Aquella mañana de otoño se levantó algo extrañado y con una
sensación de cambio. Así que no lo dudó y cogió la mesita de noche que estaba
allí y la puso aquí. Movió la lamparita de allá para acá. Se alejó para coger
perspectiva de la nueva ubicación. Le gustó lo que vio. Así que animado ya con
este nuevo principio arrastró la cama que puso aquí y el armario lo movió de
aquí a allí. Se dio cuenta de un cuadro que no encajaba allí y lo descolgó con
rapidez para colgarlo aquí. Suspiró profundamente y se tocó los cabellos grises
reflexionando de nuevo. Movió el portarretratos de allí a aquí y la silla
plegable de acá a allá. No acabó de convencerle este último movimiento así que
la volvió a poner en su lugar. Jadeante por el cansancio se fijó en un viejo
florero que miraba desde allá y lo cambió para ponerlo aquí. Por un momento
sintió como si la rosa seca sonriera en su nueva atalaya. Se alegró. Cambió los
zapatos aquí, el abrigo allí y el sombrero lo dejó allá. Desde el quicio de la
puerta se dio cuenta que las cortinas ya no hacían mucho allí. Las descolgó sin
pensar y las dejó caer en el rellano de la escalera que daba al piso de abajo.
Abrió las ventanas y un rayo cegador de sol invadió la estancia.
Cansado se sentó en el suelo y suspiró. Algo no acababa de
encajar. Así que volvió a poner la cama allí y el armario aquí. Dejó el portarretrato allí y la
lamparita acá. No le acababa de convencer este último retoque así que decidió
volver a poner la mesita de noche allí. Descolgó de nuevo el cuadro y lo dejó
otra vez allí. Se giró y vio la rosa como temiendo de que la volvieran a su
lugar original y decidió dejarla donde estaba. Finalmente recogió el abrigo, se
lo puso, se calzó y se encajó el sombrero. Salió y miró por última vez la
estancia soleada. Cerró la puerta con energía y la satisfacción de no sentirse
un mediocre aburrido de nuevo.