jueves, 20 de diciembre de 2018

SE DAN PORTES EMOCIONALES




Para A.M.G.T


A la mujer de cejas perfectas le gustan los cambios. De tanto en tanto. Porque sí. Porque sin cambios, se aburre. Y no consiente el aburrimiento en su vida.

Una mañana se levanta algo extrañada y con esa sensación conocida de dar un vuelco a su vida. Así que no duda y coge la mesita de noche que está allí y la pone aquí. Mueve la lamparita de allá para acá. Se aleja para coger perspectiva de la nueva ubicación. Le gusta lo que ve. Se empieza a sentir orgullosa de la decisión.  Así que animada ya con este nuevo principio arrastra la cama que pone aquí y el armario lo mueve de aquí a allí. Se da cuenta de un cuadro que no encaja allí y lo descuelga con rapidez para colgarlo aquí. 
Suspira profundamente y se coloca un mechón por detrás de la oreja. Presumida. 

Mueve el portarretratos de allí a aquí y la silla plegable de acá a allá. No acaba de convencerle este último movimiento así que la vuelve a poner en su lugar. Jadeante por el cansancio se fija en un viejo florero y lo cambia para ponerlo aquí. Por un momento siente como si la rosa seca sonriera en su nueva atalaya. Se alegra. Cambia los zapatos aquí, el abrigo allí y el sombrero lo deja allá. Desde el quicio de la puerta se da cuenta que las cortinas ya no hacen mucho allí. Las descuelga sin pensar y las deja caer en el rellano de la escalera que da al piso de abajo. Abre las ventanas y un rayo cegador de sol invade la estancia. 

Cansada se sienta en el suelo y suspira. Algo no acaba de encajar. Así que vuelve a poner la cama allí y el armario  aquí. Deja el portarretrato allí y la lamparita acá. No le acaba de convencer este último retoque así que decide volver a poner la mesita de noche allí. Descuelga de nuevo el cuadro y lo deja otra vez allá. Se gira y ve la rosa como temiendo de que la devuelvan a su lugar de origen y decide dejarla donde está. Finalmente recoge el abrigo, se lo pone, se calza y se encaja el sombrero. Sale y mira por última vez la estancia soleada. Cierra la puerta con energía.

No sé qué harían sin mí. Se dice a sí misma mientras baja las escaleras removiendo las caderas.




domingo, 25 de noviembre de 2018

ENAMORADA DE LA VIDA AUNQUE A VECES DUELA





A B.G.M.

A la niña de nueve años se la ve venir. Sus trenzas rubias con lazos rojos se mueven al son de la música del barrio. Tiene las mejillas rechonchas y la mirada desafiante. Los labios rosados y las manos se mueven como los de una bailaora flamenca. De hecho, toda ella parece una bailaora aunque el arte lo lleva más en sus palabras que en sus caderas.

Ya de pequeña aprende a desarrollar una especie de seducción primaria, la necesidad de estar en el centro de todas las atenciones. Mirar para ser mirada. Dar para recibir. Aunque nadie lo pida. El día que nace su hermano menor, cuatro años antes, algo cambia. Aprende a esconder debajo de la alfombra del alma su estar por encima, su anhelo de recibir ternura y delicadeza en pos de tener influencias y ventajas. Lo defiende y lo cuida por encima de todas las cosas. Lo ama y lo acuna por encima de sí misma.

En el colegio es respetada y admirada a partes iguales. Las niñas la siguen y la protegen mientras los niños la aman y la temen al mismo tiempo.

El día que el timbre del recreo se estropea, la niña de trenzas bailarinas se encamina al patio con paso firme. Hoy van a jugar a la pelota borracha. Un reguero de amigas la siguen riendo y cantando la canción del momento.

― ¿Ese no es tu hermano?―le dice una de sus seguidoras mientras le tira de la manga del chaleco y señala hacia la otra esquina del patio.

La niña de nueve años se gira y ve como el proyecto-de-machirulo de sexto está empujando a su hermano hasta acorralarlo detrás de la columna. Sin pensarlo, deja la botella de plástico en el suelo y se encamina con paso firme hacia ellos. Las amigas la siguen a duras penas.

― Pero, tú, ¿qué estás haciendo?―le espeta al niño mayor apartándolo de su hermano.

― Ya llegó la salvadora del mundo―, responde el niño riéndose en su cara.

Ella se pone delante de su hermano y con esa mirada fija y penetrante le grita a la cara.

― ¿Pero a ti qué te pasa?―mueve las manos frenética y, con el índice de la mano derecha, le señala a la altura de la nariz.― pero, ¿tú no ves que él es más pequeño? ¡Déjalo en paz, pero ya!

― Pero si es un bicho raro, ¿no lo ves?―se mofa el chaval plantándole cara.

― ¡Ni bicho raro ni! Si te molesta su cara te aguantas.― dice subiendo más y más el tono de su voz. Abre el pecho y la vena de su frente se empieza a hinchar.

El chaval se gira y mira sus amigos, se ríe y hace una mueca.

Ella coge al hermano por el brazo y lo aparta hasta la última columna. El mini-matón se acerca.

― Pero es que ¡¿no ves que tiene la cara muy rara?! Si parece un monito―, desafía el niño.

― Pues si no te gusta te aguantas. ¡Y no es un bicho raro!―los ojos están a punto de explotarle de la rabia.― ¡Y ya te estás callando esa boquita!

―Pues si tú lo defiendes es que tú también eres una monita como él.

― ¡Pues me importa un huevo! Es mi hermano y yo también seré una monita como él. ¡Y si no te gusta, pues, quítate de aquí!

Las amigas de ella se esconden tras la columna mientras los amigos del chaval lo jalean por la manga.

― Vámonos, Luismi. Déjalos tranquilos.―, y lo empujan hacia el patio ― ¡Vamos!, han dejado la portería libre y  Ramón se ha traído la pelota nueva.

La niña de nueve años se abraza a su hermano y le enjuga las lágrimas.

Un profesor se acerca.

― ¿Qué acaba de ocurrir?

Ella, entonces, rompe a llorar. Toda la tensión acumulada escampa por sus ojos. Los hombros tintinean y las manos le tiemblan de dolor. En su pecho hay una bomba de amor, que clama por las injusticias, a punto de explotar. 

― No me gusta que le digan esas cosas a una persona―cuenta entrecortada por las lágrimas y los mocos― .La gente se mete con él porque tiene un síndrome. ¡Pero él es una persona normal y no le tienen que decir nada!

― Venga, no llores. Lo has hecho bien. Lávate la cara y a jugar―. Es lo único que el profesor, temeroso de su propia empatía, es capaz de ofrecerle a la niña de nueve años deseosa de amor.

Ella le da un beso en la frente a su hermano. Se traga el orgullo que tanto tiempo le ha costado construir y sonríe a sus amigas que la esperan de nuevo en la esquina del patio.

En este momento aún no sabe que, al crecer, se casará muy joven con un hombre cariñoso y tierno. Tendrá un hijo aún más cariñoso y tierno al que le costará ver, como una gata bajo la lluvia enmascarada en la oscuridad. Se separará y llorará a escondidas en los rincones oscuros de su corazón. Pensará en nostalgias de tiempos mejores. Se sentirá sola y cansada. Trabajará duro, muy duro, para verse fuerte. Aprenderá a desenamorarse de sí misma y a asumir que ya no es una niña. Sentirá que la danza de su corazón en realidad es tan poquita cosa que querrá desaparecer en mil batallas. Caerá y se volverá a levantar. Se dará cuenta que el amor que profesa en forma de defensora de causas justas la irá alejando poco a poco de su corazón. Caerá de nuevo y volverá a levantarse. Una vez. Y otra vez. Y otra. Hasta que,  muy lejos de Lisboa, y más bien que malamente, irá reconstruyendo su corazón. 

Cachito a cachito.

En este momento aún no lo sabe pero un día soltará a la domadora de bestias para convertirse en la mejor defensora... de su amor.




martes, 24 de julio de 2018

MI OTRA FAMILIA





Alfonso, Andrés, Blanca, Raquel, Jesús, Carlos, Mamen, Nerea, Raúl, Blanca, Ana, Salud, Isabel, Rafael, Juana, Claudia.
Sois las manos de mi otra nueva familia.

Antes de saber que yo era mi propia familia vivía encerrada en mis propios miedos.

Remolona, distante. Dormida.

Mis ojos esforzados no veían.

Corría. Mucho.

Y no llegaba a ninguna parte.

Mis manos se sujetaban con fuerza.

No sé a qué.

Ahora lo veo.

Mis pies pisaban débiles sobre la tierra húmeda.

Mis labios se esfumaban como el humo de un puesto de kefta.

Mi pecho temeroso y las manos toscas.

Demasiado esfuerzo.

Agotada, un día me desplomé.

Caí como la piedra en el arroyo.

Pesada; al suelo.

Como el tronco que el rayo parte y se queda ahí, tumbado, recalentándose al sol.

La piel agrietada. Las uñas partidas.

Corcho seco.

Me esforcé por salir de ahí.

Mucho.

Luché por levantar mis ojos al cielo y gritarle a las nubes.

El sol cegó mis pestañas.

El calor arrancó mi piel muerta.

Niña muerta que anhela despertar.

Arrojé todas las fuerzas en vano.

Y volví a caer.

Rodé y descendí desconsolada.

De alguna manera, me hundí.

Dentro de mí.

Caí tan profundo que la oscuridad inundó mis entrañas.

Tan a dentro que mis manos aflojaron, mis uñas se volvieron blandas y mis dientes dejaron de carraspear.

Caí tan abajo tan abajo que me disolví en la tierra.

Y decidí quedarme.


Un día sentí una fina melodía.

Una gota de tambor cayó en mi oreja.

Bum.

Y otra Y otra más.

Luego tres-cuatro gotas de oboe y una fina lluvia de clarinete empezaron a acariciarme el rostro.

Bum bum.

Entreabrí los labios y me dejé mojar por el sonido de las panderetas y el cante jondo.

Bum bum bum.

El pulsar de mi corazón empezó a latir.

Con fuerza.

Cada gota venía a mi rostro a nutrir la sequedad como cristal poliédrico.

Y en cada cristal un nombre.

Y en cada nombre unos ojos.

Y en cada ojo, el universo.


El universo en una pupila.


Y el sol en una mano amiga.

Mis hombros sintieron la calidez. La protección.

Y la mano se multiplicó, así, lentamente.

Quince-veinte-treinta manos acariciaron mi espalda.

Me envolvieron en un abrazo de piel de camello.

Cálido. Nutridor.

Sin juicio.

Sin espera.

Solo el calor del abrazo.

Comprensivo, amoroso. Paciente.

Y en el acogedor caer del abrazo me sentí llena de nuevo.

Llena de mí. 

Llena de música.

Llena de vida.

Eran las manos que acompañan.

Como una familia.

Como una tribu.

Nutridora tribu al pie de la fogata del amor.

Y ahora comprendo.

Soy mi propia familia, sí.

Mi propia familia y más.

Quedarme está bien.

Confiar.

Dejarme abrazar y soltar.






Confiar que, tras muchos años, tengo una nueva familia.

domingo, 24 de junio de 2018

EL HOMBRE AL QUE LE GUSTA ESCRIBIR CON PLUMA




Gracias C.M.P. por inspirarme

Al hombre que le gusta escribir con pluma le cuesta, a veces, tomar su lugar. Así que hoy, como ayer, como cada día desde hace cuatro años, decide traer un lápiz a la charla. Es un lápiz de mina algo dura, algo así como su conversación. Porque llevamos viniendo muchos años a estas charlas y no hemos intercambiado más que algún hola perdido al inicio y algunos golpes de cabeza a las despedidas. Hoy, por primera vez, me siento a su izquierda.

Coge el lápiz con delicadeza, con dulzura, como si sus dedos acariciaran la madera y dibujaran las palabras, en vez de escribirlas. Tiene las manos femeninas, los dedos largos y las uñas, aunque cortas, bien definidas. No se le ven callos ni uñas encarnadas. Cada dedo es como una dorada espiga de cebada que crece al son de su música interior. Tímida, delicada. Amorosa.

―Parece que hoy la charla va a ser larga―, susurro cerca de su oído en búsqueda de cierta empática alianza. Él me mira, sonríe y levanta levemente los hombros.

Me fijo, entonces, en su torso. Es duro. Contraído. Los músculos fibrosos esconden una espalda fuerte y más ancha de lo que uno podría imaginar. Porque el hombre que escribe a lápiz es delgado. Delgado y fuerte. Fuerte y vulnerable a la vez. Y su pecho esconde esto último. Alicaídos, parece que los hombros le sostengan ambivalentes. Ahora sí. Ahora no.

Cuando no hay nada que apuntar, juega. Juega con el lápiz. Lo sujeta entre dos dedos, el pulgar y el corazón. Como midiéndose la palma: uno en cada punta. Se lo mete por dentro de la costura del short de verano. Le da vueltas y vueltas entre sus dedos. El lápiz no para. Fantaseo pensando que su cabeza se mueve del mismo modo. Como una noria de feria, viajando sobre su mismo eje, figura de un mismo fondo. Ahora sí. Ahora no. Que uno no atisba a comprender qué hay ahí dentro. Las palabras escritas parecen sus tímidas ventanas al mundo.

La charla me aburre y me descubro siguiendo el lápiz que baila. Sonrío. Y mis pies empiezan a bailar siguiendo su ritmo. Me gusta.

―Hoy me cuesta seguir la charla―, digo en voz baja acercando mis labios a sus oídos. El hombre y su lápiz se paran y asienten al unísono. Sonríen al mismo tiempo. Me divierte pensar que el lápiz también me sonríe. Y mis pies le responden con otra sonrisa.

Al hombre que hace bailar el lápiz se le quiere por su sonrisa: apocada, juvenil. Vergonzosa. Algo pícara. Y en el fondo, hay algo de él que se echa de menos. Como si su mirada de lánguida figura gritara al viento he perdido algo.

A mitad de la presentación, lo encuentro medio escurrido en la silla, la espalda arqueada, alicaído. El lápiz, sin embargo, no cae. La letra, ilegible, sigue dibujando palabras en las hojas transparentes.

Cansada de escuchar, suspiro algo más fuerte de lo que puedo llegar a ser consciente y un gordo que está sentado tres filas más adelante, se gira. Me mira con ojos rasgados y la boca apretada. Me muerdo la lengua. Entiendo. Miro las manos y el lápiz a mi derecha y subo la mirada por el pecho hundido, los hombros alicaídos y me encuentro con la sonrisa pícara y la mirada cómplice. Dejo caer, entonces, mi cabeza en su hombro en señal de agradecimiento.

Me quedo ahí. Descanso. Huelo sus inspiraciones y espiraciones. Saboreo el calor de su hombro en mi oreja. Siento, de alguna forma, el olor de su piel. Me gusta. Él acerca su cabeza a la mía y así nos quedamos un instante. Fugaz y a la vez eterno. Me quedo suspendida en el tacto y el aroma de su pecho. Nunca antes estuve tan cerca de su olor. De alguna forma, me resulta familiar. Cercano.

Y suspiro.

Entonces, deja el lápiz en la libreta. Y, sin mirarnos un segundo, siento cómo uno de sus dedos, delicado, se acerca a mi mano. Su dedo largo y fino me acaricia con dulzura. Como si en el fondo supiera que es justo lo que necesito ahora. El calor del sol de la espiga en forma de frágil caricia. Su dedo en mi mano.

El gordo de delante desaparece. La charla se convierte en un murmullo lejano. Las incómodas sillas se transforman en mecedoras de aire. Me dejo mecer. Simplemente en la atención de su dedo en mi mano.

― ¿Siempre escribes a lápiz?―, le pregunto flojito, así, sin levantar mi cabeza de su hombro.

―No. En el fondo, a mí lo que me gusta es escribir con pluma―, me responde flojito, así, sin levantar su cabeza de la mía.

Suspiro hondo. Sonrío por dentro. Y comprendo, por fin, que a mí también me cuesta, a veces, tomar mi lugar.




lunes, 14 de mayo de 2018

POR AHORA




Aquí. Me siento bajo el árbol milenario.
Fuerte. Robusto.
El roble me acoge con su firme sombra.

Allí. Miro las nubes en el horizonte.
Claro. Liviano.
La línea del infinito a la que nunca llegar.

Aquí. Siento el frescor de la hierba a mis pies.
Verde. Vulnerable.
Y la margarita que me acuna.

Allí. Veo un halcón que alza el vuelo.
Seguro. Majestuoso.
Parece que me guiña un ojo.

Respiro, entonces. Y cierro los ojos.
Y veo con claridad.

El desierto, ahora, me permite ver.

Y me despido, pues.
Me despido, por ahora, de la oscuridad.
Me despido del miedo y del arrojo que me ciegan.
Me paralizan o me ahogan.

Me despido, de momento, de los grilletes de la pereza.
Del des-amor propio.

Y me despido sabiendo que es por ahora.

Por un momento.

Quizás lo oscuro y el miedo y el arrojo y el des-amor vuelvan.

Y entonces les daré los buenos días. Los miraré a los ojos.
Y les daré un asiento en mi salón.
Y nos tomaremos un té.

Pero ninguno de ellos decidirá cuál es el próximo paso.

Me despido, pues.

Por ahora.

martes, 8 de mayo de 2018

SIGO NADANDO





Bueno, pues ya ha llegado. El día ya está aquí. Hoy cumplo cuarenta años. Venga, lo voy a escribir en cifras que parece que sea más redondo no más. Hoy cumplo 40. Y, ¿qué?

Sí: y, ¿qué? Esa es la pregunta. Bueno, no. Esa no es la pregunta. La pregunta sería y, ¿cómo?. ¿Cómo he llegado a estos cuarenta  que siento iguales a los treinta y nueve o los treinta y siete? Vale, vale. No los siento igual. Me confieso. Mis amigos más cercanos saben que la crisis de los 40 la pasé de los 33 a los 38. Más o menos. Y que ya a partir de entonces bromeaba que, total, cuando llegara a los 40 ya estaría pasado el mal trago. Pues, mira. No andaba yo mal encaminada. Encaro esta nueva década con más calma y tranquilidad. Contenta. Sí. Esa sería la palabra. Contenta. Porque lo de feliz lo veo grande, muy grande.

Porque no soy de muchos recuerdos y bien sabe quien me conoce bien (eh, Yolanda; eh, Ana) que tengo memoria de pez y a veces me parezco a Dori que sigue nadando, sigue nadando. Pues eso. Que sigo nadando.



A veces me miro en el espejo y veo la misma cara de cuando tenía veinte. Y, dicen que sí, que la tengo. Porque yo no me veo tan diferente por fuera. Sigo vistiendo estilo pseudohippy algo desaliñado o calzo abarcas en verano. Porque, oye, son super cómodas. Nunca me ha gustado ir en tacones, que me siento pisando uvas, ni maquillarme cada día. Yo sigo primando la comodidad a la estética. Elecciones; sólo eso. Y, mira, eso sigue igual ahora en esta cuarentena.

Sí he aprendido en estos últimos años a no importarme ir a la playa o disfrutar de un cine yo sola. A quedarme en las situaciones sociales que antes me ponían tensa, porque esto me sana. Porque , y la experiencia me lo ha enseñado, que si me quedo, luego estoy bien. Y no pasa nada. A no importarme tanto lo que la gente piensa de mi; y a no importarme tanto  lo que yo pienso de mi. A recordarme que, aunque a veces me olvide, escribir me recuerda quien soy. Y que, mira, no hace falta darse tanta autoimportancia ni solemnidad a veces. Que, mejor, tomárselo con humor y reírse, primero, de una misma.

Estoy aprendiendo también a recibir. Recibir bonitas palabras de quien me quiere, recibir abrazos y besos de quien me aprecia. Porque, ay, antes me incomodaba tanto. Y, hay días que todavía, a veces, me tenso, oyes.  Algo así como unas voces extrañas de dentro de mi cabeza que me decían: “que no, que tú no te lo mereces; tú a dar y que reciban los demás”. Pues, mira, sigo dando, sigo ofreciéndome. Y, a la vez, estoy aprendiendo a recibir. Y a agradecer. Sigo nadando. Sigo nadando.

Y hoy me siento afortunada y honrada por mis primeros cuarenta años de vida. Por todo lo vivido y todo lo aprendido. Y, también, por las cagadas y equivocaciones. Y sé, lo sé, que me queda tanto por vivir, tanto por aprender.



Me siento muy agradecida y honrada por las amigas del alma que tengo. Pocas, sí. Y del alma también. Con Yolanda nos conocemos desde hace más de quince años. Y hemos crecido juntas. Estamos creciendo juntas. Mi Yoli, que me llama " su sevillana" y yo me río porque el acento lo tengo pillado pero no del todo. Sí, estamos creciendo juntas. En todos los sentidos. Estamos aprendiendo, querida, a hacernos mayores. Gracias, amiga, por quererme tanto. Gracias por decirme las cosas tal cual son.


Con Ana nos conocemos de hace unos ocho años. Y, amiga, has entrado en mi corazón como un torbellino. Nos conocemos tanto que a veces bromeamos que parecemos dos cuerpos con una sola mente. Gracias por estar ahí; por abrirme las puertas de Sevilla, mi segunda ciudad. Por tu generosidad a nivel profesional y personal. Por cuidar de mi Chispa cuando me voy. Por cuidar de mi cuando sí estoy. Y cuando, no. Estoy convencida de que nos esperan todavía muchas aventuras y proyectos por parir.

En mi corazón hay trocitos para muchas más personas, por supuesto: compañeros de Sin Telón, de la Gestalt, mi amiga Silvia de la infancia, mi abuela, mis tíos y primos, amigos y amigas sateros, mi tieta Ana y mi primo Oriol, exprofes de mi instituto,  alumnas y alumnos de mis talleres y cursos que han pasado a formar parte de mi familia escogida. Gracias, gracias.



Y ahí está, también, Emma. Mi hermana. Literal: mi hermana de sangre. Te quiero. Y sé que me quieres. A veces las palabras sobran. A veces, las palabras molestan. Porque el sentimiento es tan grande que cualquier parrafada lo embrutece. Porque tú me enseñas; y así también crezco. Cuando seamos viejitas viejitas tomaremos chocolate con churros y nos reiremos de tantas cosas. ¡¿Ah que sí?!





Y, claro, mis padres. Yo cumplo cuarenta años de existencia en este mundo, a veces loco, a veces surrealista. Y ellos cumplen cuarenta años de paternidad. Se estrenaron conmigo, mira. Y lo han hecho bien: lo mejor que han podido. Y eso es siempre bien. Esto de la paternidad no sé cómo va, pero fácil fácil no debe de ser. Porque, mira, lo de la “hijedad” tampoco lo es. Y ambas dificultades se juntan y necesitan encontrarse; como en una red de pescadores que bailan sobre el mar. Al son del cariño y del amor. Os quiero tanto. Gracias por darme la vida. Y gracias por estar aquí, siempre.

Pues, eso. Que cumplo cuarenta y, ¿ahora qué? O, ¿cómo? Pues, como pueda. Como pueda en cada momento. Porque ni lo sé todo, ni un poco de mucho, ni un bastante de nada. Y, si una cosa he aprendido en estos últimos años, es que no pasa nada.

Sigo nadando.



viernes, 20 de abril de 2018

MUY CERCA DE TU OÍDO





No somos perfectos. Ni lo queremos ser. Y a veces se me olvida que la cocina es demasiado pequeña y las ensaladas muy aliñadas. Quedamos en repartirnos el tiempo. Y a ninguno de los dos nos gusta dividir. Porque preferimos elevar a la potencia. De dos, de tres o de ciento veintiséis. 

Y eso significa que somos normales. Ni raros ni extraordinarios. Normales. Como las lámparas de pie o las mantas de los chinos.

Ya sé que hay días en que todo es gris y poroso. Y que las tortitas no siempre nos salen esponjosas.

Hay días en que tus pies están más fríos de lo habitual y la nuca me da un respingo. Y se me eriza el cabello. Ya sé que a veces tus lágrimas son dulces y a veces saladas. Y que saber saborearlas es lo que marca la diferencia.

Hay noches que no estoy lo suficiente y días en que tú estás demasiado. Y sé que no siempre miro por ti o por mi. O por los dos. Que no miro. Y entonces tú te sientas a mi lado y dejas que mi cabeza se recueste en tu regazo. Y me peinas con los dedos. Y está ben.

Y, a pesar de todo, por eso mismo, ¿te he dicho alguna vez que me encantan tus labios y la forma de tu barbilla? ¿Que me encantan tus cejas al sorprenderse y cómo se te ruborizan las mejillas al verme llegar?

¿Te he dicho alguna vez lo cálidos que son tus ojos cuando me miras la espalda?

¿Y cómo se me derriten los hombros cuando me susurras al oído?

Te lo he dicho, ¿verdad? Bueno,  te lo digo de nuevo ahora. Te lo susurro muy cerca, cerquita de tu oído.

lunes, 19 de marzo de 2018

EN EL DÍA DEL PADRE




Hace cuarenta años que mi padre fue padre. Bueno, en realidad no hace 40 años exactamente. Faltarían 2 meses escasos para que mi padre fuera padre por primera vez: el día de mi nacimiento.

Pero, como por esos entonces yo ya estaba dando alguna que otra patada en la panza de mi madre pues, sí, que digo yo que este año mi padre cumple cuarenta años de padredicidad voluntaria. Porque la padredicidad es algo más que la paternidad. De alguna forma a la padredicidad se le añade una cierta cualidad especial. Padre- padre se puede ser de muchas formas: queriendo o sin querer, con más o menos torpeza, con mucho o poco amor, etc. Pero ser padre y honrar la felicidad no debe ser fácil. Y esto es lo que mi padre ha hecho durante toda su vida: trabajar mucho y duro para honrar la felicidad de su familia. De pequeñas, a mi hermana y a mí, nos cuidó como supo, como, imagino, pudo ir aprendiendo; proporcionándonos la seguridad que necesitamos, animándonos a seguir estudiando siempre, a trabajar duro; nos transmitió su amor por la montaña, su amada montaña… Imagino que, como mi madre, que como mi hermana y como yo misma, mi padre hizo siempre y en todo momento lo mejor que podía hacer. Como todos los padres. Como todas las madres. Como todas las hijas e hijos. Porque nadie puede hacer más de lo que puede hacer en cada momento.
 Y yo, ahora, lo entiendo.

Son cuarenta años los que hace que nos conocemos. Y todavía tengo esa sensación de que no nos conocemos aún. Y, quizás, debe ser así.

A mi padre le cuesta emocionarse y, cuando alguna lágrima de emoción parece que aflora de sus ojos, él la retiene hacia dentro, como cuando un niño se enjuga los mocos. A mi padre, a veces, le cuesta escuchar y termina las conversaciones con un “te paso a tu madre” sin esperar que yo le responda o le cuente. Y se pone colorado de la vergüenza en muchas ocasiones o le da una risa floja nerviosa que no sabe parar.

Mi padre también me ha enseñado el valor de la prudencia, de la razón y la previsión para el futuro. Y también el goce del respirar aire puro, de disfrutar del tiempo libre en familia con su anhelo juguetón. De mi padre he aprendido que siempre se puede ayudar a quien quieres, incondicionalmente. Y a quien no quieres también le puedes echar una mano si lo necesita.

Hay muchas cosas que cojo de mi padre y otras de las que estoy aprendiendo a soltar. Porque a veces yo tampoco me conozco muy bien y me confundo. Estoy aprendiendo a conocerme un poco mejor cada día.

Honro tus enseñanzas, papín. Gracias por tu amor y por tu generosidad. Ahora me toca a mi dar mis pasos y seguir disfrutando de los tuyos.




viernes, 9 de febrero de 2018

EL DÍA QUE VOLVIÓ A USAR UN PEINE



A A.R.O.

Desde la ventanilla del avión se ven las gotas resbalar. En la ciudad llueve. El hombre que se cree valiente mira a través del cristal empañado y suspira. Los cielos lluviosos de la Polinesia sí que son obras de arte, piensa. Porque de allí viene. Bueno, de allí está viniendo, porque lleva más de 24 horas viajando, enlazando autobuses-chatarra con barcas de madera, avionetas de correos y un avión tras otro. Enlaces todos ellos urgentes y necesarios. El hombre que se cree valiente  vuelve  hoy a casa después de tres meses de expedición.

Pasa de largo las cintas de recogida de equipajes. Todo lo que necesita lo lleva en su vieja mochila a la espalda. Dos mudas de ropa interior, unos pantalones largos, unos pantalones cortos, dos camisetas y una sudadera con capucha. Dos pares de calcetines y el recambio de sus sandalias. Un cargador universal y su cámara de fotos. Hace años que aprendió a no necesitar ni toallas ni neceser. Porque el hombre que se cree valiente solo necesita de su cámara, un punto de luz y su intuición.

― ¿A dónde vamos, caballero?― pregunta el taxista cansado.
―Al hospital central―, responde ―lo más rápido que pueda.

El taxista, un hombre gordo, muy gordo, y calvo, demasiado calvo, levanta la vista para ver por el retrovisor y se encuentra con la cara enjuta de un hombre más joven de lo que aparenta. Delgado pero fuerte. Y calvo, como él. Se sonríe y recuerda ciertas formas de cortesía que algún día perdió.

―Amigo, con este frío, los que no tenemos pelo necesitamos cubrirnos las ideas que si no se nos escapan congeladas―dice mientras le da gas al Toyota y baja la bandera.

El hombre que se cree valiente esboza media sonrisa y afirma con la cabeza mientras se levanta las solapas de su chaqueta térmica. Ya ni me acuerdo de cuando me quedé calvo, dice por dentro. Pero eso no es así.

Al hombre que se cree valiente se le cae el pelo, así de golpe, el día que decide irse de casa. Tiene diecisiete años y muchas ganas de mundo en el corazón. Se embarca en un pesquero que lo lleva a la otra punta del mundo, trabaja en un parque de atracciones en Sídney, vende palomitas de colores  a turistas locos en un cine de Vietnam, conduce un 4x4 por el Atlas y surfea las olas de California en busca de adrenalina. Hasta que, en una pequeña tienda de El Cabo, descubre una pequeña NIKON EM. Se trata de una cámara réflex de pequeño tamaño y de fácil manejo para aquellas personas que nunca se habían planteado tener una cámara de este tipo. Le gusta su sencillez y diseño estilizado, ligero. Aunque es realmente incómoda de sostener en las manos hay algo en ella que le atrae. 
Y así empieza todo. Lo fotografía todo; lo grande y lo pequeño, las altas montañas y los minúsculos insectos, las luces y sombras del cielo allá donde va y el esconder las alas de un pájaro en su nido. De hecho, él se esconde también detrás del objetivo y eso lo hace creerse más valiente de lo que realmente siente. Y sigue viajando.

Y en una playa de Madagascar alguien lo ve y le pide tres fotos. Más desconfiado que tímido le proporciona tres instantáneas de paisajes.

―Me gusta tu estilo, chaval―le dice ese hombre alto con cara de plátano frito― ¿Te gustaría colaborar conmigo? Soy reportero en el National Geographic y necesito a alguien que me ilustre. Si te interesa te pagaré bien. Muy bien.―Y le guiña un ojo.

Ese día decide dejarse barba; una barba muy larga. Más por rebeldía que por descuido y, sobre todo, por compensar la calvicie de su cabeza. Esa pinta de chico aventurero, poco arraigado y algo desaliñado le da, poco a poco, una fama que nunca llega a creerse. De hecho, a él solo le interesa recorrer mundo y tomar instantáneas. Si, en el camino, la gente le paga las fotos de forma generosa, ya le está bien.

―Parece que viene de muy lejos, amigo―espeta de repente el taxista elevando su voz por encima de la retransmisión del partido en la radio.
―Sí, acabo de llegar de Polinesia. Voy a ver a mi mujer. Y a conocer a mi hija; que acaba de nacer.
―Enhorabuena, amigo. Esto sí que es una celebración―dice muy alegre el taxista mientras tuerce, con dificultad, medio cuerpo y le da la mano por entre la pantalla de protección.―Suerte tenemos los calvos que no tenemos que peinarnos para ponernos guapos, jajajajaja.

El hombre se toca la cabeza con la mano. Tiene razón, piensa mientras baja su mano por la cara para despejarse un poco. El cansancio del viaje y el sueño le están venciendo ahora. Así, de golpe. Llega a la barba y no le gusta en sus dedos la sensación del tacto a papel de lija. Mierda, y ni siquiera llevo un poco de desodorante.
De alguna forma, siente, después de muchos años, la imperante necesidad de presentarse algo limpio.

―Ya estamos aquí―. El taxi frena delante de la puerta del hospital Central.― ¡Mucha felicidad, amigo!

El hombre que hasta ahora se creía valiente ve el taxi alejarse en la noche oscura y, por un segundo, tiene la tentación de sacar su cámara y disparar al horizonte lleno de luces de colores. Sin embargo, se gira y se para ante la puerta. Un hormigueo le recorre las piernas desde la punta de los dedos hasta la cabeza del fémur. Sus labios empiezan a tintinear y no es de frío. La respiración se le entrecorta y se da cuenta de que tiene ganas de mear. Busca el símbolo internacional de baño público y se da cuenta de que este es su país. Que comprende los letreros y no necesita ahora dejarse guiar por los dibujos y las simbologías. Se sonríe por dentro. Las piernas le siguen temblando mientras mea a duras penas.

Se lava las manos y la cara. Levanta la mirada y se encuentra allí, en el espejo. Hace semanas que no se ve en un espejo tan nítido. Con los dedos se recorre las arrugas de la frente y se sorprende de las bolsas grises bajo los ojos. Sus labios están cortados por el frío y la barba está algo más blanca que hace un par de meses. Se mete la yema de los dedos por entre el pelo de su barbilla y se quedan atrapados. Una lágrima cae por su mejilla y ya sabe por qué.

Cierra los ojos y se apoya en el mármol frío. Como si ese mármol le dijera no eres tan frío, no eres tan duro. Abre los ojos y, reflejado en el espejo, ve algo encima del secador de manos. Se gira y se acerca. Es un peine pequeño, de esos que los hombres mayores solían llevar en los bolsillos de sus camisas hace años. Lo coge y, entonces, entiende.

El día que el hombre deja de creerse valiente entiende, por fin, que también debe volver a usar un peine. Y se peina la barba cana con ahínco, con cariño; con la compasión de saber que el día de su mayor salto al vacío es hoy.



martes, 16 de enero de 2018

UN HOMBRE VALIENTE



Hay un hombre valiente lleno de miedo y de temor. Un hombre valiente lleno de miedo que oculta con un cúmulo de sabiduría. Como si el ser admirado intelectualmente escondiera esa sombrita de temor a la vida que, a veces, muy pocas veces, asoma por detrás de la oreja.

Hay un hombre valiente que se reprime y, también, reprime. Porque le teme al conflicto y al confrontar. Porque le teme, en definitiva, a perder el amor y la admiración. Y, mientras, habla en tercera persona del impersonal para no mojarse una pizca en su dignidad dañada.

Hay un hombre valiente que ordena y etiqueta todo: los cajones, los álbumes, las fotos y hasta las bolsas de etiquetas. Al hombre valiente siempre le ha dado miedo el mundo. Pero lo oculta preparándose ante todo con perseverancia y suspicacia. Con algo de desconfianza y mucho estudio.

Ese hombre valiente, que se avergüenza tan rápidamente, suele moverse en grupos pequeños, se siente inseguro pero no lo muestra, se ve vulnerable pero no lo dice. Eso sí, tiene muy buenos amigos. Pocos, pero buenos. Y es leal. Muy leal. Puedes contar con él siempre. Y siempre es siempre. 
En el fondo, su dulzura se parece más a un edulcorante natural: suave pero duradera. Y, a veces, se le escapa por la comisura de los ojos en forma de lagrimitas de cristal.

Hoy al hombre valiente se le ha girado la vida. O, mejor dicho, la salud. Y se ha visto pequeño, indefenso.  Dubitativo e inseguro. Y , aunque , con dificultad, por una vez, se ha dejado querer.


Como un niño que solo pide que lo miren.


miércoles, 3 de enero de 2018

UN HOMBRE ME HABLA


A J.L.R

Un hombre me habla.

Un hombre me habla y me cuenta secretos.

Secretos que antes no podía contar.

Aquellos secretos de los que otros hombres se burlan. Secretos escondidos, secretos a voces, secretos de intimidad.

Un hombre me habla y me cuenta que llora,  que ríe. Que siente.

Un hombre me habla y me cuenta que a veces, muchas veces, se siente chiquito, pequeño ante la inmensidad del firmamento. Que la superluna le enciende por dentro al calor de lo humano. Que los amores apagados también duelen y los hijos alejados, escuecen.
Que dentro, allí en el fondo tan fondo de su corazón hay blanca risa, hay dulce llanto, espuma de rabia y pimienta de lujuria, hay aceite de vanidad y harina de dolor. Secretos de alta cocina emocional.

Un hombre que llora y me habla así, flojito al oído, me dice tanto. Me recuerda que, solo a través de las rendijitas de nuestras heridas, se cuela la luz. Me recuerda de la pequeña grandeza de todos. De la gran pequeñez del ser.

Un hombre me habla y me cuenta secretos a susurros, a voces, a gritos, a besos.

Y yo me conmuevo.