La noche que Enrique Martín llega a la puerta de la sala de
conciertos para revender dos entradas del concierto de moda, su ánimo anda
decaído y echa de menos algo que nunca sucederá. El sol tímido empieza a
acostarse, como cansado de un día más, y un aire fresco tamborilea las copas de
los árboles. Tres hojas secas caen en un baile de jazz. Los zapatos de Enrique
Martín se arrastran lentos siguiendo los adoquines no encajables de la acera. A
su derecha los automóviles rugen desesperados por llegar antes que nadie al
siguiente semáforo. Como él, que corre y corre a una nueva parada. Son
irremediables las prisas por llegar a ninguna parte. Varias personas esperan en
la puerta cerrada. Se topa con dos amigas de Lucía que, contentas se muerden
las uñas mientras se sonríen en la cola.
―¿Hoy tampoco ha querido venir?―pregunta una de ellas
extrañada al ver al chico solo.
―Se ha echado para atrás.
― Ya…El amor es como los mecheros: simplemente pasa de mano
en mano―asiente la segunda con la cabeza y se despiden con un par de besos al
aire. A Enrique se le cierra la gola como la puerta de un bunker.
Los grandes focos del rótulo se encienden de golpe y ciegan
a Enrique por unos segundos. Solo una letra solitaria de la rotulación parece
que queda en penumbra. Cierra los ojos y en su cabeza ve a la Lucía del día
anterior.
― Claro que me encantaría ir, Quique. ¡Qué ilusión!
Intenta esconder una leve sonrisa. No está seguro de si es
sonrisa de ilusión o de resignación.
Lucía y Enrique se conocieron en la oficina de atención al
usuario del servicio de asistencia social del ayuntamiento. Él era un traslado
y ella controlaba al equipo de cuatro educadores y cinco asistentes sociales.
Pronto Enrique demostró habilidad en limpiar las eternas bases de datos y hacer
descender las pilas de informes pendientes del distrito. Poco a poco Lucía se
fijó en su eficiencia y rapidez. Empezaron con un café, siguió una cena y en
dos meses ya vivían juntos. A Enrique lo despidieron al cabo de seis.
―Cariño, pronto vas a encontrar algo―le decía ella
constantemente. Pero, en el fondo, Enrique no lo creía. Sentía que esa complacencia
era, de alguna forma, falsa.
Así, Enrique se convirtió en el ama de casa perfecta,
limpiaba y cocinaba, planchaba y cepillaba al gato. Necesitaba sentirse
reconocido por ella. El espejo no le devolvía su imagen sino los ojos de Lucía
cuando él se esforzaba por esa relación. Y eso le hacía sentirse útil, querido.
Lucía prefería salir, bailar por la noche o apoyar manifestaciones como mareas
de gentes. Él prefería sentarse en la terraza a ver pasar las gentes, leer
algún libro o simplemente dejar vagar la mente.
Enrique se levanta la solapa de la chaqueta y mete las manos
en los bolsillos del pantalón buscando un pañuelo o algo con que enjugarse las
lágrimas que se quedan bloqueadas en la garganta. Están vacíos. Se acerca lento
a una pareja que parece que espera.
―Tengo un par de entradas. Os las dejo a precio de web―.La
pareja se mira y levanta los hombros.
―Unos amigos nos las traen. Están a punto de llegar.
Otra negativa. Otra más. Enrique está acostumbrado a
escuchar varios noes últimamente. Levanta los hombros y se aleja a la farola de
la otra punta. La luz parpadea como anunciando que pronto va a brillar. Pero , todavía,
no. En sus oídos parece oír la voz de Lucía:
―Tú nunca propones nada. Siempre soy yo la que nos empuja a
salir―, solía quejarse con los brazos cruzados.
― Es que… yo…―, nunca supo decirle que no. Sobre todo cuando
Lucía tenía razón. Incluso el día que decidió dejarlo.
Desde aquel día Enrique se propuso recuperarla, costara lo
que costara. Hizo alguna entrevista de trabajo, se compró varios pantalones
nuevos y empezó a ir al gimnasio. Cuando ya se sentía fuerte decidió tomar las
riendas de la recuperación. Compró las entradas por internet nada más colgar el
teléfono y quedaron en verse media hora antes para tomarse unos vinos. Tras la
segunda copa y un plato vacío de huesos de aceitunas picantes, Enrique recibió
un mensaje de texto de Lucía: “Hoy ha sido un día intenso en el trabajo. Estoy
muy cansada. Lo siento”.
El concierto ha empezado y ya nadie espera en la puerta. Una
joven sale a liarse un cigarrillo y el portero la repasa de arriba abajo. La
luna se esconde entre un par de nubes como si esa noche no fuera con ella.
Enrique hace una bola con las entradas y las echa en una papelera. Ésta la
escupe y la bola de papel cae al suelo. Un ciclista solitario cruza su camino.
Enrique se arrastra con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. De lejos
la música se amortigua bajo el silencio de la noche.