Es un hombre fuerte. Tan alto y moreno que parece un gigante
de cuento infantil. Las espaldas anchas, muy anchas. Y las manos grandes, muy
grandes. De niño pisó la calle más que el cuarto de baño de un hogar medio
roto. Su madre apenas le dio un abrazo y su padre desapareció cuando todavía
no tenía conciencia del paso del tiempo. Pasó de tumbar latas al tirachinas a
pasar papelinas en las esquinas del centro de la ciudad. Lleva encarcelado unos
tres años. Los rumores de comedor dicen que se cargó a dos guardas jurados en una trifulca; solo con sus manos. Se pasa las mañanas en el gimnasio, levantando pesas ensanchando sus
espaldas un poco más. Muchos le temen, la gran mayoría lo rehúyen. Y él solo
gruñe cuando hay cola en el baño. Entonces al oírlo, una fila de ojos temerosos
se giran y le dejan pasar. Rezan por que aún quede papel higiénico colgando del
gancho.
Hace una semana, en el poyete de su ventana, se posa un gorrioncillo
con el ala rota. ─Se habrá caído del nido que hay en el techo─, piensa mientras
lo recoge con cuidado entre sus manos haciendo una especie de jaula de cariño
entre sus dedos.
Se pasa los días guardando migas de pan mojadas en leche y se
las da gota a gota al pobre animalillo. Lo lleva de paseo en el patio de
cemento metido en el bolsillo de su camisa azul marino; dándole el calor de su
pecho tatuado. Gorrión y gigante, gigante y gorrión, como en una sinfonía de
historia interminable, como una fantasía de inocencia escondida se pasean por
el patio dos horas al día. Son temidos y envidiados al tiempo. El gorrión asoma
divertido su pico por encima del bolsillo. El gigante se pasea orgulloso,
escondiendo su ternura más allá del pecho.
Hoy, el gorrión ha querido aventurarse algo más e intentar un
tímido vuelo. Cae al suelo irremediablemente y se estampa en el pétreo suelo.
Ay, inocente que creías que tu ala te sostendría. El gigante da tres pasos sin
percatarse del fortuito accidente de su amigo. Justo en ese segundo, en ese
mismo segundo, el pie de otro preso pisa la cabeza del pequeño gorrión y sigue corriendo en su entrenamiento
matutino. Crec.
El gigante se gira y apenas le da tiempo de darse cuenta de
la pequeña mancha roja con plumas en el suelo. Alarga el brazo y con su gran
mano agarra la cabeza del corredor inconsciente. Le da media vuelta, lo mira
con ojos ensangrentados, le escupe en la frente y le estampa la cara en el
suelo. Una, dos, tres veces. Hasta que le sangra la nariz en su colérica
reacción. Cuatro, cinco, seis. Le pega dos puñetazos en las costillas y cuatro patadas en el estómago. El preso
corredor queda inmóvil en el suelo, en una mancha roja y sin plumas, pero con
la camisa desgarrada y los ojos hinchados.
Cuando el celador, ya en su celda, le pregunta al gigante, éste
solo puede responder suavemente: ─Era un simple pajarillo. Un inocente pajarillo. Un
inocente pajarillo...
Su mirada se aleja. Cada vez más lejos.
Perfectamente retratado el eneatipo VIII. Me gusta y me gustas, Mónica.
ResponderEliminarMuchas gracias !!! Un abrazo
EliminarSer el "salvador" te convierte en exclavo.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. Un abrazo
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