domingo, 23 de marzo de 2014

LA GRAN BELLEZA. UNA VERSIÓN.



La fiesta del fin del verano se celebra en una finca palacio del siglo XVII. Unas columnas blancas, muy altas y que parecen muy antiguas, le dan a uno la bienvenida a un jardín de setos trasquilados, algunas adelfas de flores rosas y dos o tres pinos muy altos. Un camino de grava, perfilado con antorchas de aceite, dirige a la explanada donde los marqueses ofrecen el cóctel de medianoche. Porque la alta sociedad de Roma suele reunirse a finales de agosto para ver y hacerse ver. Mujeres  estilizadas como una pluma desfilan en vestidos  tan largos como la noche que les espera; algunos hombres en esmoquin y con pajarita sorben de sus copas de cristal mientras otros siguen la moda y llevan desabrochados los tres primeros botones de sus camisas y muestran orgullosos una pelusilla negra que esconde alguna cadena de oro macizo. Unas pocas jóvenes desenfadadas se atreven con escotes generosos decorados con una gargantilla o un colgante de plata. Pelos blancos, grandes rizos, melenas al aire, algún tocado minúsculo y varios peluquines se encuentran de nuevo para comer algo, beber mucho y criticar demasiado.

Muchos conocen a los anfitriones, un matrimonio en sus sesenta que solo se deja ver en alguna salida en velero durante los meses de junio y julio y que nadie vuelve a saber de ellos hasta que reciben la invitación para la gran fiesta del fin de verano que se celebra en su palacio desde hace más de treinta años. Él es un reputado abogado que ha sacado de varios embrollos fiscales a muchas de las familias que allí se congregan, y ella es conocida por su labor filantrópica: invierte grandes cantidades en nuevas promesas del arte moderno.

Esta noche quiere deleitar a sus invitados con un nuevo descubrimiento.

La anfitriona se acerca a una joven pareja que hace apenas dos años que vive en la ciudad. Algunos dicen que son americanos, otros,  australianos. En el fondo nadie los conoce muy bien. Ella es una mujer de mediana estatura, con el pelo cardado al estilo de los años cincuenta y lleva un traje chaqueta de color gris marengo con los zapatos de tacón medio. Parece mayor de lo que es y camina erguida. Su marido es un hombre alto, con los hombros anchos y las manos grandes. Parece que le gusta peinarse porque tiene la raya muy bien definida y el pelo negro le brilla bajo los focos del jardín. Los dos sonríen enseñando los dientes blancos y no se atreven a beber de las copas que sostienen suavemente entre sus dedos.
- Están todos expectantes, hoy- les sonríen la anfitriona. La pareja asiente nerviosa.
Un camarero  susurra algo al oído de la señora del pelo cardado y el matrimonio camina rápido hacia el interior del palacio.

En el pasillo que da a los baños y a la biblioteca hay tres niños jugando a cartas  en el suelo.  Dos niñas de entre diez y doce años visten vestidos rosas, con muchas puntillas, bordados en los calcetines y zapatos planos con lacitos en la punta. El niño es algo mayor, debe tener unos trece, y viste pantalones de raya, cinturón de piel y un polo azul. También va muy bien peinado. El pasillo huele a hortensias y las paredes están forradas de pinturas y esculturas carísimas.

― Adela, hija, ha llegado la hora― le dice la señora del traje chaqueta a una de las niñas. Y levanta una ceja muy seria.

―Ahora estoy cenando. Que se esperen un poco― responde la niña sin levantar los ojos del suelo y echa una carta al improvisado mantel de juegos. Los otros niños se quedan callados y miran la escena como si no fuera con ellos.

― Vamos, cariño; todos esperan en el jardín― le espeta el padre mientras le coge del hombro para levantarla del suelo y fuerza una sonrisa. La niña se suelta y las cartas se caen. La madre se atusa el pelo, suspira y chasquea la lengua un par de veces.

―Adela, ya sabes que nos jugamos mucho con esta función. No seas niña y levántate―. La madre se muerde el labio inferior y  se alisa la falda: parece que está punto de perder los nervios.

―Sí, soy una niña. Y a estas horas debería estar durmiendo como cualquier niña― le grita a sus padres mientras los mira directamente a los ojos ―. Y en cambio estoy aquí, porque para vosotros es muy im-por-tan-te que esté aquí, en lugar que en casa, en pijama y acolchada en mi cama―. La niña se cruza de brazos y baja la cabeza. Arruga las cejas y aprieta la mandíbula.

―Ya estoy harta de tanta tontería―, grita la madre. La coge con las dos manos, la levanta y la arrastra hacia el jardín. Los otros niños siguen su juego y apuran sus cenas. No se giran a ver como la arrastran por el codo y ella se resiste pataleando.

En el jardín todos los invitados aguardan en semicírculo, sostienen sus copas y a veces le piden a los camareros que se las rellenen. Un gran lienzo cuelga de un  muro. Es un lienzo blanco de unos seis metros de largo por dos de alto. El suelo está protegido con plástico transparente y delante hay, simétricamente colocados, seis cubos de pintura: roja, azul, amarilla, naranja, blanca y negra.

Un silencio se adueña de repente de la fiesta, el pianista deja de tocar, la cantante se calla de repente y hasta los grillos parece que se tapan la boca. Todos los ojos están puestos en el lienzo, en los cubos de pintura, en el plástico que protege el suelo y en la niña que está de pie, delante del lienzo. Los brazos le cuelgan y los ojos se clavan en la tela blanca, inmaculada. Nadie se atreve a decir nada. Los padres se colocan en segunda fila. El hombre le pasa un brazo por encima del hombro a su esposa.

Entonces, la niña coge el cubo de pintura amarilla y corre hacia el lienzo. Con fuerza echa medio bote y una gran mancha amarilla se dibuja en un lateral de la tela. Una mancha considerable con forma ovalada ocupa tres cuartas partes del lienzo. La tela ya no está inmaculada. Se oye un “ oohh” de detrás de las columnas. Alguien hace el amago de aplaudir pero en el momento de juntar las manos se para, absorto por el trabajo de la artista.

Adela mete las manos en el cubo de pintura roja y las restriega  por encima de la pintura amarilla. Mueve los brazos arriba y abajo, a derecha e izquierda mezclando  los colores.

―¡Fantástico! ¡Extraordinario!―se oye entre los invitados.

―¿De dónde sacará una niña tanto ingenio?―le pregunta una vieja enjoyada a un joven bronceado.

―Dicen que pinta desde los dos años―le responde mientras se peina la media melena con los dedos.

Vuelve a los cubos, escoge el azul, imprime varios manotazos, echa el cubo de naranja en el otro lateral, tira un poco de negro, pincela con los dedos algo de blanco encima o derrama parte de la mezcla a los pies de la tela.

―Esto es lo que se lleva ahora en arte contemporáneo. Ha recibido cuatro premios internacionales y el Guggenheim de Nueva York la tiene en exposición permanente―susurra la anfitriona orgullosa. La madre lo oye, mira a su marido y ambos se sonríen.

A cada nuevo pincelazo sin pincel Adela grita fuerte, chilla, corre, le pega a la tela, le da puñetazos o deja su cara marcada en la pintura. Es como ver a un animal enjaulado luchando por escapar, o un saltamontes que  huye de una lagartija.

―Pues yo no le veo la gracia. No es más que una niña con las manos manchadas de pintura―le dice al oído una estirada mujer de pelo corto y largos pendientes a un hombre de pelo blanco que fuma un puro y se sonríe sarcásticamente.

―Pues ya sabes, querida. Este otoño  puedes empezar con una nueva afición. Cómprate quilos de botes y piensa en modernizar tu estudio―, le responde el viejo y le da una calada a su puro. La mujer del pelo corto se gira, lo mira fríamente y sorbe de su copa de champagne. De fondo se siguen oyendo los gritos de la niña, sus carreras de un lado a otro de la tela y el chapoteo de sus pies desnudos en la pintura que ya inunda el plástico como un charco de lodo.

Al cabo de unos veinte minutos, la niña parece que ha terminado. Su pelo está lleno de pintura, su vestido rosa está negro y marrón, y las manos y las piernas, los pies y la cara, entre las uñas. Parece que haya salido de un baño de barro. La niña está de pie, quieta delante de su obra. Goterones de pintura le chorrean del pelo al suelo. Se gira, mira a su público. Éste estalla en aplausos, gritos y silbidos de aprobación. La obra es magnífica, un collage impresionista que atrapa todos los sentidos. El pianista da unos compases de jazz y los camareros vuelven a ofrecer sus bandejas con cócteles de colores. Los padres, orgullosos, reciben abrazos, besos y aplausos de los invitados que se encuentran a su alrededor. La niña los mira muy seria, frunce el cejo y sale corriendo.

La anfitriona se pasea rodeada de decenas de nuevos inversores; todos quieren comprar este lienzo único.

viernes, 7 de marzo de 2014

EL MONSTRUO


Hay un monstruo en mi ropero. No lo he visto nunca. Sé que está ahí. Siempre ha estado ahí. Me da miedo cuando me lo imagino por la noche pensando en mí. Me da miedo cuando me lo imagino rechinando las muelas y relamiéndose los labios. No se lo he contado nunca a nadie: ni a mis amigos, ni a mis padres, ni si quiera a mi hermana. Ay, mi hermana, si lo supiera se reiría de mi. Se le rompería la mandíbula y se le desencajaría la barriga de tanto reír. No, no puedo contarlo. No , no puedo decirle a nadie que hay un monstruo en mi ropero.

A veces me llama. Oigo tres toques en la puerta. Sé que es él; me reclama. No sé qué quiere. No sé qué ha venido a hacer. Tengo miedo de que salga y me devore. Tengo miedo de que salga y me mire a los ojos. Ya no duermo por las noches. El monstruo no me deja. Lo oigo cantar. Canta muy mal. Su voz es como papel de lija. Me chirrían los oídos y no puedo dormir. Creo que quiere algo de mi. Lo tengo que esconder. Nadie debe saber que tengo un monstruo en mi ropero.

He dejado de ir a trabajar. He dejado de salir a pasear. Debo esconderlo. Con todas mis fuerzas. Me imagino que tiene poderes, que me mira y me hipnotiza. Y entonces ya estoy atrapado. El monstruo de mi ropero me retiene. No puedo salir. No puedo comer. No puedo dormir.

Hace unos días mi hermana entró y me preguntó. No pasa nada, le dije. Ella hizo un silencio, levantó una ceja y me dijo que todos tenemos secretos. Ella también. ¿Ella también? ¿Sabrá lo de mi monstruo? Seguro que no dice nada para no herir mis sentimientos. Ella sospecha que tengo algo en mi ropero.  Seguro. A veces me pregunto si ella también tendrá un monstruo en el suyo. Me imagino que todos tenemos monstruos en nuestros roperos: mis padres, mis amigos, mi jefe de estudios, la cajera, el médico… Todos tienen monstruos en sus roperos pero nadie dice nada. No seré yo el primero.

Hoy tampoco me he vestido. Ya no salgo de mi habitación. Debo vigilar al monstruo del ropero. ¿Y si un día sale? ¿Y si me descubre desprotegido? ¿Y si se adueña de mi espacio, de mi vida? Debo quedarme y vigilar. Sueño despierto en que un día todos los monstruos de los roperos saldrán en un desfile por las calles de la ciudad. ¿Qué harán entonces las gentes, descubiertas por fin, desnudas ante la evidencia de que en sus roperos también había monstruos?

Esta tarde , muy cansado, he tomado una decisión. No puedo seguir así. Debo coger fuerzas y enfrentarme al monstruo del ropero. Me ha parecido que la puerta se entreabría levemente y un miedo pequeño pero intenso me estrujaba las entrañas. He cogido el trofeo de atletismo. Pesa mucho. Con la otra mano he tocado el tirador. Estaba frío. No oía nada desde dentro del ropero. ¿Seguirá mi monstruo dentro? No me puedo fiar. He cogido valor. Por fin me desharé del monstruo del ropero. Y nadie lo sabrá nunca.

Tiro con suavidad y abro lentamente la puerta. El ropero está oscuro dentro. El trofeo me pesa en la otra mano pero estoy preparado para atacar. Susurro algo. Nada. Pruebo con silbar. Tres veces. El monstruo me devuelve otro silbido. Entonces veo dos puntitos rojos. Parece que me miran. Y siento miedo. Mucho miedo. Pánico. El trofeo se me cae y mil cristales rotos inundan el suelo bajo mis pies.

El monstruo sale del ropero. Abre la boca. Parece que va a decir algo. No puedo escuchar. Siento miedo en la nuca, siento miedo en las cejas. Miedo en mis rodillas y miedo en mi espalda. Corro y me meto en el ropero.

Hay un monstruo en mi habitación. No puedo salir. Seguro que sigue ahí.