sábado, 21 de septiembre de 2013

LA ESCALERA



Después de tanto andar, por fin, llegas al tramo de la escalera. Levantas los ojos y un racimo infinito de peldaños te espera. No ves el final. ¿Acaso importa? Los que te has ido cruzando hasta el momento, se compadecen en silencio pero te dejan seguir. Ya estás allí y tu mochila es ligera. Las piernas no te pesan y la espalda por el momento se mantiene  vertical. Así que decides dar el primer paso. Subes un peldaño, y otro, y otro más.

Te lo tomas con calma, inspiras y exhalas  varias veces, lentamente. Acordarte de la canción de tu infancia te ayuda en la escalada: atempera tu respiración y los pies se mueven al ritmo.

El sol se alza y se esconde entre una bruma semi transparente. Parece que ambos juegan a perseguirse. Es precioso. Pero los escalones continúan ahí, te invitan a seguir. Y así lo haces.

Una mañana te cruzas con dos viejos que esperan. Te miran y levantan la barbilla a modo de saludo. Sus ojos transmiten cansancio y sus dedos se agarran con fuerza. Parecen frágiles espigas agarradas con fuerza en el aire. Tienes una extraña sensación de serenidad que te recorre el espinazo desde las pantorrillas. No te atreves a preguntarles si contemplan el paisaje o han desistido en su misión. Sigues tu camino.

Varias noches te sorprenden y los días te embrujan. Poco a poco tu mente se acostumbra al camino: árido y aburrido a ratos. Te cantas, te reís, en ocasiones brincas o aprietas el paso. Empiezas a contar los peldaños pero al llegar a mil novecientos setenta y ocho decides parar.

Un día te cruzas con dos amigas de la infancia; otro, con una vecina. Meses más tarde, te alcanza un viejo amigo.

―Te he visto desde lejos y he apretado el paso para saludarte ―te cuenta mientras compartía algo de comer.

Decidís andar juntos un tiempo, recordáis vuestras fiestas de juventud, o las noches de sexo sin compromiso. Pero, unas semanas más tarde, él decide quedarse a contemplar el sol. Tú sigues tu viaje.

Otros te acompañan en tu ascensión. Cada uno a su ritmo, como un baile solitario. Hay quien se esfuerza en apretar el paso y acaba por ahogarse. Muchos se detienen e intentan rehacer sus pasos. Es inútil.Otros se liberan poco a poco de objetos inútiles. Han sobrecargado su mochila y  les pesa. Te apiadas de ellos y  les ofreces tu mano para seguir. Muchos la desprecian, quizás por orgullo o afán de superación.

Solo uno te responde. Es un tipo algo más alto que tú, el pelo y las barbas largas, muy negras, parece que quisiera esconder su mirada. Te recuerda un gato triste. No lleva mochila, tan solo una funda de algodón a la espalda. Parece un estuche musical.

―Es mi clarinete ― dice.

―Parece algo importante ―te interesas. En tu bolsa apenas llevas un cuaderno y tres lápices.

―Lo es. Allá arriba daré mi mejor concierto.

Te enterneces al imaginar a ese tipo en la cumbre, abriendo lentamente la cremallera de su estuche, sacando el instrumento poco a poco y limpiando la boquilla. Todos esperando a que empiece. Miles de ojos pendientes de su inesperado concierto. Seguro que su canción empezaría lenta, algo triste, pensaste. Quizás se animaría después, con un trino de agudos y ritmos tangueros. Lo que te tiene realmente impresionada y a la vez curiosa es cómo lo haría. Es un hombre con ocho dedos: cinco en una mano y tres en la otra. No crees que eche en falta los dos que le faltan porque en ningún momento hace el amago de esconder su mano izquierda. Como no se presenta decides bautizarlo C.

C. y tú decidís, de algún modo, subir juntos un trecho. A veces os miráis y os sonreís para daros ánimos. No habláis mucho. Vuestro respirar parece haberse acompasado y te sientes cómoda a ese ritmo. C. te cae bien desde el primer minuto. Parece un hombre con las ideas claras. No es guapo pero algo en sus ojos irradia un brillo honesto, como cuando el sol se despereza tras las montañas de tu hogar. A veces te señala una nube con forma de lirio. Otras, se pone a bailar. Así de repente. Y tú te ríes.

Un día os sorprende una marea de gente que baja. O al menos lo intenta. Mueven los pies, corren y saltan como si quisieran bajar por una escalera mecánica que sube. No pueden pero se esfuerzan. Cientos de personas os cruzan con prisas, algunos se atropellan y decidís apartaros del camino. Una chica de pelo largo y ojos azul cristalino empuja a C. y éste cae al suelo. Como una pelota de tenis en la arena. Le alargas la mano y C. la rechaza. Tiene la cabeza gacha y oyes que empieza a sollozar. Tras varias jornadas de camino le has cogido cariño y te arrodillas a su altura.

― ¿Te has herido?

―Me duelen las cosas ―responde entrecortado. Esconde los ojos tras el flequillo y sus hombros se bambolean.

―No te conozco a penas, pero siento como si ese empujón te hubiera dinamitado algún cimiento ―, le respondes con sincera preocupación.

―La chica que corría hacia abajo. La que me empujó... Hace un tiempo me amaba, dijo que me quería. Dijo que era el hombre de su vida ―. Se mira las uñas, parece buscar un universo entre el espacio de sus tres dedos solitarios.― Ni siquiera me ha visto ― explica con dificultad. Se traga sus lágrimas y rompe a llorar.

―Entiendo ―le dices. Decides sentarte a su lado. No hay más opción: responder sería inútil. Le acompañas en ese momento, a veces le aprietas el hombro o simplemente esperas a su lado.

Pasáis tres días en ese lugar. C. sigue triste pero ya no llora tan a menudo. Sus ojos se esconden  tras una tela gris que no se ve pero que ensombrece al mirarlos. Lo notas. Piensas que C. no se moverá de ese lugar en mucho tiempo. Te apena verlo tirado en el suelo. Duerme mucho y cuando despierta, está como ausente. Pruebas a hablarle de ti. Le cuentas que hace unos meses, te encontraste con un antiguo amor. Él también subía. Una bella mujer y tres niños le acompañaban en la ascensión. Iban lentos, al ritmo del pequeño. Os saludasteis e intercambiasteis viejas anécdotas. Pero no podías quedarte con ellos. Debías seguir tu camino. Y así lo hiciste.

―Al despedirnos, sentí como si mil agujitas se clavaran en el espacio que queda entre los pulmones y el corazón.

C. te mira y asiente.

―Pero él ha rehecho su vida y yo también. Nuestro amor fue y lo llevo siempre dentro. A veces es lo que me ayuda a seguir subiendo ―.Te sinceras―Pero no es lo único que me motiva. Si ahora sigo es por mí. Ni por él, ni por ti, ni por nadie. El amor está en mí. Por eso sigo subiendo.

C. menea la cabeza de derecha a izquierda. Está claro que no comparte tus ideas y vuelve a llorar.

Tres días más tarde, te levantas. Le das un beso en la frente y recoges tu mochila.

―Me encantaría escucharte en tu última canción ― te despides y continuas tu camino.

Curiosamente a  cada paso te sientes más ligera. Sigues andando. No importa el destino.
 

viernes, 13 de septiembre de 2013

VOLVER A EMPEZAR


Aún con los ojos cerrados siento una punzada en la ceja derecha. Intento abrirlos pero una luz blanca me ciega. Mi cabeza está abotardada. No oigo nada. Tan solo el zumbido de la electricidad corriendo por algún cable. Me vuelvo a dormir.

Vuelvo en mí y no sé cuánto tiempo ha pasado. Ya no me siento pesada y puedo mover las pestañas sin dolor. Me incorporo en un camastro de colchón fino. ¿Estoy en un camarote? No siento oleaje ni vaivén. A mi izquierda hay una litera y delante un armario sin puertas. Noto los pantalones mojados. Quizás me he meado mientras dormía. Salgo y me encuentro con varias mesas de picnic de madera, bajo unos árboles frondosos. Los cubiertos están puestos. También los platos y los vasos. Todo es de plástico. De ese más resistente. Duro. No recuerdo como he llegado hasta este lugar, ni qué estoy haciendo en esta especie de campamento para adultos.

Hay más personas, algunas ya están sentadas esperando la comida. Otras deambulan sin rumbo fijo. Unas pocas están sentadas sobre una gran roca y fuman compulsivamente. Ninguna sonríe. De repente, nos llaman y todos formamos una fila de a tres. Me uno al grupo. El temor a ser diferente es más fuerte que mi desconcierto. Supongo que son los mecanismos de supervivencia.

Nos llevan a una especie de atracción de feria. Cada dos subimos a una especie de coche de tracción, sin ruedas. Va a raíles y está a ras de suelo. Me cuesta encajar las piernas y las rodillas me tocan la barbilla. Todo se pone en marcha y nos echan agua a la cara. Unas  ráfagas de luz blanca y amarilla me impiden ver el recorrido. Al terminar, ya tenemos preparadas las ropas nuevas. Me siento bien con las bragas limpias. Pero necesito ir al baño.

Los baños son enormes, como los de un camping internacional. Hay dos puertas de entrada y una de salida. Las paredes están alicatadas con piezas blancas. Una señalética me indica que las duchas están separadas para hombres y mujeres. Los inodoros, no. Están a la vista, en medio de la estancia. Hay, eso sí, que subir un par de escalones para sentarse. Me siento y parece que estoy en un trono.  Las gentes me miran y algunos me hacen muecas. Dos o tres me sacan la lengua de forma lasciva. Solo hay un chico, uno alto y medio rubio que me sonríe forzado. Me sorprende y pienso que quizás también él se siente acorralado.

No me gusta este lugar. Quiero volver a mi casa. ¿Pero dónde está mi hogar? No lo recuerdo. Solo recuerdo un césped verde y una brisa que me despeina. Algo me dice que tengo que huir. ¿Estoy en un manicomio? ¿Es un campo de concentración? No quiero ni puedo pensar en los por qué. Solo tengo una misión: escapar cuanto antes de este extraño lugar.

Por la noche oigo ruidos en el camarote de al lado. Entreabro la puerta y veo como el vecino se está follando a una japonesa. Antes lo he visto con otra mujer más joven. Parecía su esposa. La japonesa gime muy fuerte. Parece que se queja pero no entiendo el japonés. Tengo miedo y, esa noche, me cuesta coger el sueño.

La alarma del desayuno me despierta de golpe. De camino a la zona de picnic, me cruzo con el rubio y le sonrío. Intento decirle con la mirada que esto no me gusta, que me voy. Hoy mismo. Espero que me haya entendido porque sus ojos también claman algo de libertad. Aprieto el paso hacia los baños. Los paso y sigo por el camino de grava. Un grupo de unas seis personas se cruzan en dirección contraria. Yo sigo por el camino bosqueado. Al poco descubro que hay dos que me siguen y miran a los lados con miedo.  Uno es un tipo gordo y parece que le cuesta apretar el paso. Me pregunto si llegado el momento podrá echar a correr. Lo dudo. El otro es el tipo alto y rubio. A pesar de la distancia que nos separa consigo ver una etiqueta en su camisa: “A. Propita”. El apellido me suena a rumano. Así que decido bautizarlo Alex.

El gordo, Alex y yo nos hemos juntado y bajamos el camino que ahora hace pendiente. Llegamos a un cruce con una carretera asfaltada. Al otro lado de la carretera un grupo de vigilantes bebe y fuma despreocupados.

―¡Eh! ¡Alto ahí! No pueden pasar la línea roja ―grita uno al vernos bajar por el camino.

El gordo y yo bajamos la mirada a la vez. Efectivamente, en el suelo, hay pintada una línea roja de unos cuatro dedos de ancho. Al final está la frase “Línea roja”. Supongo que a los daltónicos les va bien el mensaje escrito.

Los vigilantes se levantan. El gordo se asusta y hace el amago de escapar, se tropieza y cae. Mis sospechas se confirman. Tres de los vigilantes lo agarran con fuerza y le llevan las manos a la espalda. El cuarto vigilante nos ve avanzar y saltar la línea roja. Alex y yo apretamos el paso y bajamos la carretera asfaltada. Pasan tres coches y varios ciclistas. Estamos a la vista por lo que el vigilante que nos sigue debe disimular. Ahora entiendo que, de algún modo, nos tenían escondidos.

―Por aquí ―me indica Alex y nos metemos en un túnel. A la entrada del túnel  hay una maleta abierta. Cojo un par de relojes de pulsera y cinco billetes. Le lanzo un reloj a Alex y éste lo recoge con elegancia. Se lo pone y me señala una motocicleta.

―No nos da tiempo. Sigamos corriendo ―me dice.

Al entrar, las luces del túnel se apagan. Me giro y en la boca veo al vigilante que se monta en la motocicleta. Parece que le cuesta arrancarla y eso nos da cierta ventaja.

A lo lejos veo un polígono y humo que sale de dos chimeneas gigantes. La civilización, suspiro.  Alex señala.

―La estación ― grito y empiezo a reír. Alex asiente y me sonríe de nuevo. Ahora me doy cuenta del brillo de sus pupilas azules. Y del hoyuelo que se le forma en la barbilla al sonreír. Me gusta.

Vemos el ascensor que está a punto de llegar. A lo lejos, oigo el motor de la moto que ruge con dificultad pero que consigue avanzar.

Alex me coge de la mano y entramos en el ascensor circular. Es como las puertas giratorias de esos viejos hoteles de antaño pero sin salida directa. En el ascensor circular solo caben siete personas. Alex y yo conseguimos entrar los últimos. Las puertas se cierran y nos apretamos con el resto de pasajeros. El olor a sudor y agrio es muy fuerte. No recordaba que estábamos en verano. Pero me alegro que de alguna forma hayamos ganado ventaja al vigilante que nos persigue con la motocicleta.

El ascensor circular, que se parece a un teleférico, baja dando vueltas sobre sí mismo y llegamos, por fin, al andén principal. Controlo el mareo mirando fijamente el reloj de Alex en su muñeca.

El andén está lleno de gentes y eso me alivia. Alex me indica con la mirada que mire detrás de nosotros.

―Mierda, la moto ―. Está aparcada en la entrada. Busco pero no veo al vigilante. No verlo pero saber que nos está buscando, de alguna forma, me asusta todavía más.

El tren estaciona en la vía cinco. Alex me coge de la mano y saltamos a la vía. Es más rápido que correr por el paso subterráneo. La vía está llena de piedras medianas que me hacen tropezar. Alex, al tener las piernas más largas, llega antes al andén. Sube y se gira. Yo me tropiezo. El vigilante parece que nos ha encontrado porque Alex me pide que corra, que el vigilante está cerca. Las piernas me pesan y me cuesta subir al andén. Alex alarga la mano y me sube con fuerza. Yo lo miro, le sonrío y le doy un beso. En los labios. Me lo devuelve.

El pitido de salida del tren nos devuelve  al momento y, de un salto, nos metemos en el último vagón. Vemos el vigilante que entra en el andén. Camina muy rápido, se acerca al vagón. Al tercer pitido, las puertas del tren se cierran con un golpe seco. El vigilante se ha quedado fuera. Podemos ver sus muelas maldiciéndonos y la rabia en la comisura de sus labios, babeando. El tren arranca con nosotros dentro.

Respiro hondo. Alex me aparta un mechón de pelo y le sonrío. Con las uñas, yo le arranco la etiqueta de la camisa.

domingo, 1 de septiembre de 2013

HAMBRE Y JUEGO



Hay ocasiones en las que me sorprendo en un punto fijo. El mundo desaparece a mi alrededor y bailo con el viento. Me quito la ropa. Toda. No importan los gritos, ni la lluvia. No importa el sofoco ni el hambre, el llanto o la risa. Solo me fijo en ese hilo que nos une cuando bailamos. Así, lentamente. Como si masticáramos el mismo sol.