jueves, 28 de noviembre de 2013

UN CAFÉ, SOLO


HOMBRE y MUJER en la quinta planta de un centro comercial. La mujer espera en la entrada del cine y el hombre, delante de un café. Momento de espera. No se ven. El HOMBRE mira su reloj de tanto en tanto y se coloca unos cascabeles en el pelo. La MUJER da cortos pasitos arrastrando los zapatos por el suelo, atada a la cintura lleva una caja de madera. Las caras mutan lentamente.


Finalmente se encuentran.

HOMBRE: ¿Dónde estabas? Habíamos quedado en el café.

MUJER: ¿En el café? Nada de eso; dijimos en la puerta del cine.

HOMBRE: Sí, sí… tienes razón. Tú siempre tienes razón… ¡Quedamos en el café hace unos días! Estábamos en ese mismo café y dijimos de volver a vernos ahí.

MUJER: Pero… si ese día quedamos en el parque… ¿cómo podías estar tomándote un café?

HOMBRE: Tú estabas ahí, conmigo.

MUJER: ¿No estarías con otra y me confundes? Hace tiempo que no tomamos nada juntos, ni un triste vaso de agua.

HOMBRE: ve, y pregúntale al camarero. Seguro que te recuerda. Cuando te levantaste hacia el baño me comentó sobre tus piernas.

MUJER: ¿En serio?

HOMBRE: Sí. Y fue entonces cuando le tiré la taza en la cara.

MUJER: Ahora entiendo lo de camilleros…


HOMBRE: … el parque.

MUJER: sí… recuerdo unas plantas que te de irían de perlas para el jardín…

HOMBRE: ¿Caras?

MUJER: No sé. Pero, eran muy… lilas.

HOMBRE: El lila hace juego con el color de tus ojos.

MUJER: sí.

Silencio. Aparece el camarero bailando cumbia. Toma nota.

HOMBRE: Un cortado. Con la leche fría.

MUJER: Un café con leche. Muy caliente, por favor.

Silencio. Silencio.

HOMBRE: … pero el lila es un color muy caro, ¿no?

MUJER: más caro resulta escuchar el corazón de las personas.

HOMBRE: Recuerdo a mi tío. Le sonaba muy fuerte el corazón. Tanto, que no nos dejaba ver la televisión por las noches. Bum… bum… bum…

MUJER: A veces ocurre.

HOMBRE: Entonces, subíamos el volumen. Y su corazón latía cada vez más fuerte. Bum… buum.. Una mañana encontramos su corazón enganchado al techo.

MUJER: ¿Y la tele?

HOMBRE: Mi tía decidió pegarla en el techo también. Para tapar la mancha roja de sangre.

MUJER: Cuando le coges cariño a algo, no lo puedes soltar.

HOMBRE: Y al revés, ocurre lo mismo.

Silencio. Silencio. Silencio. Silencio.

Una gitana malasia interrumpe con un ramo de rosas. La MUJER niega con la cabeza.

HOMBRE: No, gracias. Lo estamos dejando.

MUJER: ¿Sí?

HOMBRE: Sí.

domingo, 17 de noviembre de 2013

LOS CHICOS


Cualquier cambio puede darse en la gran ciudad o en un pueblo rodeado de campos de centeno. Qué más da el escenario cuando lo que cuenta son las palabras no dichas, los diálogos ocultos y las miradas esquivas. Y más, cuando se trata de un grupo de chiquillos, una chica llamada Mariló y unos Perlas que iban en moto.

Los chicos nos encontrábamos cada verano corriendo por las calles de Villatilos. Mario, Marcial, Marcos y yo sabíamos que debíamos vernos en la fuente de la pequeña plaza nada más llegar de la ciudad. Un año de estudios se volatilizaba de repente al vernos y la excitación de tres largos meses nos entusiasmaba a la hora de hacer planes.

―Vamos a tirarle piedras al cerdo de los Pérez― proponía Marcial con su pícara mirada tras unas gafas de metal que se le resbalaban nariz abajo.

―He traído mis canicas, podemos hacer una competición ―decía Marcos con los ojos gachos, mientras abría una pequeña bolsa de cuero y nos enseñaba las bolas relucientes. Los dedos le temblaban.

Mario nunca proponía nada interesante pero se unía a cualquier plan. Era el más rápido dando excusas y escapando de cualquier problema.

Aquel verano fue el más lento que recordamos. El calor nos obligaba a pasar las mañanas en el río, buscando renacuajos o ranitas bajo las piedras, y las tardes en el campo, bajo las sombras de cualquier pino. Porque en Villatilos ya no había tilos. Los viejos nos contaban que sí, que hubo un tiempo en que el pueblo tenía un nombre realista, verdadero, fiel. Nuestros padres se pasaban los días en el bar, lanzando piezas de dominó a un viejo tapete verde o ayudando a los cuñados en el campo. Nuestras madres se sentaban en los patios, pelando cebollas y ocultando las razones de sus lágrimas. Siempre había algún familiar al que recordar a la hora de la cena. Así nos pasaban los días, lánguidos y pesados.

Una tarde nos paró el guardia. Perseguíamos a los perros, les echábamos una cuerda al cuello y los colgábamos de las farolas.

―Los soltaríamos en una hora, señor. No queríamos hacerles daño ―, Mario fue el único que supo qué decir.

―Buscaros otros entretenimientos, chicos. ¿Por qué no os juntáis con los Perlas?

Los Perlas eran el otro grupo del pueblo: cinco o seis chicos algo mayores que nosotros. Algunos ya se afeitaban el bigote y dos o tres iban en ciclomotor. Eso los hacía atractivos y muchas chicas les reían los chistes. Tuvieran o no tuvieran gracia. Nos miramos todos y levantamos los hombros. Así que lo intentamos. Nos acercamos al puente. En el puente se juntaban los Perlas. Se llevaban sus motos y cestas llenas de comida para pasar el día en la orilla del río. No estábamos muy convencidos de hablarles pero nos daba curiosidad imaginarlos en bañador, con las piernas peludas. Nos escondimos tras unas rocas y vimos a los Perlas rodeados de cuatro chicas. Dos iban en bañador y llevaban sombreros de paja para resguardarse del sol o esconder su tontería. Solo una nos eclipsó. Vestía una falda corta de color morado y una camisa de flores medio transparente. El pelo recogido en una gran coleta, larga y fina que le volteaba a derecha e izquierda cuando caminaba.

―Creo que se llama Mariló ― rompió el silencio Marcial―. Mi madre dice que es la sobrina del fontanero. No viene mucho por aquí; cada dos o tres años.

Ninguno de nosotros la recordaba de los veranos anteriores pero nos enamoró inmediatamente. Nunca lo llegamosa confesar, nunca nadie planteó su amor a Mariló pero, a partir de ese día, nuestros juegos empezaron a cambiar. Empezamos a escondernos tras los arbustos, perseguíamos a los Perlas a donde fueran o los esperábamos agazapados tras la fuente, al caer la tarde.

―Estos Perlas son unos maestros. ¿Habéis visto que siempre llevan los cascos limpios y relucientes? Ni el viento los despeinan.¡ Y nosotros tenemos que compartir la bicicleta de Marcial!―, se quejaba Marcos. Como él, todos sentíamos una cierta admiración por esos chicos mayores, rodeados de rubitas y que andaban motorizados. Escondíamos nuestro amor por Mariló tras una admiración bien construida. Nos quedamos callados, con la mirada ensombrecida y sabíamos que ese era el momento que más nos unía. Pensamos en Mariló: Mariló en falda, Mariló en bañador, Mariló bajando la calle removiendo las caderas, Mariló sorbiendo limonada, chasqueando los labios o humedeciéndoselos ante cualquiera de los Perlas.

Unas semanas más tarde la feria llegó y todo el pueblo se volvió loco. Las mujeres se peinaron y las viejas empezaron a beber. Los hombres dejaron de cosechar o de jugar al dominó y se preocupaban por hacerse la raya bien recta en medio de sus cabezas. Un día entramos en el bar y Marcos le pidió tres monedas a su padre para los autos de choque.

―La feria es lo más esperado del año, señores. El bar se llena como nunca. Las mujeres son más bellas y las niñas se hacen mujeres en una tarde ―, escuchamos que resoplaba el camarero mientras limpiaba unos vasos y rellenaba la nevera con botellines de cerveza barata.

Lo entendimos esa misma noche. Mariló llegó a las atracciones del brazo del Perla mayor. Apareció como una reina alumbrada por el color de los farolillos. Sus ojos rasgados, más grandes y más negros que nunca, las uñas rojas y los labios también. La melena suelta y peinada a lo casco de astronauta le daba un aire como de muñeca de porcelana. La vimos pasear por los puestos de churros, cogida del brazo del muchacho, se sonreía al caminar y los zapatos de tacón le daban una pose algo más esbelta. El resto de los muchachos le silbaban al pasar y el Perla mayor les devolvía una mirada asesina o levantaba el puño y les señalaba la nariz. Entonces, algunos se daban la vuelta y seguían con el tiro al plato.

Los chicos y yo disfrutamos esa feria como nunca. Nos zampamos todo el algodón de azúcar que quisimos porque el tío de Mario era el propietario del carrito de dulces y nos invitaba. También subimos a la noria con las tres monedas de Marcos y nos imaginamos aves rapaces o espías americanos. Desde arriba vimos a Mariló que bebía de una botella de cerveza y bailaba alrededor del hombre de los globos. El Perla Mayor le tiraba del brazo y le decía algo al oído mientras la subía al Tren Embrujado. Por aquel entonces todavía no sabíamos que el Tren Embrujado era el lugar preferido de los amores de verano.

―Vayamos a ver como saltan el aro de fuego ―propuso Marcial, siempre tan atrevido. Llegamos al descampado y cientos de personas estaban sentadas en las gradas desmontables. Tres motoristas esperaban en la línea de salida. Parecían fantasmas negros y no se les veía ni las pestañas con el traje y el casco. Eran las motos más grandes y potentes que jamás habíamos visto. El rugir del motor predecía una carrera emocionante. Y ninguno de ellos decepcionó. Aceleraron y se elevaron por una rampa que terminaba en un aro prendido en fuego. Entonces, el público enmudeció como aguantando el aliento y soltó un aaahhh tras el salto del motorista.

―Algún día seré piloto de aviones― dijo Marcos categórico. Y todos sabíamos que no lo conseguiría si no se volvía más valiente. De lejos se escuchaba la música estridente de los autos de choque y los gritos de los vendedores de cervezas y palomitas de maíz.

Excitados, nos dirigimos a la carpa, donde había una orquesta de verano y todos ya bailaban. Al entrar vimos a Mariló sin los pendientes y que se tambaleaba a un lado y otro mientras el Perla mayor le cogía por la cintura y le besaba el cuello, las orejas y le metía la mano por debajo de la falda. No nos gustó verla con el Perla manos-largas y nos fuimos a pedir una naranjada a la barra. Bailamos todos. Cada uno a su ritmo, saltando, brincando, moviendo los pies o dando vueltas. Nos reímos de los mozos engominados y de las viejas que, sentadas en unas sillas plegables, observaban a la nuera de turno. Al acabar la música salimos muy contentos, alguien hizo algún chiste sobre el cantante y todos nos echamos a reír.

Detrás de la carpa, cerca de los baños públicos, nos la encontramos. Mariló estaba tirada en el suelo con la falda rasgada y la camisa entreabierta. El pintalabios se le había corrido y el pelo lo tenía muy alborotado. Murmuraba algo en lo bajo y apenas pudimos entender qué era. Nos miramos asombrados y, al fin, Marcial preguntó:

― ¿Estás bien, Mariló? ¿Dónde está el Perla?

―No sé… bailábamos…la música… su mano…―balbuceaba.

― ¿Te acompañamos a casa?―se atrevió a preguntar Marcos. Marcial, Mario y yo nos quedamos inmóviles. No sabíamos que hacer.

―Ay, mocosos… chicos mocosos que me quieren ayudar…―dijo Mariló mientras intentaba levantarse y se apoyaba en el hombro de Marcos―… no os hagáis mayores nunca…no os hagáis mayores nunca…

Mariló resbaló y se le rompió el tacón de uno de los zapatos. Aunque era algo más alta que nosotros, no pesaba y, medio dormida, la arrastramos como pudimos. La dejamos en la puerta de casa de su tío.

Aquella noche ninguno de nosotros durmió bien. Lo supimos al vernos la mañana siguiente. Nadie dijo nada. No hacía falta. Aquel día ya no fuimos a buscar renacuajos ni lagartijas y, aunque a ninguno nos había salido el bigote, de alguna forma nos sentíamos algo mayores.

viernes, 8 de noviembre de 2013

EL JUEGO DEL SOLITARIO


Cuando llegué a la isla desierta, nunca me imaginé que me convertiría en un caníbal.

La primera noche la pasé en vilo, con los ojos tan abiertos como los del búho que no dejó de cantar, cada tres minutos durante ocho horas seguidas. De la fuerza del mar tan solo me quedó una camisa de algodón muy fina y unos pantalones con las perneras rasgadas, así que me pasé las horas temblando, con unos movimientos espasmódicos que empezaron por los hombros y se fueron transmitiendo por el pecho, la cintura y hasta la punta de los pies. El búho y yo parecíamos un concierto a dos voces, de esos que se hacían en las noches de verano en mi Bruselas natal. Él con ese ritmo diatónico, ululando ahora dos veces ahora tres, pero siempre manteniendo el pulso de tres por cuatro. Y yo, esforzándome por cerrar los ojos y retorciéndome bajo una hoja de palmera, parecía que mi cuerpo le respondía con dos espasmos como corcheas mal diseñadas.

Una semana más tarde ya había construido una especie de cabaña que me resguardaba de las lluvias sorpresa. De hecho no se trataba más que de tres palos ensartados en la arena y varias hojas entrelazadas entre sí y puestas encima como una manta deshilachada. Así que casi todas las noches dormía bajo un colador de goteras que me despertaban húmedo como la boca de una cabaretera.

Una mañana, aburrido, empecé a desquebrajarme las uñas de los pies. Tiré de una pequeña astilla de la uña del dedo gordo y seguí con las del resto de los dedos. Pasé al otro pie y en el dedo corazón se me fue el ímpetu y acabé por arrancarme la uña entera. Como empecé a sangrar me acerqué a la orilla para limpiar mi herida y fue cuando lo encontré. Medio enterrado en la arena gris un cangrejo se escondía. Solo la punta de sus tenacillas sobresalían tímidas como saludando al sol. Me agaché y le toqué el caparazón. Él , o ella , me clavó las pinzas en la mano y volví  sangrar. Después de limpiarme la herida comprobé que el cangrejo no se había ido y, con la ayuda de dos palos, lo acerqué a mi cabaña. Debía estar algo aturdido como yo porque se pasó tres horas dando vueltas en círculo a dos piedras, caminando de lado arrastrando sus diminutas patas y aplaudiendo con sus pinzas al aire. Me entretuvo toda la tarde y acabé riéndome yo solo. Hacía tiempo que no me reía con tantas ganas, como si la risa saliera como un vómito ácido que me subía por la garganta para salir a chorros de mi boca abierta. Le cogí cariño.

A los dos días decidí bautizarlo Lucy. Lucy era un nombre de chica, lo sé, pero como el cangrejo nunca me dijo si era él o ella, pensé que no le importaría responder a partir de ese momento a un nombre femenino. Misteriosamente Lucy me seguí a donde fuera. Si yo me levantaba para orinar a media noche, Lucy arrastraba sus antenitas y se quedaba a mis pies mirándome. Si decidía ir a por más raíces o trozos de corteza para picar, Lucy me seguía, caminando a mi lado. A veces me preguntaba cómo podía seguirme con tanta rapidez caminando de lado. Empecé a admirar su elegancia al andar y me encantaba descifrar el movimiento de sus pinzas al aire. Tres toques, saludo. Dos toques, cansancio. Si me picaba en el pie ya sabía que no debía molestarla. Cada vez pasábamos más horas juntos. Éramos como una pareja de novios de hace muchos siglos: yo le hablaba y ella me respondía con un silencio y dos o tres toques en los tobillos. Nunca me llevaba la contraria y yo le agradecía que me acompañara siempre. Le empecé a coger tal cariño que decidí casarme con ella. La ceremonia fue corta y sencilla y lo celebramos bañándonos en la orilla del mar al atardecer. Los ojos de Lucy brillaban con el rojo del sol poniente.

Mientras tanto la comida iba menguando en ese islote perdido. Ya me había zampado  todas las raíces y eso había impedido que nuevas plantas crecieran. Los troncos parecían el lomo de una rata de alcantarilla, tan lisos y blancos, pues  me había comido toda su corteza.

El sol quemaba mi piel y en los brazos morenos empezaron a salirme una especie de ronchas rojizas que me picaban. Dormido, por las noches, me las rascaba sin darme cuenta y al despertarme me descubría en un charco de sangre. Lucy se acercaba y sorbía un poquito de mi sangre. En el fondo, yo sabía que me acariciaba con amor.

 Una de esas mañanas me desperté moribundo, muy sediento, con la boca seca como un saco de serrín y Lucy yacía a mi lado. Un rayo de sol le rebotaba en el caparazón y me pareció ver un arcoíris saliendo de su cuerpecito reluciente. No tuve piedad. Le arranqué la pata derecha y me la comí.

viernes, 1 de noviembre de 2013

CUANDO MAC GYVER NO ESTÁ AL ACECHO


 
Cuando abrió los ojos, la chica mona se vio deslumbrada por la luz del mediodía. Sintió un olor a sudor y calcetines sucios que le taponó las fosas nasales. Notó las sábanas frías en sus muslos por lo que llegó a la conclusión de que se encontraba desnuda en esa cama que no era la suya. Nunca hubiera puesto sábanas de lino en pleno mes de noviembre. Si acaso, a finales de junio o ya entrado agosto. Levantó levemente la barbilla y se encontró en una habitación extraña. El color verde pistacho de las paredes no era el color de su habitación y había ropa tirada por todo el suelo. Reconoció su falda de cuero y un zapato de tacón. Lo había comprado hacía poco y le encantó la cremallera del talón. También vio una camisa de flores y unos pantalones de pana rosa. No eran suyos, eso estaba claro.

A su derecha, encima de una mesita de noche, había un despertador. Marcaba las 12:45. También había una caja de preservativos de látex. Había cuatro envoltorios abiertos, rasgados con poco cuidado. Se espantó. Varias imágenes difusas aparecieron delante de su nariz, como una exposición en movimiento envuelta en una burbuja de humo. Copas de tequila, fogonazos de luz roja y una música estridente. También recordó vagamente unas manos que le quitaban la blusa y unos dedos sudorosos que le acariciaban los cabellos. Empezó a encajar algunas piezas y se giró a su izquierda.

Efectivamente, un chico gordo estaba durmiendo plácidamente sobre su brazo izquierdo. De su nariz salían unos pitidos enlatados, ahora más estridentes, ahora más metálicos. La papada le subía y bajaba a cada nuevo ronquido y unos dedos gordos como calabacines se movían de vez en cuando. Estaba desnudo también. Al menos de cintura para arriba ya que se había deshecho de la sábana en su sueño profundo. Parecía una cría de hipopótamo descansando tras un largo viaje en busca de agua.

La chica de la falda de cuero se sentía atrapada. Literalmente por el peso del gordo de torso desnudo y figuradamente por una situación incómoda a la que no recordaba haber llegado por su propio pie. Entonces buscó con la mirada su bolso tirado en el suelo. Sacó la pierna de debajo de las mantas y alargó el pie hasta tocar con la punta del dedo gordo el asa de polipiel. Se estiró y consiguió enlazarlo en su tobillo. Con un movimiento de bailarina lo elevó y acabó cayendo sobre su pecho. Sonó algo pesado y recordó el bote de colonia que siempre llevaba consigo. Con la mano que no tenía atrapada empezó a buscar algo que la liberara. Sacó la pequeña botellita de perfume, tres horquillas, unas llaves y un pequeño monedero. Por un instante deseó haber visto toda la seria completa de Mac Gyver y recordar algún truco infalible en este tipo de situaciones. Pero no pudo; sus padres siempre la mandaban a dormir en cuanto empezaba el capítulo semanal.

Empezó a impacientarse y a hiperventilar. No podía seguir secuestrada bajo esa tonelada de grasa sudorosa ni un segundo más. No quería seguir en esa cama deshecha y deseaba olvidar aquella noche que apenas recordaba. Era algo visceral que le subía del estómago hasta la garganta. La respiración entrecortada le hizo sudar y, sin pensarlo, cogió con fuerza el bote de perfume. Por suerte, andaba todavía medio lleno y pesaba como dos paquetes de arroz integral. Alzó la mano y lo dejó caer en la cara de su compañero. Dos, tres, cuatro golpes bastaron para dejarlo inconsciente. Con el otro brazo y las piernas empujó su cuerpo pesado y al final consiguió apartarlo levemente. Inconsciente, el gordo era algo más que un peso muerto. Cuando, finalmente, consiguió arrastrar su brazo por debajo de las axilas blanquitas del gordo, salió de la cama. Tropezó con una botella de whisky y casi se tuerce el tobillo. Trastabilló con su otro zapato, recogió la falda, la blusa, las braguitas y se colgó el bolso del cuello. La idea de salir de esa casa era su único objetivo y, con las prisas, se olvidó de las braguitas que estaban tiradas en el pasillo a la cocina. Se fue medio vistiendo en el ascensor y llegó, por fin a la calle.

Llovía. El agua le mojó los cabellos y le acabo de descorrer el poco maquillaje que le quedaba. Empezó a caminar deprisa, los zapatos colgaban de sus dedos y sintió como el frío de los charcos le subía por las pantorrillas, como cuando, cada mañana, acababa su ducha con un chorro de agua fría. Pero hoy la ducha era más triste.