La hija y su novio ya están en el portal de casa de sus
padres. Ella sonríe ilusionada aunque no se le ve la cara de felicidad porque
una gran bufanda le tapa el rostro. Hace frío. Es un invierno más frío de lo normal.
Aún no ha nevado pero en las televisiones estatales anuncian este Fin de Año
barnizado de blanco. El novio está nervioso pero lo disimula. Por fin, va a
conocer a sus suegros. En sus manos enguatadas lleva una botella de cava tan
fría que le está helando los cartílagos.
―Me he puesto una de las corbatas que tu madre me mandó por
mi cumpleaños, cariño. ¿Crees que le gustará la verde?―pregunta él nervioso.
―Claro que sí, mi amor―responde la hija y le guiña un ojo.
― ¿Ya sabes cómo vamos a darles la noticia?―pregunta él un
poco expectante.
―Sí, déjame a mí. Conozco a mis padres. No te preocupes―responde
ella más segura de lo que en realidad se siente.
Padre y madre los reciben alegres, la casa está caliente de
chimenea y hay luces de colores que adornan el recibidor. De fondo se escucha
el ronroneo de la televisión con el especial de Noche Vieja.
―Dadme esos abrigos, hijos―brama la madre mientras les coge
las chaquetas, bufandas y guantes y los deja en la percha de la entrada. Luego
los acoge en su pecho―Tenéis pinta de necesitar un buen abrazo―.Un abrazo de
madre.
Porque la madre es una señora madre: se tiñe de rubia y se
pinta la cara. No quiere aceptar que los años pesan más que sus caderas. El
pecho, enorme, los saluda con un calor especial y huele a jazmín. Demasiado
fuerte, piensa el novio. Al ver la corbata, la madre sonríe forzada y espeta
riendo:
― ¡La verde! Ya lo sabía, no te gustó la roja, ¿verdad?
― ¡Mamá!―exclama la hija.
―Bien, bien, está muy guapo igualmente―responde deprisa. La
madre habla deprisa, exagerada, enérgica. Como si tuviera prisa por decir algo importante.
― ¿Tenéis sed? Anda iros al salón y calentaros. Yo ahora os
traigo un vasito de vino dulce.
―No se moleste, señora―interrumpe el novio―ya nos esperamos a
la cena.
―Si no es molestia. Anda, que con esa cara de frío que traéis
seguro que necesitáis una copita.
La hija y el novio se miran resignados y se sientan en el sofá.
El padre queda sentado delante de la chimenea. A penas se
mueve y lleva zapatillas de felpa. Se enciende un cigarrillo detrás de otro y
habla poco. Es un hombre alto y delgado, aunque en su juventud seguro que fue
un hombre fuerte, piensa el novio al estrecharle la mano.
La madre ya vuelve de la cocina dispuesta a sentirse de nuevo
el centro de atención. Porque la madre siempre ha tenido esa necesidad de
imponer su compañía a los demás, como si los demás no pudieran vivir sin ella.
Se siente indispensable. Y se lo cree.
― ¡Qué novio más guapo que tienes, hija! Me gusta mucho―le
dice a su hija con tal desfachatez que no se corta en adularlo delante suyo.
― ¡Mamá!― la corta avergonzada la hija.
― ¿Estoy diciendo alguna mentira? Yo nunca miento, hija. Lo
sabes. Y este sí que es guapo. Y seguro que te hace muy feliz. Porque, sois
felices, ¿verdad? ―ya empieza el descaro y la hija y su novio se miran―.No hay
nada más importante en esta vida que el amor, hijos. El amor es lo que mueve el
mundo. Míranos. A mí me hubiera gustado tener familia numerosa, tener muchos
hijos para darles todo mi amor, ¿verdad, Paco?― la madre busca la aprobación de
su marido sin ni siquiera mirarlo.
La hija arquea los ojos y los pone en blanco, se conoce la
historia desde hace tiempo y suspira.
―Pero el Señor solo nos trajo a una hija preciosa, buena,
bonita y trabajadora para que pusiera todo mi amor en ella.
―Mamá, ¿te ayudo con las uvas?―la hija sabe que si no la
interrumpe en el momento adecuado, la madre empezará con esa extraña compulsión
suya de conquistar. Conquistar personas, territorios, situaciones. Esa extraña
compulsión a sentirse seductora con todo y con todos. Sobre todo con las
novedades. Y eso no lo soporta. En un segundo le pasan por delante cientos de
escenas de su infancia y adolescencia en donde la figura de su madre estaba
siempre presente: con esa presencia de sentirse indispensable en todo momento,
insustituible, confundiendo su masiva defensa de necesitarse querida con el rol
de ayudadora dispuesta a todo y con todos.
En la cocina huele a marisco, pavo relleno, dátiles con queso
y encurtidos variados.
― ¡Cómo echaba de menos el olor a tu cocina, mama!
―Lo sé, hija. Todo lo he hecho por ti. Porque sé que te
gusta. Anda, prueba los dátiles, que me han salido muy ricos.
―No, mamá, ahora no tengo hambre.
― ¿No te gustaban tanto los dátiles? Los he comprado
especialmente para ti porque ya sabes que a tu padre no le gustan―la madre la
mira con ojos amohinados y le entrega un fruto con los dedos. La hija abre la
boca y se deja alimentar. Mastica lentamente y sonríe. La madre, orgullosa,
eleva el tronco como un pavo real en época de celo.
―Ya sabía yo que te iba a gustar…―murmura sonriente en voz
baja.
Madre e hija pelan las
uvas, les quitan con cuidado las pieles y las dejan en un platito de postre. Y
con las uñas, muy lentamente les sacan las diminutas pepitas. Las cuentan
una-dos-tres veces hasta que montan las docenas perfectas.
―Vamos a ver qué hacen los hombres… Que tu novio seguro que
se debe sentir un poco abrumado con tu padre…
Al llegar al salón el
padre y el novio hablan normalmente de deporte y del tiempo.
―Ya veo que no nos necesitáis para nada, ¿eh?―exclama la
madre al entrar con la bandeja de uvas, se ríe estrepitosamente y cacarea como
una gallina clueca. Entonces siente un pinchazo en el estómago y hace una mueca
de dolor.
― ¿Estás bien, madre?―pregunta preocupada la hija.
―Sí, sí. No es nada―. Deja la bandeja y se vuelve a la
cocina. Hace meses que de tanto en tanto siente esos pinchazos. Pero no le ha
dicho nada a nadie. ¿Para qué preocuparles? Apoya las dos manos en el mármol,
respira hondo, se recoloca el crepado
del pelo por detrás de la coronilla y vuelve sonriente de nuevo al salón
comedor.
―Mi vida… ―empieza el marido desde el sillón―vamos, que en
nada ya dan las campanadas.
―Cariño, ya sabes que no soy la mujer de tu vida, sino de tus
sueños...―,responde sarcástica y seductora la
vez. Y le planta un beso en la calva. Ambos, hija y novio ríen y no saben por
qué. La escena se vuelve algo forzada y un silencio aterrador inunda de pronto
el salón.
Forzada a romperlo, la hija carraspea y empieza tímida a
hablar.
―Bueno, mamá, papá. Tenemos una cosa importante que contaros.
― ¡Ay! ¡Ay!... que se nos casan―chilla la madre, exagerada,
teatral, como una cabaretera venida a menos con necesidad de hacerse escuchar más
allá de platea. Mueve las piernas, nerviosa, y se abanica con las manos.
―No, no es eso. Esto… A Miguel le han ofrecido un trabajo
importante…
―Oh, ¡qué bien! Ya sabía yo que este chico te hacía bien… y, encima, trabajador―interrumpe la madre mientras se sienta al lado de su yerno y
le toca la rodilla.
―No... Bueno, sí. Es un buen trabajo… Pero… ―la hija no sabe
como continuar.
―En Papúa, señora―espeta de repente el novio satisfecho.
― ¿En Papúa?― pregunta extrañada la madre manteniendo esa
sonrisa perenne en su rostro― ¿Y a qué se dedica esa empresa?
El novio lanza una carcajada que corta en seguida cuando se
da cuenta de que no es una broma.
―No, mamá. Papúa Nueva Guinea. Es un país y está en Oceanía.
Cerca de Australia.
Silencio. La mano de la madre sigue en la rodilla del yerno. El padre le da una larga calada a su cigarrillo y la hija, con la mirada baja, empieza a jugar con su pulsera.
― ¿Australia?... Pero… pero… ―empieza la madre―eso está muy
lejos, ¿verdad?―, el rostro le muta en un segundo. Los ojos que antes brillaban
de alegría ahora están opacos, como dos piedritas en las cuencas de un pájaro
de cristal. Sus manos empiezan a temblar y, cuando se da cuenta, retira de
forma inconsciente la mano de la rodilla del novio.― ¿Es que ya no me quieres,
hija? Que te vas tan lejos… ¿Es que ya no quieres ver a tu madre? Nos abandonas…
hija.
― ¡Mamá!― dice la hija tímidamente―Mamá… pero si tú sabes que
yo te quiero un montón… que eres muy importante para mi…
―No tan importante, hija―susurra la madre―… no tan importante…
La hija se coge las sienes y empieza a sollozar. Mira a su
padre que le devuelve la mirada dulce de quien sí entiende. De quién sí acepta.
La madre llora desconsolada. El novio no sabe qué hacer y
decide quedarse inmóvil, tieso, como una escultura de sal. De fondo, se empiezan
a escuchar las campanadas de los cuartos. Los cuatro platitos con uvas quedan
en la mesa y poco a poco se van secando con el calor de la chimenea.
Al escucharlas, la madre se levanta, corre hacia la mesa,
agarra los cuatro platos de uvas y los reparte. Hija, novio, padre y madre,
quedan sentados delante del televisor, en silencio. A cada campanada se tragan
una de las uvas peladitas con un amor amargo en la garganta.
Entre uva y uva la
madre susurra dolida: “Pues tendrás que arreglártelas sin mí... Tendrás que arreglártelas
sin mi...”.
Gracias a A.T. por la idea
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