizás, debe ser así.
A mi padre le cuesta emocionarse y, cuando alguna lágrima de
emoción parece que aflora de sus ojos, él la retiene hacia dentro, como cuando
un niño se enjuga los mocos. A mi padre, a veces, le cuesta escuchar y termina
las conversaciones con un “te paso a tu madre” sin esperar que yo le responda o
le cuente. Y se pone colorado de la vergüenza en muchas ocasiones o le da una
risa floja nerviosa que no sabe parar.
Mi padre también me ha enseñado el valor de la
prudencia, de la razón y la previsión para el futuro. Y también el goce del
respirar aire puro, de disfrutar del tiempo libre en familia con su anhelo
juguetón. De mi padre he aprendido que siempre se puede ayudar a quien quieres,
incondicionalmente. Y a quien no quieres también le puedes echar una mano si lo necesita.
Hay muchas cosas que cojo de mi padre y otras de las que
estoy aprendiendo a soltar. Porque a veces yo tampoco me conozco muy bien y me
confundo. Estoy aprendiendo a conocerme un poco mejor cada día.
Honro tus enseñanzas, papín. Gracias por tu amor y por
tu generosidad. Ahora me toca a mi dar mis pasos y seguir disfrutando de los
tuyos.