Después de tanto andar, por fin, llegas al tramo de la
escalera. Levantas los ojos y un racimo infinito de peldaños te espera. No ves
el final. ¿Acaso importa? Los que te has ido cruzando hasta el momento, se compadecen
en silencio pero te dejan seguir. Ya estás allí y tu mochila es ligera. Las
piernas no te pesan y la espalda por el momento se mantiene vertical. Así que decides dar el primer paso.
Subes un peldaño, y otro, y otro más.
Te lo tomas con calma, inspiras y exhalas varias veces, lentamente. Acordarte de la
canción de tu infancia te ayuda en la escalada: atempera tu respiración y los
pies se mueven al ritmo.
El sol se alza y se esconde entre una bruma semi transparente.
Parece que ambos juegan a perseguirse. Es precioso. Pero los escalones
continúan ahí, te invitan a seguir. Y así lo haces.
Una mañana te cruzas con dos viejos que esperan. Te miran y
levantan la barbilla a modo de saludo. Sus ojos transmiten cansancio y sus
dedos se agarran con fuerza. Parecen frágiles espigas agarradas con fuerza en
el aire. Tienes una extraña sensación de serenidad que te recorre el espinazo
desde las pantorrillas. No te atreves a preguntarles si contemplan el paisaje o
han desistido en su misión. Sigues tu camino.
Varias noches te sorprenden y los días te embrujan. Poco a
poco tu mente se acostumbra al camino: árido y aburrido a ratos. Te cantas, te
reís, en ocasiones brincas o aprietas el paso. Empiezas a contar los peldaños
pero al llegar a mil novecientos setenta y ocho decides parar.
Un día te cruzas con dos amigas de la infancia; otro, con
una vecina. Meses más tarde, te alcanza un viejo amigo.
―Te he visto desde lejos y he apretado el paso para
saludarte ―te cuenta mientras compartía algo de comer.
Decidís andar juntos un tiempo, recordáis vuestras fiestas
de juventud, o las noches de sexo sin compromiso. Pero, unas semanas más tarde,
él decide quedarse a contemplar el sol. Tú sigues tu viaje.
Otros te acompañan en tu ascensión. Cada uno a su ritmo,
como un baile solitario. Hay quien se esfuerza en apretar el paso y acaba por
ahogarse. Muchos se detienen e intentan rehacer sus pasos. Es inútil.Otros se
liberan poco a poco de objetos inútiles. Han sobrecargado su mochila y les pesa. Te apiadas de ellos y les ofreces tu mano para seguir. Muchos la desprecian,
quizás por orgullo o afán de superación.
Solo uno te responde. Es un tipo algo más alto que tú, el
pelo y las barbas largas, muy negras, parece que quisiera esconder su mirada.
Te recuerda un gato triste. No lleva mochila, tan solo una funda de algodón a
la espalda. Parece un estuche musical.
―Es mi clarinete ― dice.
―Parece algo importante ―te interesas. En tu bolsa apenas
llevas un cuaderno y tres lápices.
―Lo es. Allá arriba daré mi mejor concierto.
Te enterneces al imaginar a ese tipo en la cumbre, abriendo
lentamente la cremallera de su estuche, sacando el instrumento poco a poco y
limpiando la boquilla. Todos esperando a que empiece. Miles de ojos pendientes
de su inesperado concierto. Seguro que su canción empezaría lenta, algo triste,
pensaste. Quizás se animaría después, con un trino de agudos y ritmos tangueros.
Lo que te tiene realmente impresionada y a la vez curiosa es cómo lo haría. Es
un hombre con ocho dedos: cinco en una mano y tres en la otra. No crees que
eche en falta los dos que le faltan porque en ningún momento hace el amago de
esconder su mano izquierda. Como no se presenta decides bautizarlo C.
C. y tú decidís, de algún modo, subir juntos un trecho. A
veces os miráis y os sonreís para daros ánimos. No habláis mucho. Vuestro
respirar parece haberse acompasado y te sientes cómoda a ese ritmo. C. te cae
bien desde el primer minuto. Parece un hombre con las ideas claras. No es guapo
pero algo en sus ojos irradia un brillo honesto, como cuando el sol se
despereza tras las montañas de tu hogar. A veces te señala una nube con forma
de lirio. Otras, se pone a bailar. Así de repente. Y tú te ríes.
Un día os sorprende una marea de gente que baja. O al menos
lo intenta. Mueven los pies, corren y saltan como si quisieran bajar por una
escalera mecánica que sube. No pueden pero se esfuerzan. Cientos de personas os
cruzan con prisas, algunos se atropellan y decidís apartaros del camino. Una
chica de pelo largo y ojos azul cristalino empuja a C. y éste cae al suelo. Como
una pelota de tenis en la arena. Le alargas la mano y C. la rechaza. Tiene la
cabeza gacha y oyes que empieza a sollozar. Tras varias jornadas de camino le
has cogido cariño y te arrodillas a su altura.
― ¿Te has herido?
―Me duelen las cosas ―responde entrecortado. Esconde los
ojos tras el flequillo y sus hombros se bambolean.
―No te conozco a penas, pero siento como si ese empujón te
hubiera dinamitado algún cimiento ―, le respondes con sincera preocupación.
―La chica que corría hacia abajo. La que me empujó... Hace
un tiempo me amaba, dijo que me quería. Dijo que era el hombre de su vida ―. Se
mira las uñas, parece buscar un universo entre el espacio de sus tres dedos
solitarios.― Ni siquiera me ha visto ― explica con dificultad. Se traga sus
lágrimas y rompe a llorar.
―Entiendo ―le dices. Decides sentarte a su lado. No hay más
opción: responder sería inútil. Le acompañas en ese momento, a veces le aprietas
el hombro o simplemente esperas a su lado.
Pasáis tres días en ese lugar. C. sigue triste pero ya no
llora tan a menudo. Sus ojos se esconden tras una tela gris que no se ve pero que ensombrece
al mirarlos. Lo notas. Piensas que C. no se moverá de ese lugar en mucho
tiempo. Te apena verlo tirado en el suelo. Duerme mucho y cuando despierta,
está como ausente. Pruebas a hablarle de ti. Le cuentas que hace unos meses, te
encontraste con un antiguo amor. Él también subía. Una bella mujer y tres niños
le acompañaban en la ascensión. Iban lentos, al ritmo del pequeño. Os
saludasteis e intercambiasteis viejas anécdotas. Pero no podías quedarte con
ellos. Debías seguir tu camino. Y así lo hiciste.
―Al despedirnos, sentí como si mil agujitas se clavaran en
el espacio que queda entre los pulmones y el corazón.
C. te mira y asiente.
―Pero él ha rehecho su vida y yo también. Nuestro amor fue y
lo llevo siempre dentro. A veces es lo que me ayuda a seguir subiendo ―.Te
sinceras―Pero no es lo único que me motiva. Si ahora sigo es por mí. Ni por él,
ni por ti, ni por nadie. El amor está en mí. Por eso sigo subiendo.
C. menea la cabeza de derecha a izquierda. Está claro que no
comparte tus ideas y vuelve a llorar.
Tres días más tarde, te levantas. Le das un beso en la frente
y recoges tu mochila.
―Me encantaría escucharte en tu última canción ― te despides
y continuas tu camino.
Curiosamente a cada paso
te sientes más ligera. Sigues andando. No importa el destino.