domingo, 27 de abril de 2014

MÚSICAS



La noche que Enrique Martín llega a la puerta de la sala de conciertos para revender dos entradas del concierto de moda, su ánimo anda decaído y echa de menos algo que nunca sucederá. El sol tímido empieza a acostarse, como cansado de un día más, y un aire fresco tamborilea las copas de los árboles. Tres hojas secas caen en un baile de jazz. Los zapatos de Enrique Martín se arrastran lentos siguiendo los adoquines no encajables de la acera. A su derecha los automóviles rugen desesperados por llegar antes que nadie al siguiente semáforo. Como él, que corre y corre a una nueva parada. Son irremediables las prisas por llegar a ninguna parte. Varias personas esperan en la puerta cerrada. Se topa con dos amigas de Lucía que, contentas se muerden las uñas mientras se sonríen en la cola.

―¿Hoy tampoco ha querido venir?―pregunta una de ellas extrañada al ver al chico solo.

―Se ha echado para atrás.

― Ya…El amor es como los mecheros: simplemente pasa de mano en mano―asiente la segunda con la cabeza y se despiden con un par de besos al aire. A Enrique se le cierra la gola  como la puerta de un bunker.

Los grandes focos del rótulo se encienden de golpe y ciegan a Enrique por unos segundos. Solo una letra solitaria de la rotulación parece que queda en penumbra. Cierra los ojos y en su cabeza ve a la Lucía del día anterior.

― Claro que me encantaría ir, Quique. ¡Qué ilusión!

Intenta esconder una leve sonrisa. No está seguro de si es sonrisa de ilusión o de resignación.

Lucía y Enrique se conocieron en la oficina de atención al usuario del servicio de asistencia social del ayuntamiento. Él era un traslado y ella controlaba al equipo de cuatro educadores y cinco asistentes sociales. Pronto Enrique demostró habilidad en limpiar las eternas bases de datos y hacer descender las pilas de informes pendientes del distrito. Poco a poco Lucía se fijó en su eficiencia y rapidez. Empezaron con un café, siguió una cena y en dos meses ya vivían juntos. A Enrique lo despidieron al cabo de seis.

―Cariño, pronto vas a encontrar algo―le decía ella constantemente. Pero, en el fondo, Enrique no lo creía. Sentía que esa complacencia era, de alguna forma, falsa.

Así, Enrique se convirtió en el ama de casa perfecta, limpiaba y cocinaba, planchaba y cepillaba al gato. Necesitaba sentirse reconocido por ella. El espejo no le devolvía su imagen sino los ojos de Lucía cuando él se esforzaba por esa relación. Y eso le hacía sentirse útil, querido. Lucía prefería salir, bailar por la noche o apoyar manifestaciones como mareas de gentes. Él prefería sentarse en la terraza a ver pasar las gentes, leer algún libro o simplemente dejar vagar la mente.

Enrique se levanta la solapa de la chaqueta y mete las manos en los bolsillos del pantalón buscando un pañuelo o algo con que enjugarse las lágrimas que se quedan bloqueadas en la garganta. Están vacíos. Se acerca lento a una pareja que parece que espera.

―Tengo un par de entradas. Os las dejo a precio de web―.La pareja se mira y levanta los hombros.

―Unos amigos nos las traen. Están a punto de llegar.

Otra negativa. Otra más. Enrique está acostumbrado a escuchar varios noes últimamente. Levanta los hombros y se aleja a la farola de la otra punta. La luz parpadea como anunciando que pronto va a brillar. Pero , todavía, no. En sus oídos parece oír la voz de Lucía:

―Tú nunca propones nada. Siempre soy yo la que nos empuja a salir―, solía quejarse con los brazos cruzados.

― Es que… yo…―, nunca supo decirle que no. Sobre todo cuando Lucía tenía razón. Incluso el día que decidió dejarlo.

Desde aquel día Enrique se propuso recuperarla, costara lo que costara. Hizo alguna entrevista de trabajo, se compró varios pantalones nuevos y empezó a ir al gimnasio. Cuando ya se sentía fuerte decidió tomar las riendas de la recuperación. Compró las entradas por internet nada más colgar el teléfono y quedaron en verse media hora antes para tomarse unos vinos. Tras la segunda copa y un plato vacío de huesos de aceitunas picantes, Enrique recibió un mensaje de texto de Lucía: “Hoy ha sido un día intenso en el trabajo. Estoy muy cansada. Lo siento”.

El concierto ha empezado y ya nadie espera en la puerta. Una joven sale a liarse un cigarrillo y el portero la repasa de arriba abajo. La luna se esconde entre un par de nubes como si esa noche no fuera con ella. Enrique hace una bola con las entradas y las echa en una papelera. Ésta la escupe y la bola de papel cae al suelo. Un ciclista solitario cruza su camino. Enrique se arrastra con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. De lejos la música se amortigua bajo el silencio de la noche.