Cualquier cambio puede darse en la gran ciudad o en un
pueblo rodeado de campos de centeno. Qué más da el escenario cuando lo que
cuenta son las palabras no dichas, los diálogos ocultos y las miradas esquivas.
Y más, cuando se trata de un grupo de chiquillos, una chica llamada Mariló y
unos Perlas que iban en moto.
Los chicos nos encontrábamos cada verano corriendo por las
calles de Villatilos. Mario, Marcial, Marcos y yo sabíamos que debíamos vernos
en la fuente de la pequeña plaza nada más llegar de la ciudad. Un año de
estudios se volatilizaba de repente al vernos y la excitación de tres largos
meses nos entusiasmaba a la hora de hacer planes.
―Vamos a tirarle piedras al cerdo de los Pérez― proponía
Marcial con su pícara mirada tras unas gafas de metal que se le resbalaban
nariz abajo.
―He traído mis canicas, podemos hacer una competición ―decía
Marcos con los ojos gachos, mientras abría una pequeña bolsa de cuero y nos
enseñaba las bolas relucientes. Los dedos le temblaban.
Mario nunca proponía nada interesante pero se unía a
cualquier plan. Era el más rápido dando excusas y escapando de cualquier
problema.
Aquel verano fue el más lento que recordamos. El calor nos
obligaba a pasar las mañanas en el río, buscando renacuajos o ranitas bajo las
piedras, y las tardes en el campo, bajo las sombras de cualquier pino. Porque
en Villatilos ya no había tilos. Los viejos nos contaban que sí, que hubo un
tiempo en que el pueblo tenía un nombre realista, verdadero, fiel. Nuestros
padres se pasaban los días en el bar, lanzando piezas de dominó a un viejo
tapete verde o ayudando a los cuñados en el campo. Nuestras madres se sentaban
en los patios, pelando cebollas y ocultando las razones de sus lágrimas.
Siempre había algún familiar al que recordar a la hora de la cena. Así nos
pasaban los días, lánguidos y pesados.
Una tarde nos paró el guardia. Perseguíamos a los perros,
les echábamos una cuerda al cuello y los colgábamos de las farolas.
―Los soltaríamos en una hora, señor. No queríamos hacerles
daño ―, Mario fue el único que supo qué decir.
―Buscaros otros entretenimientos, chicos. ¿Por qué no os
juntáis con los Perlas?
Los Perlas eran el otro grupo del pueblo: cinco o seis
chicos algo mayores que nosotros. Algunos ya se afeitaban el bigote y dos o
tres iban en ciclomotor. Eso los hacía atractivos y muchas chicas les reían los
chistes. Tuvieran o no tuvieran gracia. Nos miramos todos y levantamos los
hombros. Así que lo intentamos. Nos acercamos al puente. En el puente se
juntaban los Perlas. Se llevaban sus motos y cestas llenas de comida para pasar
el día en la orilla del río. No estábamos muy convencidos de hablarles pero nos
daba curiosidad imaginarlos en bañador, con las piernas peludas. Nos escondimos
tras unas rocas y vimos a los Perlas rodeados de cuatro chicas. Dos iban en
bañador y llevaban sombreros de paja para resguardarse del sol o esconder su
tontería. Solo una nos eclipsó. Vestía una falda corta de color morado y una
camisa de flores medio transparente. El pelo recogido en una gran coleta, larga
y fina que le volteaba a derecha e izquierda cuando caminaba.
―Creo que se llama Mariló ― rompió el silencio Marcial―. Mi
madre dice que es la sobrina del fontanero. No viene mucho por aquí; cada dos o
tres años.
Ninguno de nosotros la recordaba de los veranos anteriores
pero nos enamoró inmediatamente. Nunca lo llegamosa confesar, nunca nadie
planteó su amor a Mariló pero, a partir de ese día, nuestros juegos empezaron a
cambiar. Empezamos a escondernos tras los arbustos, perseguíamos a los Perlas a
donde fueran o los esperábamos agazapados tras la fuente, al caer la tarde.
―Estos Perlas son unos maestros. ¿Habéis visto que siempre
llevan los cascos limpios y relucientes? Ni el viento los despeinan.¡ Y
nosotros tenemos que compartir la bicicleta de Marcial!―, se quejaba Marcos.
Como él, todos sentíamos una cierta admiración por esos chicos mayores,
rodeados de rubitas y que andaban motorizados. Escondíamos nuestro amor por
Mariló tras una admiración bien construida. Nos quedamos callados, con la
mirada ensombrecida y sabíamos que ese era el momento que más nos unía. Pensamos
en Mariló: Mariló en falda, Mariló en bañador, Mariló bajando la calle
removiendo las caderas, Mariló sorbiendo limonada, chasqueando los labios o
humedeciéndoselos ante cualquiera de los Perlas.
Unas semanas más tarde la feria llegó y todo el pueblo se
volvió loco. Las mujeres se peinaron y las viejas empezaron a beber. Los
hombres dejaron de cosechar o de jugar al dominó y se preocupaban por hacerse
la raya bien recta en medio de sus cabezas. Un día entramos en el bar y Marcos
le pidió tres monedas a su padre para los autos de choque.
―La feria es lo más esperado del año, señores. El bar se
llena como nunca. Las mujeres son más bellas y las niñas se hacen mujeres en
una tarde ―, escuchamos que resoplaba el camarero mientras limpiaba unos vasos
y rellenaba la nevera con botellines de cerveza barata.
Lo entendimos esa misma noche. Mariló llegó a las
atracciones del brazo del Perla mayor. Apareció como una reina alumbrada por el
color de los farolillos. Sus ojos rasgados, más grandes y más negros que nunca,
las uñas rojas y los labios también. La melena suelta y peinada a lo casco de
astronauta le daba un aire como de muñeca de porcelana. La vimos pasear por los
puestos de churros, cogida del brazo del muchacho, se sonreía al caminar y los
zapatos de tacón le daban una pose algo más esbelta. El resto de los muchachos
le silbaban al pasar y el Perla mayor les devolvía una mirada asesina o levantaba
el puño y les señalaba la nariz. Entonces, algunos se daban la vuelta y seguían
con el tiro al plato.
Los chicos y yo disfrutamos esa feria como nunca. Nos
zampamos todo el algodón de azúcar que quisimos porque el tío de Mario era el
propietario del carrito de dulces y nos invitaba. También subimos a la noria
con las tres monedas de Marcos y nos imaginamos aves rapaces o espías
americanos. Desde arriba vimos a Mariló que bebía de una botella de cerveza y
bailaba alrededor del hombre de los globos. El Perla Mayor le tiraba del brazo
y le decía algo al oído mientras la subía al Tren Embrujado. Por aquel entonces
todavía no sabíamos que el Tren Embrujado era el lugar preferido de los amores
de verano.
―Vayamos a ver como saltan el aro de fuego ―propuso Marcial,
siempre tan atrevido. Llegamos al descampado y cientos de personas estaban
sentadas en las gradas desmontables. Tres motoristas esperaban en la línea de
salida. Parecían fantasmas negros y no se les veía ni las pestañas con el traje
y el casco. Eran las motos más grandes y potentes que jamás habíamos visto. El
rugir del motor predecía una carrera emocionante. Y ninguno de ellos
decepcionó. Aceleraron y se elevaron por una rampa que terminaba en un aro
prendido en fuego. Entonces, el público enmudeció como aguantando el aliento y
soltó un aaahhh tras el salto del motorista.
―Algún día seré piloto de aviones― dijo Marcos categórico. Y
todos sabíamos que no lo conseguiría si no se volvía más valiente. De lejos se
escuchaba la música estridente de los autos de choque y los gritos de los
vendedores de cervezas y palomitas de maíz.
Excitados, nos dirigimos a la carpa, donde había una
orquesta de verano y todos ya bailaban. Al entrar vimos a Mariló sin los
pendientes y que se tambaleaba a un lado y otro mientras el Perla mayor le
cogía por la cintura y le besaba el cuello, las orejas y le metía la mano por
debajo de la falda. No nos gustó verla con el Perla manos-largas y nos fuimos a
pedir una naranjada a la barra. Bailamos todos. Cada uno a su ritmo, saltando,
brincando, moviendo los pies o dando vueltas. Nos reímos de los mozos
engominados y de las viejas que, sentadas en unas sillas plegables, observaban
a la nuera de turno. Al acabar la música salimos muy contentos, alguien hizo
algún chiste sobre el cantante y todos nos echamos a reír.
Detrás de la carpa, cerca de los baños públicos, nos la
encontramos. Mariló estaba tirada en el suelo con la falda rasgada y la camisa
entreabierta. El pintalabios se le había corrido y el pelo lo tenía muy
alborotado. Murmuraba algo en lo bajo y apenas pudimos entender qué era. Nos
miramos asombrados y, al fin, Marcial preguntó:
― ¿Estás bien, Mariló? ¿Dónde está el Perla?
―No sé… bailábamos…la música… su mano…―balbuceaba.
― ¿Te acompañamos a casa?―se atrevió a preguntar Marcos.
Marcial, Mario y yo nos quedamos inmóviles. No sabíamos que hacer.
―Ay, mocosos… chicos mocosos que me quieren ayudar…―dijo
Mariló mientras intentaba levantarse y se apoyaba en el hombro de Marcos―… no
os hagáis mayores nunca…no os hagáis mayores nunca…
Mariló resbaló y se le rompió el tacón de uno de los
zapatos. Aunque era algo más alta que nosotros, no pesaba y, medio dormida, la
arrastramos como pudimos. La dejamos en la puerta de casa de su tío.
Aquella noche ninguno de nosotros durmió bien. Lo supimos al
vernos la mañana siguiente. Nadie dijo nada. No hacía falta. Aquel día ya no
fuimos a buscar renacuajos ni lagartijas y, aunque a ninguno nos había salido
el bigote, de alguna forma nos sentíamos algo mayores.