domingo, 29 de diciembre de 2013

¿BAILAS?


Cuando un amigo te mira y te dice que la selva está en ti, que bailas como echando raíces en un continente más africano, que ya nada importa porque todo está en ti... ya solo te queda respirar, buscar un punto fijo y seguir bailando.

martes, 17 de diciembre de 2013

(NO SIEMPRE) BASADO EN HECHOS REALES


Me acuerdo del algarrobo centenario que había en la torre de mis abuelos. Una vez me atreví a morder una algarroba y le dije a mi hermana que sabía a papel amargo y a vinagre.

Me acuerdo del color azul de las escaleras que subían a mi clase, en la guardería.

Me acuerdo del sabor aterciopelado del zumo de melocotón en lata pequeña que mi madre me metía en la bolsita de tela cuando iba a párvulos.

Recuerdo que solo podía comer bollería los sábados por la mañana: bollycaos, donuts, phoskitos o tarzanitos.

Recuerdo que nunca me gustó la pantera rosa, ni la película ni los pastelitos.

Recuerdo las noches de Robinson en los campamentos de verano: en grupos de cinco o seis nos dejaban vagabundear por el campo, construir cabañas con palos y los plásticos de nuestros chubasqueros, una bolsa con escasa comida y una cantimplora. No podíamos volver antes de 36 horas.

Recuerdo que hubo una época en que me gustaba jugar a hacer la maleta e irme de casa. Sacaba la ropa del armario, la volvía a doblar, la metía cuidadosamente en una cesta de mimbre ( de esas que se llevaban a la playa), la cogía por el asa, abría la puerta y me despedía de mi madre, que me miraba impasible desde la cocina. A los cuatro segundos le daba al timbre; ya estaba en casa de nuevo.

Me acuerdo que a mediados de octubre ya pensaba en qué postal de navidad le haría a todos mis amigos esas navidades. Poner o no poner purpurina dependía de si ese mes me tocaba paga o no.

Me acuerdo que mi otro abuelo nos llevaba al otro lado del puerto a comer altramuces. Cogíamos las golondrinas que había delante de la estatua de Colón, nos compraba un cucurucho de altramuces ( o garrapiñadas o pipas de calabaza), mirábamos los pescadores y volvíamos a la hora de comer.

Me acuerdo que yo siempre prefería el frigo pie, porque era de fresa y me recordaba a un yogur helado. Más tarde aparecieron los yogures helados y me pasé a los cornetos de vainilla.

Recuerdo que en las cenas siempre apartaba las habitas de los potajes. Sigo haciéndolo.

Me acuerdo que los domingos siempre había para comer o paella o pollo asado. Me encantaba como crujían las patatas fritas de la churrería de la esquina. Eran las más grandes que había visto.

Recuerdo que de pequeña quería vivir en un árbol. En clase de dibujo libre siempre pintaba un gran árbol con una cabaña en lo alto de su copa.

Me acuerdo de los juegos de disfraces con mi hermana. El batín japonés de mi madre lo ha heredado mi hermana. Hay ocasiones en que todavía se lo pone para estar por casa.

Recuerdo que no me gustaba nada ir a la peluquería. Durante tres veranos mi madre ordenaba cortarme el pelo, corto como un chico.

Me acuerdo de mi primer beso, en París. En las escaleras rojas del hotel de carretera en que nos alojamos en el viaje de fin de curso. Los profesores nos dejaron quedarnos hasta más tarde, solo a nosotros dos. Se veía venir.

Recuerdo la papelería de la esquina de mi calle. Me gustaba comprar pegamento y robar chucherías cuando la dueña se giraba para buscar una libreta que no necesitaba.

Recuerdo el día que mi abuelo dejó a su segunda esposa y se alojó en la nuestra. Las cuatro primeras noches durmió en el plegatín pero luego le dimos una habitación y mi hermana y yo volvimos a compartir literas. Murió diez años más tarde.

Recuerdo que el día de mi comunión me levanté con el ojo hinchado: me había picado un mosquito. No me gustó nada ese día; de hecho yo no quería hacer la comunión, mi abuelo cambió la iglesia un mes antes y la hice tres semanas más tarde que el resto de mis amigos. No conocía a nadie. Y además era la más alta. En todas las fotos salgo de perfil.

Recuerdo la primera vez que me afeité el pubis. Me picó durante una semana y no se lo conté a nadie.

Me acuerdo que en el instituto me estiraba las mangas de las camisetas para tapar mis manos. El profesor de matemáticas siempre me echaba la bronca y yo le decía que no quería salir a la pizarra.

Recuerdo que un año me disfracé de sandía. Las pepitas se me cayeron antes de llegar al colegio.

Me acuerdo de las fotos polaroid que los Reyes magos dejaban en la mesa del comedor para que viésemos como habían dejado los regalos aquella noche.

Me acuerdo de todos los chicos con los que me he acostado. Algunos no se acordarán de mi.

Me acuerdo que mi primer relato lo escribí el día que me cambiaron de colegio: empezaba segundo de EGB en una nueva escuela y a mi protagonista le daba miedo conocer gente nueva.

jueves, 28 de noviembre de 2013

UN CAFÉ, SOLO


HOMBRE y MUJER en la quinta planta de un centro comercial. La mujer espera en la entrada del cine y el hombre, delante de un café. Momento de espera. No se ven. El HOMBRE mira su reloj de tanto en tanto y se coloca unos cascabeles en el pelo. La MUJER da cortos pasitos arrastrando los zapatos por el suelo, atada a la cintura lleva una caja de madera. Las caras mutan lentamente.


Finalmente se encuentran.

HOMBRE: ¿Dónde estabas? Habíamos quedado en el café.

MUJER: ¿En el café? Nada de eso; dijimos en la puerta del cine.

HOMBRE: Sí, sí… tienes razón. Tú siempre tienes razón… ¡Quedamos en el café hace unos días! Estábamos en ese mismo café y dijimos de volver a vernos ahí.

MUJER: Pero… si ese día quedamos en el parque… ¿cómo podías estar tomándote un café?

HOMBRE: Tú estabas ahí, conmigo.

MUJER: ¿No estarías con otra y me confundes? Hace tiempo que no tomamos nada juntos, ni un triste vaso de agua.

HOMBRE: ve, y pregúntale al camarero. Seguro que te recuerda. Cuando te levantaste hacia el baño me comentó sobre tus piernas.

MUJER: ¿En serio?

HOMBRE: Sí. Y fue entonces cuando le tiré la taza en la cara.

MUJER: Ahora entiendo lo de camilleros…


HOMBRE: … el parque.

MUJER: sí… recuerdo unas plantas que te de irían de perlas para el jardín…

HOMBRE: ¿Caras?

MUJER: No sé. Pero, eran muy… lilas.

HOMBRE: El lila hace juego con el color de tus ojos.

MUJER: sí.

Silencio. Aparece el camarero bailando cumbia. Toma nota.

HOMBRE: Un cortado. Con la leche fría.

MUJER: Un café con leche. Muy caliente, por favor.

Silencio. Silencio.

HOMBRE: … pero el lila es un color muy caro, ¿no?

MUJER: más caro resulta escuchar el corazón de las personas.

HOMBRE: Recuerdo a mi tío. Le sonaba muy fuerte el corazón. Tanto, que no nos dejaba ver la televisión por las noches. Bum… bum… bum…

MUJER: A veces ocurre.

HOMBRE: Entonces, subíamos el volumen. Y su corazón latía cada vez más fuerte. Bum… buum.. Una mañana encontramos su corazón enganchado al techo.

MUJER: ¿Y la tele?

HOMBRE: Mi tía decidió pegarla en el techo también. Para tapar la mancha roja de sangre.

MUJER: Cuando le coges cariño a algo, no lo puedes soltar.

HOMBRE: Y al revés, ocurre lo mismo.

Silencio. Silencio. Silencio. Silencio.

Una gitana malasia interrumpe con un ramo de rosas. La MUJER niega con la cabeza.

HOMBRE: No, gracias. Lo estamos dejando.

MUJER: ¿Sí?

HOMBRE: Sí.

domingo, 17 de noviembre de 2013

LOS CHICOS


Cualquier cambio puede darse en la gran ciudad o en un pueblo rodeado de campos de centeno. Qué más da el escenario cuando lo que cuenta son las palabras no dichas, los diálogos ocultos y las miradas esquivas. Y más, cuando se trata de un grupo de chiquillos, una chica llamada Mariló y unos Perlas que iban en moto.

Los chicos nos encontrábamos cada verano corriendo por las calles de Villatilos. Mario, Marcial, Marcos y yo sabíamos que debíamos vernos en la fuente de la pequeña plaza nada más llegar de la ciudad. Un año de estudios se volatilizaba de repente al vernos y la excitación de tres largos meses nos entusiasmaba a la hora de hacer planes.

―Vamos a tirarle piedras al cerdo de los Pérez― proponía Marcial con su pícara mirada tras unas gafas de metal que se le resbalaban nariz abajo.

―He traído mis canicas, podemos hacer una competición ―decía Marcos con los ojos gachos, mientras abría una pequeña bolsa de cuero y nos enseñaba las bolas relucientes. Los dedos le temblaban.

Mario nunca proponía nada interesante pero se unía a cualquier plan. Era el más rápido dando excusas y escapando de cualquier problema.

Aquel verano fue el más lento que recordamos. El calor nos obligaba a pasar las mañanas en el río, buscando renacuajos o ranitas bajo las piedras, y las tardes en el campo, bajo las sombras de cualquier pino. Porque en Villatilos ya no había tilos. Los viejos nos contaban que sí, que hubo un tiempo en que el pueblo tenía un nombre realista, verdadero, fiel. Nuestros padres se pasaban los días en el bar, lanzando piezas de dominó a un viejo tapete verde o ayudando a los cuñados en el campo. Nuestras madres se sentaban en los patios, pelando cebollas y ocultando las razones de sus lágrimas. Siempre había algún familiar al que recordar a la hora de la cena. Así nos pasaban los días, lánguidos y pesados.

Una tarde nos paró el guardia. Perseguíamos a los perros, les echábamos una cuerda al cuello y los colgábamos de las farolas.

―Los soltaríamos en una hora, señor. No queríamos hacerles daño ―, Mario fue el único que supo qué decir.

―Buscaros otros entretenimientos, chicos. ¿Por qué no os juntáis con los Perlas?

Los Perlas eran el otro grupo del pueblo: cinco o seis chicos algo mayores que nosotros. Algunos ya se afeitaban el bigote y dos o tres iban en ciclomotor. Eso los hacía atractivos y muchas chicas les reían los chistes. Tuvieran o no tuvieran gracia. Nos miramos todos y levantamos los hombros. Así que lo intentamos. Nos acercamos al puente. En el puente se juntaban los Perlas. Se llevaban sus motos y cestas llenas de comida para pasar el día en la orilla del río. No estábamos muy convencidos de hablarles pero nos daba curiosidad imaginarlos en bañador, con las piernas peludas. Nos escondimos tras unas rocas y vimos a los Perlas rodeados de cuatro chicas. Dos iban en bañador y llevaban sombreros de paja para resguardarse del sol o esconder su tontería. Solo una nos eclipsó. Vestía una falda corta de color morado y una camisa de flores medio transparente. El pelo recogido en una gran coleta, larga y fina que le volteaba a derecha e izquierda cuando caminaba.

―Creo que se llama Mariló ― rompió el silencio Marcial―. Mi madre dice que es la sobrina del fontanero. No viene mucho por aquí; cada dos o tres años.

Ninguno de nosotros la recordaba de los veranos anteriores pero nos enamoró inmediatamente. Nunca lo llegamosa confesar, nunca nadie planteó su amor a Mariló pero, a partir de ese día, nuestros juegos empezaron a cambiar. Empezamos a escondernos tras los arbustos, perseguíamos a los Perlas a donde fueran o los esperábamos agazapados tras la fuente, al caer la tarde.

―Estos Perlas son unos maestros. ¿Habéis visto que siempre llevan los cascos limpios y relucientes? Ni el viento los despeinan.¡ Y nosotros tenemos que compartir la bicicleta de Marcial!―, se quejaba Marcos. Como él, todos sentíamos una cierta admiración por esos chicos mayores, rodeados de rubitas y que andaban motorizados. Escondíamos nuestro amor por Mariló tras una admiración bien construida. Nos quedamos callados, con la mirada ensombrecida y sabíamos que ese era el momento que más nos unía. Pensamos en Mariló: Mariló en falda, Mariló en bañador, Mariló bajando la calle removiendo las caderas, Mariló sorbiendo limonada, chasqueando los labios o humedeciéndoselos ante cualquiera de los Perlas.

Unas semanas más tarde la feria llegó y todo el pueblo se volvió loco. Las mujeres se peinaron y las viejas empezaron a beber. Los hombres dejaron de cosechar o de jugar al dominó y se preocupaban por hacerse la raya bien recta en medio de sus cabezas. Un día entramos en el bar y Marcos le pidió tres monedas a su padre para los autos de choque.

―La feria es lo más esperado del año, señores. El bar se llena como nunca. Las mujeres son más bellas y las niñas se hacen mujeres en una tarde ―, escuchamos que resoplaba el camarero mientras limpiaba unos vasos y rellenaba la nevera con botellines de cerveza barata.

Lo entendimos esa misma noche. Mariló llegó a las atracciones del brazo del Perla mayor. Apareció como una reina alumbrada por el color de los farolillos. Sus ojos rasgados, más grandes y más negros que nunca, las uñas rojas y los labios también. La melena suelta y peinada a lo casco de astronauta le daba un aire como de muñeca de porcelana. La vimos pasear por los puestos de churros, cogida del brazo del muchacho, se sonreía al caminar y los zapatos de tacón le daban una pose algo más esbelta. El resto de los muchachos le silbaban al pasar y el Perla mayor les devolvía una mirada asesina o levantaba el puño y les señalaba la nariz. Entonces, algunos se daban la vuelta y seguían con el tiro al plato.

Los chicos y yo disfrutamos esa feria como nunca. Nos zampamos todo el algodón de azúcar que quisimos porque el tío de Mario era el propietario del carrito de dulces y nos invitaba. También subimos a la noria con las tres monedas de Marcos y nos imaginamos aves rapaces o espías americanos. Desde arriba vimos a Mariló que bebía de una botella de cerveza y bailaba alrededor del hombre de los globos. El Perla Mayor le tiraba del brazo y le decía algo al oído mientras la subía al Tren Embrujado. Por aquel entonces todavía no sabíamos que el Tren Embrujado era el lugar preferido de los amores de verano.

―Vayamos a ver como saltan el aro de fuego ―propuso Marcial, siempre tan atrevido. Llegamos al descampado y cientos de personas estaban sentadas en las gradas desmontables. Tres motoristas esperaban en la línea de salida. Parecían fantasmas negros y no se les veía ni las pestañas con el traje y el casco. Eran las motos más grandes y potentes que jamás habíamos visto. El rugir del motor predecía una carrera emocionante. Y ninguno de ellos decepcionó. Aceleraron y se elevaron por una rampa que terminaba en un aro prendido en fuego. Entonces, el público enmudeció como aguantando el aliento y soltó un aaahhh tras el salto del motorista.

―Algún día seré piloto de aviones― dijo Marcos categórico. Y todos sabíamos que no lo conseguiría si no se volvía más valiente. De lejos se escuchaba la música estridente de los autos de choque y los gritos de los vendedores de cervezas y palomitas de maíz.

Excitados, nos dirigimos a la carpa, donde había una orquesta de verano y todos ya bailaban. Al entrar vimos a Mariló sin los pendientes y que se tambaleaba a un lado y otro mientras el Perla mayor le cogía por la cintura y le besaba el cuello, las orejas y le metía la mano por debajo de la falda. No nos gustó verla con el Perla manos-largas y nos fuimos a pedir una naranjada a la barra. Bailamos todos. Cada uno a su ritmo, saltando, brincando, moviendo los pies o dando vueltas. Nos reímos de los mozos engominados y de las viejas que, sentadas en unas sillas plegables, observaban a la nuera de turno. Al acabar la música salimos muy contentos, alguien hizo algún chiste sobre el cantante y todos nos echamos a reír.

Detrás de la carpa, cerca de los baños públicos, nos la encontramos. Mariló estaba tirada en el suelo con la falda rasgada y la camisa entreabierta. El pintalabios se le había corrido y el pelo lo tenía muy alborotado. Murmuraba algo en lo bajo y apenas pudimos entender qué era. Nos miramos asombrados y, al fin, Marcial preguntó:

― ¿Estás bien, Mariló? ¿Dónde está el Perla?

―No sé… bailábamos…la música… su mano…―balbuceaba.

― ¿Te acompañamos a casa?―se atrevió a preguntar Marcos. Marcial, Mario y yo nos quedamos inmóviles. No sabíamos que hacer.

―Ay, mocosos… chicos mocosos que me quieren ayudar…―dijo Mariló mientras intentaba levantarse y se apoyaba en el hombro de Marcos―… no os hagáis mayores nunca…no os hagáis mayores nunca…

Mariló resbaló y se le rompió el tacón de uno de los zapatos. Aunque era algo más alta que nosotros, no pesaba y, medio dormida, la arrastramos como pudimos. La dejamos en la puerta de casa de su tío.

Aquella noche ninguno de nosotros durmió bien. Lo supimos al vernos la mañana siguiente. Nadie dijo nada. No hacía falta. Aquel día ya no fuimos a buscar renacuajos ni lagartijas y, aunque a ninguno nos había salido el bigote, de alguna forma nos sentíamos algo mayores.

viernes, 8 de noviembre de 2013

EL JUEGO DEL SOLITARIO


Cuando llegué a la isla desierta, nunca me imaginé que me convertiría en un caníbal.

La primera noche la pasé en vilo, con los ojos tan abiertos como los del búho que no dejó de cantar, cada tres minutos durante ocho horas seguidas. De la fuerza del mar tan solo me quedó una camisa de algodón muy fina y unos pantalones con las perneras rasgadas, así que me pasé las horas temblando, con unos movimientos espasmódicos que empezaron por los hombros y se fueron transmitiendo por el pecho, la cintura y hasta la punta de los pies. El búho y yo parecíamos un concierto a dos voces, de esos que se hacían en las noches de verano en mi Bruselas natal. Él con ese ritmo diatónico, ululando ahora dos veces ahora tres, pero siempre manteniendo el pulso de tres por cuatro. Y yo, esforzándome por cerrar los ojos y retorciéndome bajo una hoja de palmera, parecía que mi cuerpo le respondía con dos espasmos como corcheas mal diseñadas.

Una semana más tarde ya había construido una especie de cabaña que me resguardaba de las lluvias sorpresa. De hecho no se trataba más que de tres palos ensartados en la arena y varias hojas entrelazadas entre sí y puestas encima como una manta deshilachada. Así que casi todas las noches dormía bajo un colador de goteras que me despertaban húmedo como la boca de una cabaretera.

Una mañana, aburrido, empecé a desquebrajarme las uñas de los pies. Tiré de una pequeña astilla de la uña del dedo gordo y seguí con las del resto de los dedos. Pasé al otro pie y en el dedo corazón se me fue el ímpetu y acabé por arrancarme la uña entera. Como empecé a sangrar me acerqué a la orilla para limpiar mi herida y fue cuando lo encontré. Medio enterrado en la arena gris un cangrejo se escondía. Solo la punta de sus tenacillas sobresalían tímidas como saludando al sol. Me agaché y le toqué el caparazón. Él , o ella , me clavó las pinzas en la mano y volví  sangrar. Después de limpiarme la herida comprobé que el cangrejo no se había ido y, con la ayuda de dos palos, lo acerqué a mi cabaña. Debía estar algo aturdido como yo porque se pasó tres horas dando vueltas en círculo a dos piedras, caminando de lado arrastrando sus diminutas patas y aplaudiendo con sus pinzas al aire. Me entretuvo toda la tarde y acabé riéndome yo solo. Hacía tiempo que no me reía con tantas ganas, como si la risa saliera como un vómito ácido que me subía por la garganta para salir a chorros de mi boca abierta. Le cogí cariño.

A los dos días decidí bautizarlo Lucy. Lucy era un nombre de chica, lo sé, pero como el cangrejo nunca me dijo si era él o ella, pensé que no le importaría responder a partir de ese momento a un nombre femenino. Misteriosamente Lucy me seguí a donde fuera. Si yo me levantaba para orinar a media noche, Lucy arrastraba sus antenitas y se quedaba a mis pies mirándome. Si decidía ir a por más raíces o trozos de corteza para picar, Lucy me seguía, caminando a mi lado. A veces me preguntaba cómo podía seguirme con tanta rapidez caminando de lado. Empecé a admirar su elegancia al andar y me encantaba descifrar el movimiento de sus pinzas al aire. Tres toques, saludo. Dos toques, cansancio. Si me picaba en el pie ya sabía que no debía molestarla. Cada vez pasábamos más horas juntos. Éramos como una pareja de novios de hace muchos siglos: yo le hablaba y ella me respondía con un silencio y dos o tres toques en los tobillos. Nunca me llevaba la contraria y yo le agradecía que me acompañara siempre. Le empecé a coger tal cariño que decidí casarme con ella. La ceremonia fue corta y sencilla y lo celebramos bañándonos en la orilla del mar al atardecer. Los ojos de Lucy brillaban con el rojo del sol poniente.

Mientras tanto la comida iba menguando en ese islote perdido. Ya me había zampado  todas las raíces y eso había impedido que nuevas plantas crecieran. Los troncos parecían el lomo de una rata de alcantarilla, tan lisos y blancos, pues  me había comido toda su corteza.

El sol quemaba mi piel y en los brazos morenos empezaron a salirme una especie de ronchas rojizas que me picaban. Dormido, por las noches, me las rascaba sin darme cuenta y al despertarme me descubría en un charco de sangre. Lucy se acercaba y sorbía un poquito de mi sangre. En el fondo, yo sabía que me acariciaba con amor.

 Una de esas mañanas me desperté moribundo, muy sediento, con la boca seca como un saco de serrín y Lucy yacía a mi lado. Un rayo de sol le rebotaba en el caparazón y me pareció ver un arcoíris saliendo de su cuerpecito reluciente. No tuve piedad. Le arranqué la pata derecha y me la comí.

viernes, 1 de noviembre de 2013

CUANDO MAC GYVER NO ESTÁ AL ACECHO


 
Cuando abrió los ojos, la chica mona se vio deslumbrada por la luz del mediodía. Sintió un olor a sudor y calcetines sucios que le taponó las fosas nasales. Notó las sábanas frías en sus muslos por lo que llegó a la conclusión de que se encontraba desnuda en esa cama que no era la suya. Nunca hubiera puesto sábanas de lino en pleno mes de noviembre. Si acaso, a finales de junio o ya entrado agosto. Levantó levemente la barbilla y se encontró en una habitación extraña. El color verde pistacho de las paredes no era el color de su habitación y había ropa tirada por todo el suelo. Reconoció su falda de cuero y un zapato de tacón. Lo había comprado hacía poco y le encantó la cremallera del talón. También vio una camisa de flores y unos pantalones de pana rosa. No eran suyos, eso estaba claro.

A su derecha, encima de una mesita de noche, había un despertador. Marcaba las 12:45. También había una caja de preservativos de látex. Había cuatro envoltorios abiertos, rasgados con poco cuidado. Se espantó. Varias imágenes difusas aparecieron delante de su nariz, como una exposición en movimiento envuelta en una burbuja de humo. Copas de tequila, fogonazos de luz roja y una música estridente. También recordó vagamente unas manos que le quitaban la blusa y unos dedos sudorosos que le acariciaban los cabellos. Empezó a encajar algunas piezas y se giró a su izquierda.

Efectivamente, un chico gordo estaba durmiendo plácidamente sobre su brazo izquierdo. De su nariz salían unos pitidos enlatados, ahora más estridentes, ahora más metálicos. La papada le subía y bajaba a cada nuevo ronquido y unos dedos gordos como calabacines se movían de vez en cuando. Estaba desnudo también. Al menos de cintura para arriba ya que se había deshecho de la sábana en su sueño profundo. Parecía una cría de hipopótamo descansando tras un largo viaje en busca de agua.

La chica de la falda de cuero se sentía atrapada. Literalmente por el peso del gordo de torso desnudo y figuradamente por una situación incómoda a la que no recordaba haber llegado por su propio pie. Entonces buscó con la mirada su bolso tirado en el suelo. Sacó la pierna de debajo de las mantas y alargó el pie hasta tocar con la punta del dedo gordo el asa de polipiel. Se estiró y consiguió enlazarlo en su tobillo. Con un movimiento de bailarina lo elevó y acabó cayendo sobre su pecho. Sonó algo pesado y recordó el bote de colonia que siempre llevaba consigo. Con la mano que no tenía atrapada empezó a buscar algo que la liberara. Sacó la pequeña botellita de perfume, tres horquillas, unas llaves y un pequeño monedero. Por un instante deseó haber visto toda la seria completa de Mac Gyver y recordar algún truco infalible en este tipo de situaciones. Pero no pudo; sus padres siempre la mandaban a dormir en cuanto empezaba el capítulo semanal.

Empezó a impacientarse y a hiperventilar. No podía seguir secuestrada bajo esa tonelada de grasa sudorosa ni un segundo más. No quería seguir en esa cama deshecha y deseaba olvidar aquella noche que apenas recordaba. Era algo visceral que le subía del estómago hasta la garganta. La respiración entrecortada le hizo sudar y, sin pensarlo, cogió con fuerza el bote de perfume. Por suerte, andaba todavía medio lleno y pesaba como dos paquetes de arroz integral. Alzó la mano y lo dejó caer en la cara de su compañero. Dos, tres, cuatro golpes bastaron para dejarlo inconsciente. Con el otro brazo y las piernas empujó su cuerpo pesado y al final consiguió apartarlo levemente. Inconsciente, el gordo era algo más que un peso muerto. Cuando, finalmente, consiguió arrastrar su brazo por debajo de las axilas blanquitas del gordo, salió de la cama. Tropezó con una botella de whisky y casi se tuerce el tobillo. Trastabilló con su otro zapato, recogió la falda, la blusa, las braguitas y se colgó el bolso del cuello. La idea de salir de esa casa era su único objetivo y, con las prisas, se olvidó de las braguitas que estaban tiradas en el pasillo a la cocina. Se fue medio vistiendo en el ascensor y llegó, por fin a la calle.

Llovía. El agua le mojó los cabellos y le acabo de descorrer el poco maquillaje que le quedaba. Empezó a caminar deprisa, los zapatos colgaban de sus dedos y sintió como el frío de los charcos le subía por las pantorrillas, como cuando, cada mañana, acababa su ducha con un chorro de agua fría. Pero hoy la ducha era más triste.

domingo, 27 de octubre de 2013

VALIDEZ


Mi transformación fue lenta pero constante. El día llegó casi sin darme cuenta. Él sigue buscando.

Mario y yo nos conocimos en una época convulsa para ambos. Y nuestras convulsiones coincidieron irremediablemente. Él acababa de salir de una operación a corazón abierto y sus padres se estaban separando. Yo, simplemente, vivía en una fantasía constante. Todavía me ensoñaba con mi último romance: un chico más joven que yo; algo inmaduro no solo en edad.

Mario y yo nos cruzamos en la sala de espera del cardiólogo. Yo acompañaba a mi tía, una mujer que siempre comía por el carrillo izquierdo y pelaba todas las frutas. Él leía una revista de motor a la que le faltaba la portada.; Sentada a su lado, su madre: una mujer de unos sesenta, con la mirada perdida y que usaba la coletilla “vale” cada tres frases. Repiqueteaba las uñas sobre las rodillas mientras tarareaba un viejo bolero.

Volvimos a coincidir en el bar del hospital y, tras el intercambio de unas sonrisas, un par de comentarios irónicos sobre el pastel de queso y dos cafés, nos dimos los números de teléfono. Dos cines, una cena, varios paseos y un fin de semana en la playa nos llevaron a compartir piso. Acostumbrarme a sus bostezos a media tarde fue fácil y a él le gustaba como freía los huevos: un poco requemados por los bordes. Solía llamar a su madre dos veces por semana. Mario me decía que le caía bien. Y eso le gustaba.

― Mi Mario te quiere mucho, ¿vale? ―decía muy seria antes de colgar.

Una tarde, mientras leía por tercera vez el catálogo de ropa a domicilio, él me soltó de repente:

―Te miro y, a veces, veo a mi madre. Te quiero como si fueras ella.

Me lo tomé como una demostración de su amor. Me quería como su madre. No pretendía substituir a su progenitora, ni mucho menos, pero esa muestra de afecto espontáneo me llegó al corazón. Le lancé un besó al aire que recogió y guardó en el bolsillo del pijama.

Una tarde llegó a casa con un bolso de mercadillo: de polipiel algo gastada y demasiadas tachuelas.

―Es un regalo de mi madre. No podrá venir a tu cumpleaños pero se acuerda de ti ―, y lo dejó encima de la cama, envuelto en papel de celofán. Me acostumbré a llevarlo los domingos que pasábamos tomando café y pastelillos de crema en casa de su madre. No quería que me vieran como una desagradecida.

Un día, al llegar del trabajo, me miré en el espejo y me di cuenta de que me habían salido un par de canas en la frente.

―Me gustan. No te tiñas ―me espetó de repente agarrándome por la cintura. Y me besó. Esa noche hicimos el amor dos veces. A partir de ese día decidió que no debía ir más al gimnasio y que cada vez le gustaban más y más mi cuerpo curvilíneo.

Él trabajaba en casa y yo volvía a media tarde, me tumbaba en el sofá o limpiaba el baño. Hicimos un par de viajes al extranjero y, unos meses más tarde, ya conseguía hacer el potaje que tanto le gustaba a Mario.

―Solo le falta un punto de sal, pero es casi tan bueno como el de mi casa ―me decía con sincero agradecimiento.

Un día me sorprendí en chándal y cantando boleros mientras limpiaba la cocina y él se volvió loco de pasión. Me revolcó por la alfombra y acabamos encima de la lavadora. Tanta pasión me tenía enganchada. Pero algo no me acababa de cuadrar. De los colores naranjas y rojos, mi ropero fue transformándose poco a poco a tonos más terrosos, marrones, grises y mucho negro. Ya no me peinaba y simplemente me recogía el pelo con un par de horquillas. Un año más tarde él empezó a hablar de hijos pero, de alguna forma, yo todavía no estaba preparada.

―A mi madre le encantaría ser abuela. Y yo ya tengo vista una sillita para la bici estupenda. Es muy resistente ―, me soltó una noche. No respondí. Ya había aprendido a no enzarzarme en conversaciones de este tipo. No es que me molestara, simplemente no me apetecía hablar del tema. Me tapé con la manta y repiqueteé las uñas sobre mis rodillas.

―Cariño, hay que bajar la basura, ¿vale? ―le pedí una noche de otoño. Mientras lo veía bajar las escaleras, me di cuenta. Así, de repente, como si hubieran encendido el botón de mi consciencia. Rebusqué en el altillo, me puse mi vestido de flores amarillas, me peiné la raya al lado, me puse los únicos zapatos de tacón que no había tirado y bajé a la calle. Cerré la puerta. No eché la llave.

Ese día empecé a ser yo misma otra vez. Ahora me tiño cada mes, escucho rock cada noche y nunca, nunca compro en mercadillos. Ah, y tengo una cosa clara: no quiero ser madre de nuevo.

 

domingo, 20 de octubre de 2013

LA LITERA


Los sábados por la mañana nuestra madre cogía el carrito de ruedas y cuadros escoceses y se iba al mercado a hacer la compra de la semana. Aunque en el barrio había un mercado municipal, decía que el pescado no estaba lo suficientemente fresco ni había suficientes paradas de verduras. Así que se enfundaba un abrigo de pana gorda de color azul, algo gastado; se cruzaba un pequeño bolso de mercadillo con muchas cremalleras y arrastraba el carrito escaleras abajo. Sabíamos que luego debía coger el metro y trasbordar de la línea azul a la roja.

―¿ A qué hora volverás? ―le preguntábamos sin mucho interés porque aún no conseguíamos descifrar el código de un reloj. Ella se acercaba al mueble del comedor, levantaba una mano y señalaba en el tercer estante.

―Cuando la aguja pequeña esté en el uno y la aguja grande en el seis ―, respondía. Entonces nos daba un beso en la mejilla. ―No contestéis si llaman al timbre y nunca abráis la puerta a nadie. Y, cuando vuelva, quiero verlo todo ordenado.

En aquella época nuestro padre tenía un segundo trabajo los fines de semana así que mi hermana y yo sabíamos que teníamos algo más de tres horas para jugar. Normalmente nos gustaba jugar a disfrazarnos con la ropa de nuestra madre, probarnos sus zapatos de tacón, las sandalias de tiras rojas o el batín de satén gris con florecitas amarillas que olía a su colonia. Pero un día, fue un día gris de lluvia chispeante, nos quedamos en la habitación. Mi hermana y yo dormíamos en unas literas de madera clara. Yo, que era la mayor, dormía por supuesto en la litera de arriba. Para subir debía descalzarme e ir por una escalera metálica pintada de amarillo clara de huevo. Sentir el frío del metal en mis pies no era nada comparado con doler cada escalón, punzantes como cactus, que se me clavaban en la delicada planta del pie de mis siete, ocho y nueve años. Para bajar, empecé a perfeccionar la técnica del salto.

―¿Jugamos a cabañas? ―le propuse a mi hermana pequeña.

―Vale. Pero luego jugamos con la Chavel y los Pin y Pon ―. Mi hermana y yo teníamos gustos muy diferentes en los juegos y, aunque no me gustaba jugar con muñecas de ningún tipo, acababa aceptando. De alguna forma, siempre he sido una niña obediente y las palabras de nuestro padre me resonaban cuando tenía algún pensamiento egoísta.

Entonces empezamos a imaginar. Estábamos en una selva africana, o mejor, en un bosque encantado. La habitación se llenó de lianas, troncos gruesos que se elevaban por encima de nuestras cabezas y ruidos misteriosos. Caminamos descalzas, claro, para sentir la arcilla mojada y las miles de hojas húmedas en nuestros pies. El suelo de nuestra habitación se llenó, entonces, de libretas, folios pintados y calcetines. Así, cansadas del viaje, nos alcanzó la noche y cerramos la luz de la habitación. Del cajón del armario sacamos una linterna de pilas y la encendimos para movernos mejor en ese bosque embrujado. La luz de la linterna era amarillenta, algo mortecina, pero nunca nos acordábamos de cambiarle las pilas. Sólo una vez al año cuando preparábamos la mochila para los campamentos de verano. Con una goma del pelo hicimos una cincha para colgar la linterna de una de las tablas del somier de la cama de arriba. Pasamos la sábana por entre el resto de tablillas y la dejamos caer del otro lado, como una cortina en nuestra ventana inventada. Una de las mantas (en esa época, las camas se hacían con tres o cuatro mantas muy finas y deshilachadas) la estiramos, metimos una parte por debajo de mi colchón y la dejamos caer por la parte central de la litera, por encima de la escalera metálica, como una puerta de tienda de campaña. Las dos almohadas se convirtieron en asientos de nuestra cabaña. Del bosque encantado saltamos a una isla desierta. Nuestra cabaña subió a lo alto de un gran árbol y las paredes eran las ramas más altas. Del tronco vacío caía una escalera de cuerda que usamos para llegar a las habitaciones. Y de un tronco más fino, hueco por dentro, el agua corría para lavarnos las caras dormidas y cocinar unas frutas desconocidas que sabían a chocolate con leche. Nos bautizamos las Robinsonas.  Entonces, el timbre sonó  unas cuatro veces. Nos asustamos.

―¿ Será el cartero? ―preguntó mi hermana mirándome con ojos abiertos, que en la oscuridad le brillaban como dos velitas de cumpleaños.

―No ―contesté― Es el barco del horizonte, un barco pirata. ¿No ves la bandera negra con la calavera y los huesos cruzados? Vamos, escondámonos. Que no nos vean ―.Entonces, la cogí de la mano, y la despeiné para que se olvidara del susto. Cerramos la manta-puerta y apagamos la linterna.

El timbre volvió a sonar. Tres veces. Insistente.

―¿Y si mamá se ha olvidado las llaves? No podrá entrar ―, mi hermana me miraba con preocupación, con esa mirada que siempre ponía cuando quería que yo tomara una decisión por ambas. Como cuando la regañaban y esperaba que la defendiera o como los domingos en casa del abuelo, quería que fuera yo la que pidiera levantarnos de la mesa e ir a jugar al patio.

―Quizás se ha dejado las llaves, sí. Y ahora está esperando que le abramos ―contesté no muy convencida―, pero nos ha dejado claro que no abriéramos a nadie. A nadie.

El timbre sonó de nuevo. Cuatro, cinco, seis estridentes veces.

Nos quedamos calladas, muy quietas, como las figuritas sorpresa del roscón de Reyes cuando te las encuentras debajo de un trozo de naranja escarchada. El miedo y la respiración entrecortada nos agotaron y acabamos abrazadas, una entre la otra, las almohadas en nuestras barrigas, y los pelos alborotados eran ortigas en un campo salvaje.

Cuando nuestra madre llegó, sudando y refunfuñando como siempre, encendió la luz de la habitación. Arrancó la manta que hacía de puerta y la tiró al suelo. Se quitó el abrigo y nos despertó tirándonos del pijama.

―Venga, niñas. Ya está bien de juegos. A ordenar la habitación. Y no salgáis hasta que esté todo limpio.

―Mamá ―empezó mi hermana tímida―, han llamado al timbre muchas veces y no hemos abierto.

―Sí, pensábamos que era el cartero pero no le hemos abierto ―respondí haciéndome la valiente.

Entonces, mi madre levantó la ceja derecha. Eso solo podía significar dos cosas: que nos iba a dar una lección de la vida, nos castigaría de por vida sin bollería los sábados, o podía significar que nos estaba a punto de revelar algo importante. Como cuando nos compraba de sorpresa alguna piruleta y la tenía escondida detrás de la espalda. Sentía la intriga en los hombros de mi hermana. Yo me esperaba lo peor pero la dejamos hablar.

―Era yo quien llamaba. Y habéis hecho lo que teníais que hacer: no abrir a nadie ―, bajó la ceja y sonrió socarrona. Recogió el abrigo y se fue a la cocina.

―Y limpiarlo todo ―, escuchamos que decía desde la cocina.

Mi hermana y yo nos miramos, levantamos los hombros y empezamos a reír. Las carcajadas se oían desde el quinto.

sábado, 21 de septiembre de 2013

LA ESCALERA



Después de tanto andar, por fin, llegas al tramo de la escalera. Levantas los ojos y un racimo infinito de peldaños te espera. No ves el final. ¿Acaso importa? Los que te has ido cruzando hasta el momento, se compadecen en silencio pero te dejan seguir. Ya estás allí y tu mochila es ligera. Las piernas no te pesan y la espalda por el momento se mantiene  vertical. Así que decides dar el primer paso. Subes un peldaño, y otro, y otro más.

Te lo tomas con calma, inspiras y exhalas  varias veces, lentamente. Acordarte de la canción de tu infancia te ayuda en la escalada: atempera tu respiración y los pies se mueven al ritmo.

El sol se alza y se esconde entre una bruma semi transparente. Parece que ambos juegan a perseguirse. Es precioso. Pero los escalones continúan ahí, te invitan a seguir. Y así lo haces.

Una mañana te cruzas con dos viejos que esperan. Te miran y levantan la barbilla a modo de saludo. Sus ojos transmiten cansancio y sus dedos se agarran con fuerza. Parecen frágiles espigas agarradas con fuerza en el aire. Tienes una extraña sensación de serenidad que te recorre el espinazo desde las pantorrillas. No te atreves a preguntarles si contemplan el paisaje o han desistido en su misión. Sigues tu camino.

Varias noches te sorprenden y los días te embrujan. Poco a poco tu mente se acostumbra al camino: árido y aburrido a ratos. Te cantas, te reís, en ocasiones brincas o aprietas el paso. Empiezas a contar los peldaños pero al llegar a mil novecientos setenta y ocho decides parar.

Un día te cruzas con dos amigas de la infancia; otro, con una vecina. Meses más tarde, te alcanza un viejo amigo.

―Te he visto desde lejos y he apretado el paso para saludarte ―te cuenta mientras compartía algo de comer.

Decidís andar juntos un tiempo, recordáis vuestras fiestas de juventud, o las noches de sexo sin compromiso. Pero, unas semanas más tarde, él decide quedarse a contemplar el sol. Tú sigues tu viaje.

Otros te acompañan en tu ascensión. Cada uno a su ritmo, como un baile solitario. Hay quien se esfuerza en apretar el paso y acaba por ahogarse. Muchos se detienen e intentan rehacer sus pasos. Es inútil.Otros se liberan poco a poco de objetos inútiles. Han sobrecargado su mochila y  les pesa. Te apiadas de ellos y  les ofreces tu mano para seguir. Muchos la desprecian, quizás por orgullo o afán de superación.

Solo uno te responde. Es un tipo algo más alto que tú, el pelo y las barbas largas, muy negras, parece que quisiera esconder su mirada. Te recuerda un gato triste. No lleva mochila, tan solo una funda de algodón a la espalda. Parece un estuche musical.

―Es mi clarinete ― dice.

―Parece algo importante ―te interesas. En tu bolsa apenas llevas un cuaderno y tres lápices.

―Lo es. Allá arriba daré mi mejor concierto.

Te enterneces al imaginar a ese tipo en la cumbre, abriendo lentamente la cremallera de su estuche, sacando el instrumento poco a poco y limpiando la boquilla. Todos esperando a que empiece. Miles de ojos pendientes de su inesperado concierto. Seguro que su canción empezaría lenta, algo triste, pensaste. Quizás se animaría después, con un trino de agudos y ritmos tangueros. Lo que te tiene realmente impresionada y a la vez curiosa es cómo lo haría. Es un hombre con ocho dedos: cinco en una mano y tres en la otra. No crees que eche en falta los dos que le faltan porque en ningún momento hace el amago de esconder su mano izquierda. Como no se presenta decides bautizarlo C.

C. y tú decidís, de algún modo, subir juntos un trecho. A veces os miráis y os sonreís para daros ánimos. No habláis mucho. Vuestro respirar parece haberse acompasado y te sientes cómoda a ese ritmo. C. te cae bien desde el primer minuto. Parece un hombre con las ideas claras. No es guapo pero algo en sus ojos irradia un brillo honesto, como cuando el sol se despereza tras las montañas de tu hogar. A veces te señala una nube con forma de lirio. Otras, se pone a bailar. Así de repente. Y tú te ríes.

Un día os sorprende una marea de gente que baja. O al menos lo intenta. Mueven los pies, corren y saltan como si quisieran bajar por una escalera mecánica que sube. No pueden pero se esfuerzan. Cientos de personas os cruzan con prisas, algunos se atropellan y decidís apartaros del camino. Una chica de pelo largo y ojos azul cristalino empuja a C. y éste cae al suelo. Como una pelota de tenis en la arena. Le alargas la mano y C. la rechaza. Tiene la cabeza gacha y oyes que empieza a sollozar. Tras varias jornadas de camino le has cogido cariño y te arrodillas a su altura.

― ¿Te has herido?

―Me duelen las cosas ―responde entrecortado. Esconde los ojos tras el flequillo y sus hombros se bambolean.

―No te conozco a penas, pero siento como si ese empujón te hubiera dinamitado algún cimiento ―, le respondes con sincera preocupación.

―La chica que corría hacia abajo. La que me empujó... Hace un tiempo me amaba, dijo que me quería. Dijo que era el hombre de su vida ―. Se mira las uñas, parece buscar un universo entre el espacio de sus tres dedos solitarios.― Ni siquiera me ha visto ― explica con dificultad. Se traga sus lágrimas y rompe a llorar.

―Entiendo ―le dices. Decides sentarte a su lado. No hay más opción: responder sería inútil. Le acompañas en ese momento, a veces le aprietas el hombro o simplemente esperas a su lado.

Pasáis tres días en ese lugar. C. sigue triste pero ya no llora tan a menudo. Sus ojos se esconden  tras una tela gris que no se ve pero que ensombrece al mirarlos. Lo notas. Piensas que C. no se moverá de ese lugar en mucho tiempo. Te apena verlo tirado en el suelo. Duerme mucho y cuando despierta, está como ausente. Pruebas a hablarle de ti. Le cuentas que hace unos meses, te encontraste con un antiguo amor. Él también subía. Una bella mujer y tres niños le acompañaban en la ascensión. Iban lentos, al ritmo del pequeño. Os saludasteis e intercambiasteis viejas anécdotas. Pero no podías quedarte con ellos. Debías seguir tu camino. Y así lo hiciste.

―Al despedirnos, sentí como si mil agujitas se clavaran en el espacio que queda entre los pulmones y el corazón.

C. te mira y asiente.

―Pero él ha rehecho su vida y yo también. Nuestro amor fue y lo llevo siempre dentro. A veces es lo que me ayuda a seguir subiendo ―.Te sinceras―Pero no es lo único que me motiva. Si ahora sigo es por mí. Ni por él, ni por ti, ni por nadie. El amor está en mí. Por eso sigo subiendo.

C. menea la cabeza de derecha a izquierda. Está claro que no comparte tus ideas y vuelve a llorar.

Tres días más tarde, te levantas. Le das un beso en la frente y recoges tu mochila.

―Me encantaría escucharte en tu última canción ― te despides y continuas tu camino.

Curiosamente a  cada paso te sientes más ligera. Sigues andando. No importa el destino.
 

viernes, 13 de septiembre de 2013

VOLVER A EMPEZAR


Aún con los ojos cerrados siento una punzada en la ceja derecha. Intento abrirlos pero una luz blanca me ciega. Mi cabeza está abotardada. No oigo nada. Tan solo el zumbido de la electricidad corriendo por algún cable. Me vuelvo a dormir.

Vuelvo en mí y no sé cuánto tiempo ha pasado. Ya no me siento pesada y puedo mover las pestañas sin dolor. Me incorporo en un camastro de colchón fino. ¿Estoy en un camarote? No siento oleaje ni vaivén. A mi izquierda hay una litera y delante un armario sin puertas. Noto los pantalones mojados. Quizás me he meado mientras dormía. Salgo y me encuentro con varias mesas de picnic de madera, bajo unos árboles frondosos. Los cubiertos están puestos. También los platos y los vasos. Todo es de plástico. De ese más resistente. Duro. No recuerdo como he llegado hasta este lugar, ni qué estoy haciendo en esta especie de campamento para adultos.

Hay más personas, algunas ya están sentadas esperando la comida. Otras deambulan sin rumbo fijo. Unas pocas están sentadas sobre una gran roca y fuman compulsivamente. Ninguna sonríe. De repente, nos llaman y todos formamos una fila de a tres. Me uno al grupo. El temor a ser diferente es más fuerte que mi desconcierto. Supongo que son los mecanismos de supervivencia.

Nos llevan a una especie de atracción de feria. Cada dos subimos a una especie de coche de tracción, sin ruedas. Va a raíles y está a ras de suelo. Me cuesta encajar las piernas y las rodillas me tocan la barbilla. Todo se pone en marcha y nos echan agua a la cara. Unas  ráfagas de luz blanca y amarilla me impiden ver el recorrido. Al terminar, ya tenemos preparadas las ropas nuevas. Me siento bien con las bragas limpias. Pero necesito ir al baño.

Los baños son enormes, como los de un camping internacional. Hay dos puertas de entrada y una de salida. Las paredes están alicatadas con piezas blancas. Una señalética me indica que las duchas están separadas para hombres y mujeres. Los inodoros, no. Están a la vista, en medio de la estancia. Hay, eso sí, que subir un par de escalones para sentarse. Me siento y parece que estoy en un trono.  Las gentes me miran y algunos me hacen muecas. Dos o tres me sacan la lengua de forma lasciva. Solo hay un chico, uno alto y medio rubio que me sonríe forzado. Me sorprende y pienso que quizás también él se siente acorralado.

No me gusta este lugar. Quiero volver a mi casa. ¿Pero dónde está mi hogar? No lo recuerdo. Solo recuerdo un césped verde y una brisa que me despeina. Algo me dice que tengo que huir. ¿Estoy en un manicomio? ¿Es un campo de concentración? No quiero ni puedo pensar en los por qué. Solo tengo una misión: escapar cuanto antes de este extraño lugar.

Por la noche oigo ruidos en el camarote de al lado. Entreabro la puerta y veo como el vecino se está follando a una japonesa. Antes lo he visto con otra mujer más joven. Parecía su esposa. La japonesa gime muy fuerte. Parece que se queja pero no entiendo el japonés. Tengo miedo y, esa noche, me cuesta coger el sueño.

La alarma del desayuno me despierta de golpe. De camino a la zona de picnic, me cruzo con el rubio y le sonrío. Intento decirle con la mirada que esto no me gusta, que me voy. Hoy mismo. Espero que me haya entendido porque sus ojos también claman algo de libertad. Aprieto el paso hacia los baños. Los paso y sigo por el camino de grava. Un grupo de unas seis personas se cruzan en dirección contraria. Yo sigo por el camino bosqueado. Al poco descubro que hay dos que me siguen y miran a los lados con miedo.  Uno es un tipo gordo y parece que le cuesta apretar el paso. Me pregunto si llegado el momento podrá echar a correr. Lo dudo. El otro es el tipo alto y rubio. A pesar de la distancia que nos separa consigo ver una etiqueta en su camisa: “A. Propita”. El apellido me suena a rumano. Así que decido bautizarlo Alex.

El gordo, Alex y yo nos hemos juntado y bajamos el camino que ahora hace pendiente. Llegamos a un cruce con una carretera asfaltada. Al otro lado de la carretera un grupo de vigilantes bebe y fuma despreocupados.

―¡Eh! ¡Alto ahí! No pueden pasar la línea roja ―grita uno al vernos bajar por el camino.

El gordo y yo bajamos la mirada a la vez. Efectivamente, en el suelo, hay pintada una línea roja de unos cuatro dedos de ancho. Al final está la frase “Línea roja”. Supongo que a los daltónicos les va bien el mensaje escrito.

Los vigilantes se levantan. El gordo se asusta y hace el amago de escapar, se tropieza y cae. Mis sospechas se confirman. Tres de los vigilantes lo agarran con fuerza y le llevan las manos a la espalda. El cuarto vigilante nos ve avanzar y saltar la línea roja. Alex y yo apretamos el paso y bajamos la carretera asfaltada. Pasan tres coches y varios ciclistas. Estamos a la vista por lo que el vigilante que nos sigue debe disimular. Ahora entiendo que, de algún modo, nos tenían escondidos.

―Por aquí ―me indica Alex y nos metemos en un túnel. A la entrada del túnel  hay una maleta abierta. Cojo un par de relojes de pulsera y cinco billetes. Le lanzo un reloj a Alex y éste lo recoge con elegancia. Se lo pone y me señala una motocicleta.

―No nos da tiempo. Sigamos corriendo ―me dice.

Al entrar, las luces del túnel se apagan. Me giro y en la boca veo al vigilante que se monta en la motocicleta. Parece que le cuesta arrancarla y eso nos da cierta ventaja.

A lo lejos veo un polígono y humo que sale de dos chimeneas gigantes. La civilización, suspiro.  Alex señala.

―La estación ― grito y empiezo a reír. Alex asiente y me sonríe de nuevo. Ahora me doy cuenta del brillo de sus pupilas azules. Y del hoyuelo que se le forma en la barbilla al sonreír. Me gusta.

Vemos el ascensor que está a punto de llegar. A lo lejos, oigo el motor de la moto que ruge con dificultad pero que consigue avanzar.

Alex me coge de la mano y entramos en el ascensor circular. Es como las puertas giratorias de esos viejos hoteles de antaño pero sin salida directa. En el ascensor circular solo caben siete personas. Alex y yo conseguimos entrar los últimos. Las puertas se cierran y nos apretamos con el resto de pasajeros. El olor a sudor y agrio es muy fuerte. No recordaba que estábamos en verano. Pero me alegro que de alguna forma hayamos ganado ventaja al vigilante que nos persigue con la motocicleta.

El ascensor circular, que se parece a un teleférico, baja dando vueltas sobre sí mismo y llegamos, por fin, al andén principal. Controlo el mareo mirando fijamente el reloj de Alex en su muñeca.

El andén está lleno de gentes y eso me alivia. Alex me indica con la mirada que mire detrás de nosotros.

―Mierda, la moto ―. Está aparcada en la entrada. Busco pero no veo al vigilante. No verlo pero saber que nos está buscando, de alguna forma, me asusta todavía más.

El tren estaciona en la vía cinco. Alex me coge de la mano y saltamos a la vía. Es más rápido que correr por el paso subterráneo. La vía está llena de piedras medianas que me hacen tropezar. Alex, al tener las piernas más largas, llega antes al andén. Sube y se gira. Yo me tropiezo. El vigilante parece que nos ha encontrado porque Alex me pide que corra, que el vigilante está cerca. Las piernas me pesan y me cuesta subir al andén. Alex alarga la mano y me sube con fuerza. Yo lo miro, le sonrío y le doy un beso. En los labios. Me lo devuelve.

El pitido de salida del tren nos devuelve  al momento y, de un salto, nos metemos en el último vagón. Vemos el vigilante que entra en el andén. Camina muy rápido, se acerca al vagón. Al tercer pitido, las puertas del tren se cierran con un golpe seco. El vigilante se ha quedado fuera. Podemos ver sus muelas maldiciéndonos y la rabia en la comisura de sus labios, babeando. El tren arranca con nosotros dentro.

Respiro hondo. Alex me aparta un mechón de pelo y le sonrío. Con las uñas, yo le arranco la etiqueta de la camisa.

domingo, 1 de septiembre de 2013

HAMBRE Y JUEGO



Hay ocasiones en las que me sorprendo en un punto fijo. El mundo desaparece a mi alrededor y bailo con el viento. Me quito la ropa. Toda. No importan los gritos, ni la lluvia. No importa el sofoco ni el hambre, el llanto o la risa. Solo me fijo en ese hilo que nos une cuando bailamos. Así, lentamente. Como si masticáramos el mismo sol.

domingo, 18 de agosto de 2013

LECCIONES


Llegado el momento en que le mires a los ojos y no sientas compasión, será una buena decisión el plantearse perder a tu amigo. Empieza por distanciar el contacto. Toma tú primero la iniciativa. No dejes que se te adelante o te dolerá más. Llama solo una vez a la semana y luego ve distanciando tus comunicaciones: cada quince días y luego una vez al mes. Si es él quien te llama, deja que el teléfono suene y no descuelgues. Tu orgullo es superior al suyo. Responde tres días más tarde y excúsate por tu gran vida interior. Él seguirá invitándote a cenas aburridas, o a fiestas de cumpleaños, seguirá insistiendo para ir al cine o pasear en tardes de otoño. Accede dos o tres veces pero plantéatelo como un mero trámite en tu estrategia. Si el enemigo se cansa la batalla estará ganada. Cuando te cuente que la novia lo dejó o que su madre está enferma asiente levemente, tócate la barbilla simulando interés pero cambia de tema en cuanto tengas ocasión. Habla de tus conquistas, expláyate con tu nuevo trabajo y cuéntale cada insignificante cosa que hagas por las tardes. Si te pide prestado un libro o te pregunta si le puedes dejar una corbata dile que no. Sin explicaciones. No dejes que vaya a tu casa y nunca, nunca, paséis unas vacaciones juntos. Compartir más de dos horas de confesiones podría arruinar tu imagen de persona autosuficiente. No vayas a su boda y olvida su cumpleaños. Recuerda que al cabo de unos meses, un año a lo sumo, ese gran amigo se convertirá en un conocido más. Un día os cruzaréis por la calle y simplemente os saludaréis con un  leve movimiento de cabeza. Sigue caminando, no mires atrás y felicítate por el éxito conseguido.
 
 
 

sábado, 10 de agosto de 2013

TIZAS Y CANICAS



Una mañana, mamá me dio un beso rápido en la mejilla y me metió el batido de chocolate en la bolsita de tela.

―Te vendrá a buscar Julieta, que hoy tengo mucho trabajo, cariño. Cuando llegue a casa te contaré un cuento; el que tú quieras ―se despidió mi madre en la puerta de la escuela.

La señorita  nos dio una ficha del número tres para colorear y luego hicimos barquitos con pasta de modelar. Susana hizo una barcaza, era enorme. Susana siempre era la mejor moldeando y la señorita siempre le decía lo bien que lo hacía. Susana y yo somos amigos desde la guardería. Nuestras madres se hicieron amigas en el parque y siempre celebramos los cumpleaños juntos. Ella sopla mis velas y yo soplo las suyas. Me gusta mucho el pelo de Susana. Es de color naranja y su madre siempre le peina una coleta muy alta. Me gusta jugar con Susana: ella siempre quiere hacer de profe y yo la dejo. El otro día vino con un peluche nuevo: era amarillo y tenía una flor en el cuello. Cuando llegó a clase se lo enseñó a todos: a María, a Marco, a Pepe…Me dejó cogerlo y lanzarlo al aire.

El timbre sonó, Susana me cogió de la mano y los dos corrimos hacia el patio. Ese día olía a yogur de fresa. Cerré los ojos y me dejé llevar.

―Mira ― y abrió la mano delante de mis ojos. Era la canica más grande y más azul que había visto nunca. Mi madre no me compraba nunca canicas y las que tenía las había ganado en las horas del recreo del último curso. Alargué mis dedos para tocarla pero Susana cerró la mano de repente. Le miré a los ojos y le supliqué con la mirada que me la dejara tocar. A veces Susana podía ser muy misteriosa. Y eso me encantaba.

―Cuidado, que se puede perder. Marco nos está mirando y no quiero que la vea ―susurró  mientras se escondía esa bolita de cristal en el bolsillo del baby.

Entonces me dio un beso en la mejilla y dijo  “vamos a la fuente”. Me quedé quieto y las orejas se me pusieron rojas rojas. Creo que la cara también se me puso colorada, como cuando el año pasado tuve paperas y mi madre me ató una bufanda en la cara. Susana nunca me había dado un beso en la mejilla. Llevaba tres semanas soñando que yo le daba un beso a ella. Esos días había vuelto a mojar la cama. A mamá no le gusta que a mi edad me siga haciendo pis en la cama. Me acordé y me toqué los pantalones.

Cuando llegamos a la fuente, nos mojamos las manos, la cara y nos hinchamos las mejillas con agua para explotarlas, luego, con las palmas de la mano. Hacía tres días que nos gustaba jugar a hacer fuentes con la boca para ver quien llegaba más lejos. Ella siempre me ganaba. Sus mofletes se llenaban totalmente de agua y parecía que se le iban a salir los ojos. Me gustaba ver que las pecas se hacían un poco más grandes y eso me hacía reír.

Escupió el agua, se secó los labios con la manga y se fue gritando como una sirena. Corría alrededor de Marshila tocándole la barriga y tirándole de las trenzas. Pobre Marshila. Hacía poco que había llegado al colegio, aún no entendía cuando la señorita le preguntaba y nadie quería jugar con ella. Mi madre me decía que me acercara yo, que le preguntara de donde venía. Pero me daba mucha vergüenza.” ¿Y si me decía que no con la cabeza?”

Yo quería seguir con el juego de la fuente y bajé la cabeza. “¿Por qué no quiere seguir jugando conmigo?” Me metí las manos en los bolsillos y saqué una tiza de color rojo. Me senté el suelo y empecé a dibujar sobre las baldosas grises. Quería hacerle un regalo especial a Susana. Dibujaría un corazón rojo y pondría nuestras letras dentro. S y M. “Seguro que le gusta y me da otro beso.” La profe dice que dibujo muy bien.

Apreté con fuerza y la tiza se rompió en tres pedazos. Marco me estaba mirando y empezó a reírse. Me señalaba y se reía. “Odio a Marco. Siempre se está riendo de todo el mundo”. Apreté uno de los trocitos con la yema del dedo y ésta se deshizo hasta convertirse en un polvito, como de azúcar. “Seguro que Marco se ríe de mi medio corazón en el suelo. No quiero que lo vea”. Sin levantar la cabeza y todavía de rodillas, empecé a llorar. Mis lágrimas se mezclaban con el polvo rojo en el suelo. Susana se había olvidado de Marshila y estaba en el columpio de cocodrilo. Es nuestro favorito. La miré balanceándose; adelante, atrás, adelante, atrás.

Restregué la pinturita con la mano y el dibujo se quedó borroso. Me levanté. Corrí escondiéndome la cara con las manos y me escondí debajo del tobogán.

Cuando el timbre volvió a sonar yo seguía escondido. Me cogí las rodillas con las manos y escondí la cara en medio. Por la rendija del suelo vi muchos pies que corrían camino de la clase. También vi a Lorenzo, que se tropezó y cayó sobre la gravilla. Lorenzo siempre se está cayendo y su madre le ha puesto unos zapatos muy grandes y feos.

No quería volver a clase para que Marco se riera de mi otra vez. Seguro que se lo había contado a Susana y le había enseñado mi medio corazón borroso. En el último timbrazo vi una mano que se asomaba por debajo del tobogán. No podía ser la mano de la señorita porque tenía las uñas un poco largas y de color rosa. Bajé la cabeza y la saqué un poco. El sol me picó en los ojos y me tapé con la mano. La mano seguí ahí y me indicaba que saliera. Poco a poco, me arrastré y conseguí salir de debajo del tobogán. Y ahí estaba Marshila. Estaba muy quieta, de pie y las trenzas negras le caían por encima de los hombros. Me alargó la mano y me ayudó a salir. Me sonrió y yo le dije gracias muy bajito. Entonces sentí que las mejillas me ardían y bajé los ojos al suelo. Empecé a restregar la punta de mis zapatillas haciendo pequeños círculos en la arena. “¿Qué le podía decir a Marshilla si no me entendía?

Ella me miró con unos ojos muy grandes y metió su mano en el bolsillo de su chaqueta. Todavía no tenía un baby y siempre traía una chaquetita de lana. Sacó la mano y la abrió. En la palma de su mano había una tiza de color amarillo. Parecía nueva porque era muy grande. Y estaba muy lisa. Alargó el brazo y me la puso delante de la nariz. Me dio cosquillas y me empecé a reír. Marshila también empezó a reír. Cogí la tiza y me la guardé en el bolsillo del pantalón. La escondí muy al fondo para que ni Susana ni Marco la vieran al entrar a clase. Entonces Marshila me cogió de la mano y corrimos hacia la clase. Ya era tarde.

Al entrar en la clase, estaban todos ya sentados en las sillas y la señorita estaba a punto de explicar un cuento. Me acordé del cuento que mamá me explicaría por la noche. Yo también le contaría que hoy he hecho algo nuevo.
 
 

jueves, 1 de agosto de 2013

NUEVOS RECUERDOS



Voy a contar mi historia. Aunque no me acuerdo de muchas cosas. Y precisamente por eso prefiero sentarme y recopilar todo lo que en los últimos meses he oído, me han contado o he inferido de viejas fotografías.

No pretendo reconstruir mi vida; eso sería algo imposible dado el inevitable paso del tiempo cronológico. No podemos volver a construir algo que ya está construido. Deberíamos demolerlo para, con las piezas resultantes, volver a montar de una forma más creativa. No, eso es imposible. Tengo más una necesidad de interpretar esa vida, como un sueño que, al despertar, queremos recordar a toda costa. Pero que cuando más nos esforzamos en recordar más se desvanece en nuestra cabeza. Como un jabón que resbala irremediablemente entre nuestros dedos.

Así es como me sentía, como esa pastilla de jabón que se va resbalando y, al mismo tiempo, como esos dedos que no pueden retenerla. Es una imagen graciosa y patética a la vez. Graciosa, precisamente, por lo patética.

Cuando desperté en la cama del hospital, el médico me dijo que había tenido una conmoción cerebral y que me sentiría algo extrañado durante un tiempo. Que la pérdida de memoria era un síntoma habitual en este tipo de accidentes. “Este tipo de accidentes”. Aquellas palabras me sonaban como si fueran una canción conocida por todos pero sobre la que yo no había tenido noticia nunca antes. Como si perder la memoria en un accidente fuera algo tan habitual que la gente ya ni habla sobre ello. Se sobreentiende. Así decidí sobreentender todas y cada una de las cosas que a partir de entonces se sucederían. Aunque no las entendiera.

La que decían era mi mujer solo vino una vez a verme. Era una mujer menuda, con los cabellos cortos y pantalones parcheados, como si doscientas treinta y tres ratas los hubieran estado royendo con sus diminutos dientes afilados. Tenía un aire melancólico. Los ojos se le quedaban medio cerrados y siempre miraba al suelo. No, melancólicos no eran. Eran tristes, unos ojos tristes. Verla por primera vez, de nuevo, me entristeció también. Pero suspiré por dentro y me dije que quizás sí, que quizás mi mujer era una mujer triste y yo era un marido triste. Más tarde me enteré de que yo no era un tipo triste. De hecho no tenía trabajo pero siempre estaba muy activo. Nunca estaba en casa.

―¿Te alegras de verme vivo? ―le pregunté  el día que vino a verme al hospital. Era una pregunta sencilla y compleja al mismo tiempo. Para mí y, supongo que también, para ella.

―Sí,… bueno…―titubeó y bajó la mirada.

Entonces alargué mi mano izquierda para tocar la suya. Una enfermera me había dicho que el olfato y el tacto eran los sentidos que mejor ayudan a recuperar la memoria perdida en el fondo del inconsciente. Entonces yo me imaginé dos grandes imanes en forma de U situados dentro de mi nariz o debajo de la palma de mis manos, pendientes de conectar cualquier sensación olfativa o táctil con viejos recuerdos perdidos.

Cuando mis dedos tocaron los suyos ella apartó la mano con rapidez. De golpe. Luego las juntó y entrelazó los dedos. El imán no funcionaba. Tuve la extraña sensación entonces de que, de alguna forma, ella me tenía miedo.

La que sí venía a verme cada día a todas horas, era una señora de unos cincuenta. Era algo más grande que yo. Y no digo alta ni gorda. Digo grande. Porque así la veía tumbado en la cama. Su cabeza era grande y llevaba un peinado crepado que agrandaba aún más su cabeza. Sus manos eran más grandes que las mías y de cada dedo asomaba un gigantesco anillo dorado. A decir verdad, esa mujer me intimidaba. Dijo que era mi hermana. Hablaba muy rápido y conseguí entender que hacía muchos años que había dejado de hablarme tras varias discusiones y que no había vuelto a mi casa por ciertas discrepancias. Pero que al enterarse de mi accidente una ola de arrepentimiento le azotó por dentro, como un huracán inesperado que te coge por sorpresa, te eleva por el aire y que no puedes controlar.

―Te he traído varias fotografías a ver si te ayudan a recordar ―dijo la que decía ser mi hermana. No tenía mucha esperanza en que eso funcionara pero la dejé hacer. Para ser más preciso debería decir que la dejé hablar.

Entonces de su gran bolso sacó varias fotografías. La gran mayoría eran fotografías en blanco y negro. Me contó que eran imágenes de nuestra infancia. En ellas salían nuestros padres, abuelos, tíos y primos. Eran escenas en el campo, en ríos o playas, en salones navideños e incluso una dentro de una furgoneta grasienta. Ninguna de ellas me evocaba ningún recuerdo. De hecho, al verlas no me interesaron lo más mínimo ni las personas que en ellas salían ni las historias que había detrás de ellas. Es curioso pero las personas nos pasamos la vida intentando recoger la mayor cantidad de recuerdos en imágenes fijas, como si fuera la única forma de detener el tiempo en nuestra memoria. Pero, en realidad, lo que recogemos son las historias que hay detrás de esas imágenes. Las anécdotas que se recuerdan y que conforman el catálogo de historia familiar. Y yo no tenía ningún catálogo de recuerdos ni anécdotas al que echar mano. Esas fotos no me decían nada.

Solo una de las fotografías me llamó la atención. No era tan vieja como las anteriores. Se trataba de una imagen a color, pero era un color amarillento, tibio. Como si le hubieran puesto algún filtro o mosquitera delante.

―¿Quién es este hombre? Parece joven. Se le ve feliz. Y la mujer que hay al lado también parece feliz. Los dos sonríen ampliamente ―pregunté con sincera curiosidad.

―Es la foto de tu boda. Hace más de quince años. Estos sois tú y Soledad ―contestó entornando la mirada hacia el suelo.―Esa fue vuestra mejor época ―carraspeó un par de veces―. Después… Soledad se fue apagando poco a poco.

―Ya veo ―. Fue lo único que pude contestar. Algo se me clavó en el pecho muy fuerte y empezó a empujar. Como un torniquete que va apretando poco a poco a cada nueva vuelta.

A partir de ese día (y estuve varios más en el hospital) me pasaba los días mirando por la ventana. Pensaba en Soledad. Me preguntaba si esa mujer que me había retirado la mano de repente alguna vez había llegado a ser de verdad la mujer tan bella y sonriente que había visto en aquella fotografía. Pensaba en las palabras de mi hermana y me preguntaba qué había hecho para que Soledad se hubiera apagado, así de pronto. O quizás no fuera de pronto sino lentamente, tan disimuladamente que el día a día no permitió que me diera cuenta de que se iba marchitando. Cuando las enfermeras se marchaban y mi hermana había bajado a comer algo a la cafetería, me sentía extrañamente culpable. Tenía que recuperar algo que, en ese momento, tampoco sentía mío, pero que anhelaba profundamente.

El día que el médico me mandó a casa mi mujer no me esperaba. Y debería decir llegar, y no volver, porque no tenía la imagen de haber estado allí nunca antes. La casa se me antojaba algo vieja y desanimada. Me aposenté en un butacón orejero y éste me abrazó con los apoyabrazos para no dejarme ir.

A los quince minutos me levanté con cierta dificultad (todavía me sentía débil y la cabeza me dolía de tanto en tanto) y vagué por la casa. Descubriéndola por primera vez como un niño que entra en una nueva tienda de juguetes e inspecciona todas y cada una de las estanterías. Me dirigí al dormitorio. Al entrar vi una gran cama de matrimonio, una cómoda con espejo en una pared lateral y un gran armario empotrado. Abrí las dos puertas del armario y me encontré con dos partes bien diferenciadas. La derecha debía ser mi parte: pantalones, chaquetas de pana, algún abrigo y dos o tres corbatas. En el suelo había cinco pares de zapatos. A la izquierda había varias blusas colgadas de perchas metálicas. Todas ellas eran la misma blusa repetida varias veces, con el mismo cuello y los mismos botones. Había unas cuatro faldas largas y dos pares de zapatos sin tacón. Ver esa ropa que me resultaba impersonal, me empequeñeció la garganta y, por un segundo, dejé de respirar. Era todo tan triste y desolador.

Bajé la mirada y, de repente, detrás de mis desconocidos zapatos descubrí dos botellas de whisky. Cogí una de las botellas. Estaba medio vacía. Pensé que quizás Soledad se sentía vacía como esa botella de whisky: ebria y turbia. Sin etiqueta. Una amargura me empezó a subir por el esófago y me llegó a la lengua un sabor a agrio y una rabia mezclada con llanto descontrolado. Cogí las dos botellas y las vacié en el inodoro. Las tiré de inmediato a la basura.

Entonces me quité el pijama y me vestí con unos pantalones de pana. Encontré varias monedas en un bote de cristal encima del frigorífico y salí a la calle. No sabía a dónde me dirigía. Mis pasos me llevaban pero no sabía hacia dónde. Me sentía furioso. Furioso por esas faldas largas tan anodinas, por esas paredes desconchadas que no sentía mías y por la manta parcheada del viejo butacón que me había raspado la piel. Pero por encima de todo me sentía furioso por esas botellas de alcohol que me abofetearon de golpe en el estómago. Como si hubiera descubierto un viejo tesoro, un tesoro que todos ocultan celosamente. Pero en esta ocasión no era un tesoro dorado. Se trataba de un recuerdo doloroso, que me rasgaba las entrañas.

Me senté en un banco de la calle y empecé a llorar. No podía creerme que esa fuera mi vida. No podía creerme que esa fuera la rutina que me esperaba a partir de ahora. No quería que aquella que decía ser mi esposa siguiera con la mirada baja. No podía soportar que me hubiera retirado la mano. Deseaba reencontrarme con aquella chica joven de la foto, sonriente y feliz. Y con aquel chico alto, que transmitía cierta esperanza. Ese era yo. Yo, hacía quince años. Deseaba sentirme como aquel muchacho de la fotografía. No lo recordaba pero deseaba ser él.

Por delante del banco en el que estaba sentado pasó una madre con un niño de unos cinco años. Lamía un helado de vainilla y tenía toda la cara devorada por la crema. Se reía muy fuerte y señalaba ensimismado las farolas, las palomas, una lagartija que se escondía bajo un coche y los colores de las baldosas. Está construyendo sus futuros recuerdos, pensé. Suspiré y sentí nostalgia de algo desconocido. Entonces me levanté, di media vuelta y me encontré con el escaparate de una gran floristería.

Entré y compré tres rosas rojas. Por algo debía empezar.