Siempre he tenido la sensación de que el día que nací mi
padre me cogió en brazos y me miró como quien mira un trofeo: brillante,
prometedor. Frío. Duro. Mi madre nunca supo cómo acunarme y decidió
enmascararse tras una imagen de exigencia y normativas varias. Por la búsqueda
de su mano en mis mejillas decidí, sin saber cómo, convertirme en una niña
obediente. Sólo el día de mi octavo cumpleaños comprendí que esa sería mi
estrategia para sobrevivir a partir de entonces.
A mi madre le gustaba
decorar la casa con cientos de globos de colores. “Así tus amigos verán cómo
celebramos los cumpleaños en casa”, solía decir. Esa tarde se derrochaba en
pasteles de nata, bebidas de colores y confeti que caía del tejado. Me
encantaban mis fiestas de cumpleaños. Semanas antes ya fantaseaba con esa
tarde, preparaba cuidadosamente las tarjetas de invitación que decoraba con
purpurinas brillantes y firmaba yo misma. A penas conseguía dormir la noche
anterior. Un acto más del éxito social de mi familia: como una eterna obra de
teatro, en un continuo pre-estreno esperando la mejor crítica en el semanario
teatral. Aunque, por aquel entonces, yo no era consciente de ese objetivo. Lo
que más me gustaba era quedarme quieta al pie de las escaleras, con las manos a
la espalda y recibiendo, uno a uno, a todos los invitados. Adivinar el regalo
que traían en esas cajas de colores con cintas de seda me aceleraba el corazón,
como la piel de algún antílope de un tambor africano.
El día que cumplí ocho años mi madre andaba atareada con las
vecinas, decorando el recibidor y acabando de untar decenas de bocadillos con
paté o chocolate. Los colocaban en bandejas diferentes. Nunca mezclados. En el
ambiente se respiraba cierta excitación y me parecía que todo era de color naranja.
Mi color favorito. “Este año vamos a montar una gran sorpresa para todos tus
amigos”, había dicho mi padre dos días antes. Y andaba nerviosa por descubrir cuál sería
aquella sorpresa. Nadie me quería decir nada. Ni siquiera mi tía, que siempre
se había mostrado tan dulce y amorosa conmigo. Solía darme alguna galleta a
escondidas justo después de cenar. “Que no se entere tu madre”, y me guiñaba un
ojo cómplice.
Mi padre, que se había pasado la tarde sentado en el porche
al lado de la mesa de bebidas, se levantó por fin y atrajo a todos los
invitados. “Acercaos, todos. Los niños delante”. Me sentía terriblemente
emocionada y expectante que no podía ni reír. El momento de la sorpresa estaba
cerca. Cuando todos nos habíamos sentado en el suelo mi padre contó que el
juego final era una búsqueda del tesoro. “En algún lugar del jardín hay
escondido un tesoro muy especial. El primero que lo encuentre se lo queda y
además recibirá un trofeo”, explicó muy serio, con la voz de profesor de química sexagenario. “¿Un
tesoro?”, pensé. “¡Qué emocionante!”. No había nada que me motivara más que una
competición. Quería ser la primera que descubriera el tesoro. Y me esforzaría
por conseguirlo.
Al toque de silbato todos los niños salieron corriendo en
todas direcciones. Los más pequeños tardaron en reaccionar y sus padres les
cogieron de las manos y, juntos, miraban entre los setos o debajo del mantel.
Otros trepaban a los árboles y se dejaban caer de la primera rama. Yo me quedé
quieta. Pensaba en la mejor estrategia y cerré los ojos para imaginarme una
posible solución al enigma. En ese momento fue cuando sentí la mano de mi madre
que me apartaba de las escaleras. Sin soltarme del codo, acercó su cara a la
mía y me dijo dónde estaba guardado el tesoro. Luego sonrió maliciosa y me guiñó
un ojo. Entonces, me soltó y me empujó hacia delante. Me quedé bloqueada,
atrapada entre la tentación de ganar, la compulsión de obedecer a mi madre y la
abrumadora, intolerable y vergonzosa sensación de engañar a todos. No dejándome
la oportunidad de participar limpiamente, mi madre me había envenenado la
espontaneidad; la inocencia. No supe confrontarme y me quedé helada.
Entonces vi a los otros niños riendo y saltando, embriagados
por la excitación de la búsqueda del tesoro. Respiré y me tragué el orgullo. Di
un par de pasos e hice como que buscaba al azar. Rebusqué tímidamente por
detrás de los cubos de basura, levanté un par de hojas secas y abrí la olla del
ponche disimulando entre el resto de mis compañeros.
Al cabo de un rato me dirigí sigilosamente al lugar donde
estaba el tesoro escondido. Lo vi envuelto en papel de celofana naranja con un
lacito rosa. Alargué la mano, lo cogí y aguanté el aire bajo el diafragma.
Levanté la mano triunfante mientras en mi cara se dibujaba una sonrisa
exagerada. Busqué la mirada de mi madre en la distancia. Estaba de pie con los
brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza muy erguida y taconeaba el pie
derecho. Creo que sonreía. Yo también sonreí pero esa sonrisa me dolió como si
una aguja de tejer se me clavara en el pulmón.
Todos los niños corrieron a mi lado y me felicitaron
tocándome la espalda. A lo lejos creí escuchar el susurro de la madre de uno de
los invitados que le decía a otra, “ siempre ganan los mismos”.