No somos perfectos. Ni lo queremos ser. Y a veces se me
olvida que la cocina es demasiado pequeña y las ensaladas muy aliñadas. Quedamos
en repartirnos el tiempo. Y a ninguno de los dos nos gusta dividir. Porque
preferimos elevar a la potencia. De dos, de tres o de ciento veintiséis.
Y eso significa que
somos normales. Ni raros ni extraordinarios. Normales. Como las lámparas de pie
o las mantas de los chinos.
Ya sé que hay días en que todo es gris y poroso. Y que las tortitas no siempre nos salen esponjosas.
Ya sé que hay días en que todo es gris y poroso. Y que las tortitas no siempre nos salen esponjosas.
Hay días en que tus pies están más fríos de lo habitual y la
nuca me da un respingo. Y se me eriza el cabello. Ya sé que a veces tus
lágrimas son dulces y a veces saladas. Y que saber saborearlas es lo que marca
la diferencia.
Hay noches que no estoy lo suficiente y días en que tú estás
demasiado. Y sé que no siempre miro por ti o por mi. O por los dos. Que no miro. Y entonces tú te sientas a mi lado y dejas que mi cabeza se recueste en tu
regazo. Y me peinas con los dedos. Y está ben.
Y, a pesar de todo, por eso mismo, ¿te he dicho alguna vez
que me encantan tus labios y la forma de tu barbilla? ¿Que me encantan tus cejas
al sorprenderse y cómo se te ruborizan las mejillas al verme llegar?
¿Te he dicho alguna vez lo cálidos que son tus ojos cuando
me miras la espalda?
¿Y cómo se me derriten los hombros cuando me susurras al
oído?
Te lo he dicho, ¿verdad? Bueno, te lo digo de nuevo ahora. Te lo susurro muy cerca, cerquita de tu oído.