martes, 24 de julio de 2018

MI OTRA FAMILIA





Alfonso, Andrés, Blanca, Raquel, Jesús, Carlos, Mamen, Nerea, Raúl, Blanca, Ana, Salud, Isabel, Rafael, Juana, Claudia.
Sois las manos de mi otra nueva familia.

Antes de saber que yo era mi propia familia vivía encerrada en mis propios miedos.

Remolona, distante. Dormida.

Mis ojos esforzados no veían.

Corría. Mucho.

Y no llegaba a ninguna parte.

Mis manos se sujetaban con fuerza.

No sé a qué.

Ahora lo veo.

Mis pies pisaban débiles sobre la tierra húmeda.

Mis labios se esfumaban como el humo de un puesto de kefta.

Mi pecho temeroso y las manos toscas.

Demasiado esfuerzo.

Agotada, un día me desplomé.

Caí como la piedra en el arroyo.

Pesada; al suelo.

Como el tronco que el rayo parte y se queda ahí, tumbado, recalentándose al sol.

La piel agrietada. Las uñas partidas.

Corcho seco.

Me esforcé por salir de ahí.

Mucho.

Luché por levantar mis ojos al cielo y gritarle a las nubes.

El sol cegó mis pestañas.

El calor arrancó mi piel muerta.

Niña muerta que anhela despertar.

Arrojé todas las fuerzas en vano.

Y volví a caer.

Rodé y descendí desconsolada.

De alguna manera, me hundí.

Dentro de mí.

Caí tan profundo que la oscuridad inundó mis entrañas.

Tan a dentro que mis manos aflojaron, mis uñas se volvieron blandas y mis dientes dejaron de carraspear.

Caí tan abajo tan abajo que me disolví en la tierra.

Y decidí quedarme.


Un día sentí una fina melodía.

Una gota de tambor cayó en mi oreja.

Bum.

Y otra Y otra más.

Luego tres-cuatro gotas de oboe y una fina lluvia de clarinete empezaron a acariciarme el rostro.

Bum bum.

Entreabrí los labios y me dejé mojar por el sonido de las panderetas y el cante jondo.

Bum bum bum.

El pulsar de mi corazón empezó a latir.

Con fuerza.

Cada gota venía a mi rostro a nutrir la sequedad como cristal poliédrico.

Y en cada cristal un nombre.

Y en cada nombre unos ojos.

Y en cada ojo, el universo.


El universo en una pupila.


Y el sol en una mano amiga.

Mis hombros sintieron la calidez. La protección.

Y la mano se multiplicó, así, lentamente.

Quince-veinte-treinta manos acariciaron mi espalda.

Me envolvieron en un abrazo de piel de camello.

Cálido. Nutridor.

Sin juicio.

Sin espera.

Solo el calor del abrazo.

Comprensivo, amoroso. Paciente.

Y en el acogedor caer del abrazo me sentí llena de nuevo.

Llena de mí. 

Llena de música.

Llena de vida.

Eran las manos que acompañan.

Como una familia.

Como una tribu.

Nutridora tribu al pie de la fogata del amor.

Y ahora comprendo.

Soy mi propia familia, sí.

Mi propia familia y más.

Quedarme está bien.

Confiar.

Dejarme abrazar y soltar.






Confiar que, tras muchos años, tengo una nueva familia.