S. se queda huérfana a los dos años de edad. Mientras su padre
se debate entre la vida y la muerte en el hospital durante tres meses, su madre
se queda en casa, cada vez más cansada. Cada vez más agria. Así que cuando su
padre muere, su madre no duda en irse pronto con él.
Sola e inocente a S. se la llevan con una tía materna. Vive en
el norte, cerca del mar.
̶̶ Seguro que a la niña le va bien el aire salado ̶,
se convencen las vecinas que no la quieren acoger.
̶ Además, allí están sus primas con las que podrá jugar y
aprender. Aquí ya no le queda nada.
Y es cierto. En la ciudad ya no le queda nada. Ni madre ni
padre. Ni hermanos o hermanas. Nada.
S. pasa gran parte de su primera infancia en una casa
señorial con muchas habitaciones. Desde la ventana de su habitación se ve el
puerto y algunos barcos flotantes.
̶ Algún día yo también flotaré como esos barcos ̶ , piensa ̶ flotando
arriba, muy arriba. Y mamá y papá me recogerán en el cielo con sus alas blancas
y me cantarán nanas no sólo de noche.
Como sus primas, S. va a la escuela. Pero, a diferencia de sus
primas, S. tiene que hacer muchas tareas en casa. Tender y recoger la ropa, doblarla
con cuidado. A veces va al mercado a comprar pan y, otras, rastrillar las hojas
secas del jardín. Su tía, en el fondo, la quiere bien poco.
̶ Me vi obligada a cogerla. Cuando mi hermana y su marido murió no
pude hacer mucho. ̶ Les cuenta a las vecinas. ̶ Y aquí está. Sorbiéndose los
mocos y comiéndose mi comida.
A la edad de siete años, S. ya comienza a comprender que en esa
casa no es bienvenida. Su tía le grita. Y ella no entiende por qué. Su tía le riñe.
Y ella no entiende qué ha hecho. Su tía le pega con el palo de la escoba. Y ella,
cada vez, se siente más pequeña. Únicamente, su abuela está ahí, vieja, muy
vieja, en una mecedora, y de tanto en tanto le pasa algún caramelo de café por debajo
de la falda.
̶ ¡Esta no es tu casa! Tu casa es la inclusa ̶, le grita la tía
cuando se enfada. Casi cada día. ̶ ¡Recuérdalo bien! ̶ Y le da un cachete para
que no se le olvide nunca.
Su tía es una mujer regia, de las del norte. Con los ojos sufridos
y severos, las manos robustas y un moño en lo alto de la cabeza erguida. Viuda
desde hace años, tiene tres hijas algo mayores que S.
Un domingo por la mañana, después de la misa, S. y sus primas
corren a jugar a la playa. Corren y saltan y saltan y corren y sus vestidos
flotan dejando entrever las enaguas blancas.
̶ ¿Por qué no jugamos a las cabañas? ̶ propone la prima mayor.
̶ Vale. Pero S. no juega. ̶ responde la prima pequeña.
̶ ¿Por qué no puedo jugar a las cabañas? ̶ pregunta S. inocente.
̶ Porque esta no es tu casa, mocosa. ̶ le escupe la mediana en toda
la cara. Y se gira presumida.
¡Esta no es tu casa!…. ¡Esta no es tu casa!… ¡eeeesta no es tu caaasa! … le
gritan las tres primas y la persiguen hasta las rocas, tirándoles conchas,
palitos y piedras. S. sale corriendo y esquiva las balas como puede. Llora
desconsolada, dolida. Siente como su corazón hierve de pena. S. sólo anhela
morirse para poder dejarse acunar de nuevo en los abrazos de su madre, que,
como un ángel, la espera en el cielo. Y a cada zancada el dolor y la pena de su
corazón es más y más intensa que parece que le penetra hasta las entrañas. Como
la lava del volcán del libro de Ciencias que consulta en la biblioteca del
colegio. Siente su corazón hervir, cada vez más potente, cada vez más profundo.
Y, de repente, sin pensarlo, se para y se gira. Su corazón le late con tanta
intensidad que le sale por la boca, por la nariz. Por la cuenca de los ojos.
Lavas de fuego y piedras candentes se le encienden dentro y le salen en forma
de gritos e insultos. S. grita con todas sus fuerzas para devolver el dolor de
las piedras y las conchas. Escupe verdades a sus primas que, pasmadas, se
quedan a tres metros y la miran desconcertadas. S. y su rabia corren, entonces,
rocas arriba hasta llegar al paseo. El enojo y la furia de S. son tan vívidos
que la llevan corriendo a la casa. S. entra por la cocina y allí se encuentra a
la abuela; sentada en el hogar, en un banquito de mimbre bajito. Al verla, S.
se derrumba y comienza a llorar.
La abuela le indica con la mano derecha que se acerque. S. de
sienta en su regazo y la abuela la envuelve con su chal de lana merina.
̶ Ea, ea… mi niña.. ya está. Ea… ea… ya está, mi niña.̶ le susurra al oído mientras la mece contra su
pecho.
El calor del hogar acompaña la calidez de la abuela y su chal.
Poco a poco S. se va calmando hasta que, agotada, acaba cerrando los ojos.
Años más tarde, cuando le preguntan a S. sobre su infancia en el
norte ésta solo puede que cerrar los ojos, mecerse levemente sobre el respaldo
de la silla y responder: “En verdad, esa nunca fue mi casa. Lo era mi abuela.
Mi abuela era mi casa”