Gracias C.M.P. por inspirarme
Al hombre que le gusta escribir con pluma le cuesta, a veces,
tomar su lugar. Así que hoy, como ayer, como cada día desde hace cuatro años,
decide traer un lápiz a la charla. Es un lápiz de mina algo dura, algo así como
su conversación. Porque llevamos viniendo muchos años a estas charlas y no
hemos intercambiado más que algún hola
perdido al inicio y algunos golpes de cabeza a las despedidas. Hoy, por primera
vez, me siento a su izquierda.
Coge el lápiz con delicadeza, con dulzura, como si sus dedos
acariciaran la madera y dibujaran las palabras, en vez de escribirlas. Tiene
las manos femeninas, los dedos largos y las uñas, aunque cortas, bien
definidas. No se le ven callos ni uñas encarnadas. Cada dedo es como una dorada
espiga de cebada que crece al son de su música interior. Tímida, delicada.
Amorosa.
―Parece que hoy la charla va a ser larga―, susurro cerca de
su oído en búsqueda de cierta empática alianza. Él me mira, sonríe y levanta
levemente los hombros.
Me fijo, entonces, en su torso. Es duro. Contraído. Los
músculos fibrosos esconden una espalda fuerte y más ancha de lo que uno podría
imaginar. Porque el hombre que escribe a lápiz es delgado. Delgado y fuerte. Fuerte
y vulnerable a la vez. Y su pecho esconde esto último. Alicaídos, parece que los
hombros le sostengan ambivalentes. Ahora sí. Ahora no.
Cuando no hay nada que apuntar, juega. Juega con el lápiz.
Lo sujeta entre dos dedos, el pulgar y el corazón. Como midiéndose la palma: uno
en cada punta. Se lo mete por dentro de la costura del short de verano. Le da
vueltas y vueltas entre sus dedos. El lápiz no para. Fantaseo pensando que su
cabeza se mueve del mismo modo. Como una noria de feria, viajando sobre su
mismo eje, figura de un mismo fondo. Ahora sí. Ahora no. Que uno no atisba a
comprender qué hay ahí dentro. Las palabras escritas parecen sus tímidas
ventanas al mundo.
La charla me aburre y me descubro siguiendo el lápiz que
baila. Sonrío. Y mis pies empiezan a bailar siguiendo su ritmo. Me gusta.
―Hoy me cuesta seguir la charla―, digo en voz baja acercando
mis labios a sus oídos. El hombre y su lápiz se paran y asienten al unísono. Sonríen
al mismo tiempo. Me divierte pensar que el lápiz también me sonríe. Y mis pies
le responden con otra sonrisa.
Al hombre que hace bailar el lápiz se le quiere por su
sonrisa: apocada, juvenil. Vergonzosa. Algo pícara. Y en el fondo, hay algo de
él que se echa de menos. Como si su mirada de lánguida figura gritara al viento
he perdido algo.
A mitad de la presentación, lo encuentro medio escurrido en
la silla, la espalda arqueada, alicaído. El lápiz, sin embargo, no cae. La letra,
ilegible, sigue dibujando palabras en las hojas transparentes.
Cansada de escuchar, suspiro algo más fuerte de lo que puedo
llegar a ser consciente y un gordo que está sentado tres filas más adelante, se
gira. Me mira con ojos rasgados y la boca apretada. Me muerdo la lengua. Entiendo.
Miro las manos y el lápiz a mi derecha y subo la mirada por el pecho hundido, los
hombros alicaídos y me encuentro con la sonrisa pícara y la mirada cómplice.
Dejo caer, entonces, mi cabeza en su hombro en señal de agradecimiento.
Me quedo ahí. Descanso. Huelo sus inspiraciones y espiraciones. Saboreo el calor de su hombro en mi oreja. Siento, de alguna
forma, el olor de su piel. Me gusta. Él acerca su cabeza a la mía y así nos
quedamos un instante. Fugaz y a la vez eterno. Me quedo suspendida en el tacto
y el aroma de su pecho. Nunca antes estuve tan cerca de su olor. De alguna
forma, me resulta familiar. Cercano.
Y suspiro.
Entonces, deja el lápiz en la libreta. Y, sin mirarnos un
segundo, siento cómo uno de sus dedos, delicado, se acerca a mi mano. Su dedo
largo y fino me acaricia con dulzura. Como si en el fondo supiera que es justo lo
que necesito ahora. El calor del sol de la espiga en forma de frágil caricia.
Su dedo en mi mano.
El gordo de delante desaparece. La charla se convierte en un
murmullo lejano. Las incómodas sillas se transforman en mecedoras de aire. Me
dejo mecer. Simplemente en la atención de su dedo en mi mano.
― ¿Siempre escribes a lápiz?―, le pregunto flojito, así, sin
levantar mi cabeza de su hombro.
―No. En el fondo, a mí lo que me gusta es escribir con pluma―,
me responde flojito, así, sin levantar su cabeza de la mía.
Suspiro hondo. Sonrío por dentro. Y comprendo, por fin, que
a mí también me cuesta, a veces, tomar mi lugar.