domingo, 18 de agosto de 2013

LECCIONES


Llegado el momento en que le mires a los ojos y no sientas compasión, será una buena decisión el plantearse perder a tu amigo. Empieza por distanciar el contacto. Toma tú primero la iniciativa. No dejes que se te adelante o te dolerá más. Llama solo una vez a la semana y luego ve distanciando tus comunicaciones: cada quince días y luego una vez al mes. Si es él quien te llama, deja que el teléfono suene y no descuelgues. Tu orgullo es superior al suyo. Responde tres días más tarde y excúsate por tu gran vida interior. Él seguirá invitándote a cenas aburridas, o a fiestas de cumpleaños, seguirá insistiendo para ir al cine o pasear en tardes de otoño. Accede dos o tres veces pero plantéatelo como un mero trámite en tu estrategia. Si el enemigo se cansa la batalla estará ganada. Cuando te cuente que la novia lo dejó o que su madre está enferma asiente levemente, tócate la barbilla simulando interés pero cambia de tema en cuanto tengas ocasión. Habla de tus conquistas, expláyate con tu nuevo trabajo y cuéntale cada insignificante cosa que hagas por las tardes. Si te pide prestado un libro o te pregunta si le puedes dejar una corbata dile que no. Sin explicaciones. No dejes que vaya a tu casa y nunca, nunca, paséis unas vacaciones juntos. Compartir más de dos horas de confesiones podría arruinar tu imagen de persona autosuficiente. No vayas a su boda y olvida su cumpleaños. Recuerda que al cabo de unos meses, un año a lo sumo, ese gran amigo se convertirá en un conocido más. Un día os cruzaréis por la calle y simplemente os saludaréis con un  leve movimiento de cabeza. Sigue caminando, no mires atrás y felicítate por el éxito conseguido.
 
 
 

sábado, 10 de agosto de 2013

TIZAS Y CANICAS



Una mañana, mamá me dio un beso rápido en la mejilla y me metió el batido de chocolate en la bolsita de tela.

―Te vendrá a buscar Julieta, que hoy tengo mucho trabajo, cariño. Cuando llegue a casa te contaré un cuento; el que tú quieras ―se despidió mi madre en la puerta de la escuela.

La señorita  nos dio una ficha del número tres para colorear y luego hicimos barquitos con pasta de modelar. Susana hizo una barcaza, era enorme. Susana siempre era la mejor moldeando y la señorita siempre le decía lo bien que lo hacía. Susana y yo somos amigos desde la guardería. Nuestras madres se hicieron amigas en el parque y siempre celebramos los cumpleaños juntos. Ella sopla mis velas y yo soplo las suyas. Me gusta mucho el pelo de Susana. Es de color naranja y su madre siempre le peina una coleta muy alta. Me gusta jugar con Susana: ella siempre quiere hacer de profe y yo la dejo. El otro día vino con un peluche nuevo: era amarillo y tenía una flor en el cuello. Cuando llegó a clase se lo enseñó a todos: a María, a Marco, a Pepe…Me dejó cogerlo y lanzarlo al aire.

El timbre sonó, Susana me cogió de la mano y los dos corrimos hacia el patio. Ese día olía a yogur de fresa. Cerré los ojos y me dejé llevar.

―Mira ― y abrió la mano delante de mis ojos. Era la canica más grande y más azul que había visto nunca. Mi madre no me compraba nunca canicas y las que tenía las había ganado en las horas del recreo del último curso. Alargué mis dedos para tocarla pero Susana cerró la mano de repente. Le miré a los ojos y le supliqué con la mirada que me la dejara tocar. A veces Susana podía ser muy misteriosa. Y eso me encantaba.

―Cuidado, que se puede perder. Marco nos está mirando y no quiero que la vea ―susurró  mientras se escondía esa bolita de cristal en el bolsillo del baby.

Entonces me dio un beso en la mejilla y dijo  “vamos a la fuente”. Me quedé quieto y las orejas se me pusieron rojas rojas. Creo que la cara también se me puso colorada, como cuando el año pasado tuve paperas y mi madre me ató una bufanda en la cara. Susana nunca me había dado un beso en la mejilla. Llevaba tres semanas soñando que yo le daba un beso a ella. Esos días había vuelto a mojar la cama. A mamá no le gusta que a mi edad me siga haciendo pis en la cama. Me acordé y me toqué los pantalones.

Cuando llegamos a la fuente, nos mojamos las manos, la cara y nos hinchamos las mejillas con agua para explotarlas, luego, con las palmas de la mano. Hacía tres días que nos gustaba jugar a hacer fuentes con la boca para ver quien llegaba más lejos. Ella siempre me ganaba. Sus mofletes se llenaban totalmente de agua y parecía que se le iban a salir los ojos. Me gustaba ver que las pecas se hacían un poco más grandes y eso me hacía reír.

Escupió el agua, se secó los labios con la manga y se fue gritando como una sirena. Corría alrededor de Marshila tocándole la barriga y tirándole de las trenzas. Pobre Marshila. Hacía poco que había llegado al colegio, aún no entendía cuando la señorita le preguntaba y nadie quería jugar con ella. Mi madre me decía que me acercara yo, que le preguntara de donde venía. Pero me daba mucha vergüenza.” ¿Y si me decía que no con la cabeza?”

Yo quería seguir con el juego de la fuente y bajé la cabeza. “¿Por qué no quiere seguir jugando conmigo?” Me metí las manos en los bolsillos y saqué una tiza de color rojo. Me senté el suelo y empecé a dibujar sobre las baldosas grises. Quería hacerle un regalo especial a Susana. Dibujaría un corazón rojo y pondría nuestras letras dentro. S y M. “Seguro que le gusta y me da otro beso.” La profe dice que dibujo muy bien.

Apreté con fuerza y la tiza se rompió en tres pedazos. Marco me estaba mirando y empezó a reírse. Me señalaba y se reía. “Odio a Marco. Siempre se está riendo de todo el mundo”. Apreté uno de los trocitos con la yema del dedo y ésta se deshizo hasta convertirse en un polvito, como de azúcar. “Seguro que Marco se ríe de mi medio corazón en el suelo. No quiero que lo vea”. Sin levantar la cabeza y todavía de rodillas, empecé a llorar. Mis lágrimas se mezclaban con el polvo rojo en el suelo. Susana se había olvidado de Marshila y estaba en el columpio de cocodrilo. Es nuestro favorito. La miré balanceándose; adelante, atrás, adelante, atrás.

Restregué la pinturita con la mano y el dibujo se quedó borroso. Me levanté. Corrí escondiéndome la cara con las manos y me escondí debajo del tobogán.

Cuando el timbre volvió a sonar yo seguía escondido. Me cogí las rodillas con las manos y escondí la cara en medio. Por la rendija del suelo vi muchos pies que corrían camino de la clase. También vi a Lorenzo, que se tropezó y cayó sobre la gravilla. Lorenzo siempre se está cayendo y su madre le ha puesto unos zapatos muy grandes y feos.

No quería volver a clase para que Marco se riera de mi otra vez. Seguro que se lo había contado a Susana y le había enseñado mi medio corazón borroso. En el último timbrazo vi una mano que se asomaba por debajo del tobogán. No podía ser la mano de la señorita porque tenía las uñas un poco largas y de color rosa. Bajé la cabeza y la saqué un poco. El sol me picó en los ojos y me tapé con la mano. La mano seguí ahí y me indicaba que saliera. Poco a poco, me arrastré y conseguí salir de debajo del tobogán. Y ahí estaba Marshila. Estaba muy quieta, de pie y las trenzas negras le caían por encima de los hombros. Me alargó la mano y me ayudó a salir. Me sonrió y yo le dije gracias muy bajito. Entonces sentí que las mejillas me ardían y bajé los ojos al suelo. Empecé a restregar la punta de mis zapatillas haciendo pequeños círculos en la arena. “¿Qué le podía decir a Marshilla si no me entendía?

Ella me miró con unos ojos muy grandes y metió su mano en el bolsillo de su chaqueta. Todavía no tenía un baby y siempre traía una chaquetita de lana. Sacó la mano y la abrió. En la palma de su mano había una tiza de color amarillo. Parecía nueva porque era muy grande. Y estaba muy lisa. Alargó el brazo y me la puso delante de la nariz. Me dio cosquillas y me empecé a reír. Marshila también empezó a reír. Cogí la tiza y me la guardé en el bolsillo del pantalón. La escondí muy al fondo para que ni Susana ni Marco la vieran al entrar a clase. Entonces Marshila me cogió de la mano y corrimos hacia la clase. Ya era tarde.

Al entrar en la clase, estaban todos ya sentados en las sillas y la señorita estaba a punto de explicar un cuento. Me acordé del cuento que mamá me explicaría por la noche. Yo también le contaría que hoy he hecho algo nuevo.
 
 

jueves, 1 de agosto de 2013

NUEVOS RECUERDOS



Voy a contar mi historia. Aunque no me acuerdo de muchas cosas. Y precisamente por eso prefiero sentarme y recopilar todo lo que en los últimos meses he oído, me han contado o he inferido de viejas fotografías.

No pretendo reconstruir mi vida; eso sería algo imposible dado el inevitable paso del tiempo cronológico. No podemos volver a construir algo que ya está construido. Deberíamos demolerlo para, con las piezas resultantes, volver a montar de una forma más creativa. No, eso es imposible. Tengo más una necesidad de interpretar esa vida, como un sueño que, al despertar, queremos recordar a toda costa. Pero que cuando más nos esforzamos en recordar más se desvanece en nuestra cabeza. Como un jabón que resbala irremediablemente entre nuestros dedos.

Así es como me sentía, como esa pastilla de jabón que se va resbalando y, al mismo tiempo, como esos dedos que no pueden retenerla. Es una imagen graciosa y patética a la vez. Graciosa, precisamente, por lo patética.

Cuando desperté en la cama del hospital, el médico me dijo que había tenido una conmoción cerebral y que me sentiría algo extrañado durante un tiempo. Que la pérdida de memoria era un síntoma habitual en este tipo de accidentes. “Este tipo de accidentes”. Aquellas palabras me sonaban como si fueran una canción conocida por todos pero sobre la que yo no había tenido noticia nunca antes. Como si perder la memoria en un accidente fuera algo tan habitual que la gente ya ni habla sobre ello. Se sobreentiende. Así decidí sobreentender todas y cada una de las cosas que a partir de entonces se sucederían. Aunque no las entendiera.

La que decían era mi mujer solo vino una vez a verme. Era una mujer menuda, con los cabellos cortos y pantalones parcheados, como si doscientas treinta y tres ratas los hubieran estado royendo con sus diminutos dientes afilados. Tenía un aire melancólico. Los ojos se le quedaban medio cerrados y siempre miraba al suelo. No, melancólicos no eran. Eran tristes, unos ojos tristes. Verla por primera vez, de nuevo, me entristeció también. Pero suspiré por dentro y me dije que quizás sí, que quizás mi mujer era una mujer triste y yo era un marido triste. Más tarde me enteré de que yo no era un tipo triste. De hecho no tenía trabajo pero siempre estaba muy activo. Nunca estaba en casa.

―¿Te alegras de verme vivo? ―le pregunté  el día que vino a verme al hospital. Era una pregunta sencilla y compleja al mismo tiempo. Para mí y, supongo que también, para ella.

―Sí,… bueno…―titubeó y bajó la mirada.

Entonces alargué mi mano izquierda para tocar la suya. Una enfermera me había dicho que el olfato y el tacto eran los sentidos que mejor ayudan a recuperar la memoria perdida en el fondo del inconsciente. Entonces yo me imaginé dos grandes imanes en forma de U situados dentro de mi nariz o debajo de la palma de mis manos, pendientes de conectar cualquier sensación olfativa o táctil con viejos recuerdos perdidos.

Cuando mis dedos tocaron los suyos ella apartó la mano con rapidez. De golpe. Luego las juntó y entrelazó los dedos. El imán no funcionaba. Tuve la extraña sensación entonces de que, de alguna forma, ella me tenía miedo.

La que sí venía a verme cada día a todas horas, era una señora de unos cincuenta. Era algo más grande que yo. Y no digo alta ni gorda. Digo grande. Porque así la veía tumbado en la cama. Su cabeza era grande y llevaba un peinado crepado que agrandaba aún más su cabeza. Sus manos eran más grandes que las mías y de cada dedo asomaba un gigantesco anillo dorado. A decir verdad, esa mujer me intimidaba. Dijo que era mi hermana. Hablaba muy rápido y conseguí entender que hacía muchos años que había dejado de hablarme tras varias discusiones y que no había vuelto a mi casa por ciertas discrepancias. Pero que al enterarse de mi accidente una ola de arrepentimiento le azotó por dentro, como un huracán inesperado que te coge por sorpresa, te eleva por el aire y que no puedes controlar.

―Te he traído varias fotografías a ver si te ayudan a recordar ―dijo la que decía ser mi hermana. No tenía mucha esperanza en que eso funcionara pero la dejé hacer. Para ser más preciso debería decir que la dejé hablar.

Entonces de su gran bolso sacó varias fotografías. La gran mayoría eran fotografías en blanco y negro. Me contó que eran imágenes de nuestra infancia. En ellas salían nuestros padres, abuelos, tíos y primos. Eran escenas en el campo, en ríos o playas, en salones navideños e incluso una dentro de una furgoneta grasienta. Ninguna de ellas me evocaba ningún recuerdo. De hecho, al verlas no me interesaron lo más mínimo ni las personas que en ellas salían ni las historias que había detrás de ellas. Es curioso pero las personas nos pasamos la vida intentando recoger la mayor cantidad de recuerdos en imágenes fijas, como si fuera la única forma de detener el tiempo en nuestra memoria. Pero, en realidad, lo que recogemos son las historias que hay detrás de esas imágenes. Las anécdotas que se recuerdan y que conforman el catálogo de historia familiar. Y yo no tenía ningún catálogo de recuerdos ni anécdotas al que echar mano. Esas fotos no me decían nada.

Solo una de las fotografías me llamó la atención. No era tan vieja como las anteriores. Se trataba de una imagen a color, pero era un color amarillento, tibio. Como si le hubieran puesto algún filtro o mosquitera delante.

―¿Quién es este hombre? Parece joven. Se le ve feliz. Y la mujer que hay al lado también parece feliz. Los dos sonríen ampliamente ―pregunté con sincera curiosidad.

―Es la foto de tu boda. Hace más de quince años. Estos sois tú y Soledad ―contestó entornando la mirada hacia el suelo.―Esa fue vuestra mejor época ―carraspeó un par de veces―. Después… Soledad se fue apagando poco a poco.

―Ya veo ―. Fue lo único que pude contestar. Algo se me clavó en el pecho muy fuerte y empezó a empujar. Como un torniquete que va apretando poco a poco a cada nueva vuelta.

A partir de ese día (y estuve varios más en el hospital) me pasaba los días mirando por la ventana. Pensaba en Soledad. Me preguntaba si esa mujer que me había retirado la mano de repente alguna vez había llegado a ser de verdad la mujer tan bella y sonriente que había visto en aquella fotografía. Pensaba en las palabras de mi hermana y me preguntaba qué había hecho para que Soledad se hubiera apagado, así de pronto. O quizás no fuera de pronto sino lentamente, tan disimuladamente que el día a día no permitió que me diera cuenta de que se iba marchitando. Cuando las enfermeras se marchaban y mi hermana había bajado a comer algo a la cafetería, me sentía extrañamente culpable. Tenía que recuperar algo que, en ese momento, tampoco sentía mío, pero que anhelaba profundamente.

El día que el médico me mandó a casa mi mujer no me esperaba. Y debería decir llegar, y no volver, porque no tenía la imagen de haber estado allí nunca antes. La casa se me antojaba algo vieja y desanimada. Me aposenté en un butacón orejero y éste me abrazó con los apoyabrazos para no dejarme ir.

A los quince minutos me levanté con cierta dificultad (todavía me sentía débil y la cabeza me dolía de tanto en tanto) y vagué por la casa. Descubriéndola por primera vez como un niño que entra en una nueva tienda de juguetes e inspecciona todas y cada una de las estanterías. Me dirigí al dormitorio. Al entrar vi una gran cama de matrimonio, una cómoda con espejo en una pared lateral y un gran armario empotrado. Abrí las dos puertas del armario y me encontré con dos partes bien diferenciadas. La derecha debía ser mi parte: pantalones, chaquetas de pana, algún abrigo y dos o tres corbatas. En el suelo había cinco pares de zapatos. A la izquierda había varias blusas colgadas de perchas metálicas. Todas ellas eran la misma blusa repetida varias veces, con el mismo cuello y los mismos botones. Había unas cuatro faldas largas y dos pares de zapatos sin tacón. Ver esa ropa que me resultaba impersonal, me empequeñeció la garganta y, por un segundo, dejé de respirar. Era todo tan triste y desolador.

Bajé la mirada y, de repente, detrás de mis desconocidos zapatos descubrí dos botellas de whisky. Cogí una de las botellas. Estaba medio vacía. Pensé que quizás Soledad se sentía vacía como esa botella de whisky: ebria y turbia. Sin etiqueta. Una amargura me empezó a subir por el esófago y me llegó a la lengua un sabor a agrio y una rabia mezclada con llanto descontrolado. Cogí las dos botellas y las vacié en el inodoro. Las tiré de inmediato a la basura.

Entonces me quité el pijama y me vestí con unos pantalones de pana. Encontré varias monedas en un bote de cristal encima del frigorífico y salí a la calle. No sabía a dónde me dirigía. Mis pasos me llevaban pero no sabía hacia dónde. Me sentía furioso. Furioso por esas faldas largas tan anodinas, por esas paredes desconchadas que no sentía mías y por la manta parcheada del viejo butacón que me había raspado la piel. Pero por encima de todo me sentía furioso por esas botellas de alcohol que me abofetearon de golpe en el estómago. Como si hubiera descubierto un viejo tesoro, un tesoro que todos ocultan celosamente. Pero en esta ocasión no era un tesoro dorado. Se trataba de un recuerdo doloroso, que me rasgaba las entrañas.

Me senté en un banco de la calle y empecé a llorar. No podía creerme que esa fuera mi vida. No podía creerme que esa fuera la rutina que me esperaba a partir de ahora. No quería que aquella que decía ser mi esposa siguiera con la mirada baja. No podía soportar que me hubiera retirado la mano. Deseaba reencontrarme con aquella chica joven de la foto, sonriente y feliz. Y con aquel chico alto, que transmitía cierta esperanza. Ese era yo. Yo, hacía quince años. Deseaba sentirme como aquel muchacho de la fotografía. No lo recordaba pero deseaba ser él.

Por delante del banco en el que estaba sentado pasó una madre con un niño de unos cinco años. Lamía un helado de vainilla y tenía toda la cara devorada por la crema. Se reía muy fuerte y señalaba ensimismado las farolas, las palomas, una lagartija que se escondía bajo un coche y los colores de las baldosas. Está construyendo sus futuros recuerdos, pensé. Suspiré y sentí nostalgia de algo desconocido. Entonces me levanté, di media vuelta y me encontré con el escaparate de una gran floristería.

Entré y compré tres rosas rojas. Por algo debía empezar.