Mi transformación fue lenta pero constante. El día llegó casi sin darme cuenta. Él sigue buscando.
Mario y yo nos conocimos en una época convulsa para ambos. Y
nuestras convulsiones coincidieron irremediablemente. Él acababa de salir de
una operación a corazón abierto y sus padres se estaban separando. Yo,
simplemente, vivía en una fantasía constante. Todavía me ensoñaba con mi último
romance: un chico más joven que yo; algo inmaduro no solo en edad.
Mario y yo nos cruzamos en la sala de espera del cardiólogo.
Yo acompañaba a mi tía, una mujer que siempre comía por el carrillo izquierdo y
pelaba todas las frutas. Él leía una revista de motor a la que le faltaba la
portada.; Sentada a su lado, su madre: una mujer de unos sesenta, con la mirada
perdida y que usaba la coletilla “vale” cada tres frases. Repiqueteaba las uñas
sobre las rodillas mientras tarareaba un viejo bolero.
Volvimos a coincidir en el bar del hospital y, tras el
intercambio de unas sonrisas, un par de comentarios irónicos sobre el pastel de
queso y dos cafés, nos dimos los números de teléfono. Dos cines, una cena,
varios paseos y un fin de semana en la playa nos llevaron a compartir piso.
Acostumbrarme a sus bostezos a media tarde fue fácil y a él le gustaba como
freía los huevos: un poco requemados por los bordes. Solía llamar a su madre
dos veces por semana. Mario me decía que le caía bien. Y eso le gustaba.
― Mi Mario te quiere mucho, ¿vale? ―decía muy seria antes de
colgar.
Una tarde, mientras leía por tercera vez el catálogo de ropa
a domicilio, él me soltó de repente:
―Te miro y, a veces, veo a mi madre. Te quiero como si fueras
ella.
Me lo tomé como una demostración de su amor. Me quería como
su madre. No pretendía substituir a su progenitora, ni mucho menos, pero esa
muestra de afecto espontáneo me llegó al corazón. Le lancé un besó al aire que
recogió y guardó en el bolsillo del pijama.
Una tarde llegó a casa con un bolso de mercadillo: de
polipiel algo gastada y demasiadas tachuelas.
―Es un regalo de mi madre. No podrá venir a tu cumpleaños
pero se acuerda de ti ―, y lo dejó encima de la cama, envuelto en papel de
celofán. Me acostumbré a llevarlo los domingos que pasábamos tomando café y
pastelillos de crema en casa de su madre. No quería que me vieran como una
desagradecida.
Un día, al llegar del trabajo, me miré en el espejo y me di
cuenta de que me habían salido un par de canas en la frente.
―Me gustan. No te tiñas ―me espetó de repente agarrándome por
la cintura. Y me besó. Esa noche hicimos el amor dos veces. A partir de ese día
decidió que no debía ir más al gimnasio y que cada vez le gustaban más y más mi
cuerpo curvilíneo.
Él trabajaba en casa y yo volvía a media tarde, me tumbaba en
el sofá o limpiaba el baño. Hicimos un par de viajes al extranjero y, unos
meses más tarde, ya conseguía hacer el potaje que tanto le gustaba a Mario.
―Solo le falta un punto de sal, pero es casi tan bueno como
el de mi casa ―me decía con sincero agradecimiento.
Un día me sorprendí en chándal y cantando boleros mientras
limpiaba la cocina y él se volvió loco de pasión. Me revolcó por la alfombra y
acabamos encima de la lavadora. Tanta pasión me tenía enganchada. Pero algo no
me acababa de cuadrar. De los colores naranjas y rojos, mi ropero fue
transformándose poco a poco a tonos más terrosos, marrones, grises y mucho
negro. Ya no me peinaba y simplemente me recogía el pelo con un par de
horquillas. Un año más tarde él empezó a hablar de hijos pero, de alguna forma,
yo todavía no estaba preparada.
―A mi madre le encantaría ser abuela. Y yo ya tengo vista una
sillita para la bici estupenda. Es muy resistente ―, me soltó una noche. No respondí.
Ya había aprendido a no enzarzarme en conversaciones de este tipo. No es que me
molestara, simplemente no me apetecía hablar del tema. Me tapé con la manta y
repiqueteé las uñas sobre mis rodillas.
―Cariño, hay que bajar la basura, ¿vale? ―le pedí una noche
de otoño. Mientras lo veía bajar las escaleras, me di cuenta. Así, de repente,
como si hubieran encendido el botón de mi consciencia. Rebusqué en el altillo,
me puse mi vestido de flores amarillas, me peiné la raya al lado, me puse los
únicos zapatos de tacón que no había tirado y bajé a la calle. Cerré la puerta.
No eché la llave.
Ese día empecé a ser yo misma otra vez. Ahora me tiño cada
mes, escucho rock cada noche y nunca, nunca compro en mercadillos. Ah, y tengo
una cosa clara: no quiero ser madre de nuevo.