viernes, 30 de mayo de 2014

COMPETENCIA



Siempre he tenido la sensación de que el día que nací mi padre me cogió en brazos y me miró como quien mira un trofeo: brillante, prometedor. Frío. Duro. Mi madre nunca supo cómo acunarme y decidió enmascararse tras una imagen de exigencia y normativas varias. Por la búsqueda de su mano en mis mejillas decidí, sin saber cómo, convertirme en una niña obediente. Sólo el día de mi octavo cumpleaños comprendí que esa sería mi estrategia para sobrevivir a partir de entonces.

 A mi madre le gustaba decorar la casa con cientos de globos de colores. “Así tus amigos verán cómo celebramos los cumpleaños en casa”, solía decir. Esa tarde se derrochaba en pasteles de nata, bebidas de colores y confeti que caía del tejado. Me encantaban mis fiestas de cumpleaños. Semanas antes ya fantaseaba con esa tarde, preparaba cuidadosamente las tarjetas de invitación que decoraba con purpurinas brillantes y firmaba yo misma. A penas conseguía dormir la noche anterior. Un acto más del éxito social de mi familia: como una eterna obra de teatro, en un continuo pre-estreno esperando la mejor crítica en el semanario teatral. Aunque, por aquel entonces, yo no era consciente de ese objetivo. Lo que más me gustaba era quedarme quieta al pie de las escaleras, con las manos a la espalda y recibiendo, uno a uno, a todos los invitados. Adivinar el regalo que traían en esas cajas de colores con cintas de seda me aceleraba el corazón, como la piel de algún antílope de un tambor africano.

El día que cumplí ocho años mi madre andaba atareada con las vecinas, decorando el recibidor y acabando de untar decenas de bocadillos con paté o chocolate. Los colocaban en bandejas diferentes. Nunca mezclados. En el ambiente se respiraba cierta excitación y me parecía que todo era de color naranja. Mi color favorito. “Este año vamos a montar una gran sorpresa para todos tus amigos”, había dicho mi padre dos días antes. Y  andaba nerviosa por descubrir cuál sería aquella sorpresa. Nadie me quería decir nada. Ni siquiera mi tía, que siempre se había mostrado tan dulce y amorosa conmigo. Solía darme alguna galleta a escondidas justo después de cenar. “Que no se entere tu madre”, y me guiñaba un ojo cómplice.

Mi padre, que se había pasado la tarde sentado en el porche al lado de la mesa de bebidas, se levantó por fin y atrajo a todos los invitados. “Acercaos, todos. Los niños delante”. Me sentía terriblemente emocionada y expectante que no podía ni reír. El momento de la sorpresa estaba cerca. Cuando todos nos habíamos sentado en el suelo mi padre contó que el juego final era una búsqueda del tesoro. “En algún lugar del jardín hay escondido un tesoro muy especial. El primero que lo encuentre se lo queda y además recibirá un trofeo”, explicó muy serio, con la voz de  profesor de química sexagenario. “¿Un tesoro?”, pensé. “¡Qué emocionante!”. No había nada que me motivara más que una competición. Quería ser la primera que descubriera el tesoro. Y me esforzaría por conseguirlo.

Al toque de silbato todos los niños salieron corriendo en todas direcciones. Los más pequeños tardaron en reaccionar y sus padres les cogieron de las manos y, juntos, miraban entre los setos o debajo del mantel. Otros trepaban a los árboles y se dejaban caer de la primera rama. Yo me quedé quieta. Pensaba en la mejor estrategia y cerré los ojos para imaginarme una posible solución al enigma. En ese momento fue cuando sentí la mano de mi madre que me apartaba de las escaleras. Sin soltarme del codo, acercó su cara a la mía y me dijo dónde estaba guardado el tesoro. Luego sonrió maliciosa y me guiñó un ojo. Entonces, me soltó y me empujó hacia delante. Me quedé bloqueada, atrapada entre la tentación de ganar, la compulsión de obedecer a mi madre y la abrumadora, intolerable y vergonzosa sensación de engañar a todos. No dejándome la oportunidad de participar limpiamente, mi madre me había envenenado la espontaneidad; la inocencia. No supe confrontarme y me quedé helada.

Entonces vi a los otros niños riendo y saltando, embriagados por la excitación de la búsqueda del tesoro. Respiré y me tragué el orgullo. Di un par de pasos e hice como que buscaba al azar. Rebusqué tímidamente por detrás de los cubos de basura, levanté un par de hojas secas y abrí la olla del ponche disimulando entre el resto de mis compañeros.

Al cabo de un rato me dirigí sigilosamente al lugar donde estaba el tesoro escondido. Lo vi envuelto en papel de celofana naranja con un lacito rosa. Alargué la mano, lo cogí y aguanté el aire bajo el diafragma. Levanté la mano triunfante mientras en mi cara se dibujaba una sonrisa exagerada. Busqué la mirada de mi madre en la distancia. Estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza muy erguida y taconeaba el pie derecho. Creo que sonreía. Yo también sonreí pero esa sonrisa me dolió como si una aguja de tejer se me clavara en el pulmón.

Todos los niños corrieron a mi lado y me felicitaron tocándome la espalda. A lo lejos creí escuchar el susurro de la madre de uno de los invitados que le decía a otra, “ siempre ganan los mismos”.