Al vecino de abajo le gusta la Semana Santa Sevillana.
Mucho. Y ha puesto a todo trapo las marchas. El bum bum de los tambores me
llega a través de mi ventana mientras veo una película de Iciar Bollaín. Un par de
lágrimas se derraman por mi mejilla y ya no sé si por la emoción de ver a la
protagonista en su particular viaje del héroe o por la de las cornetas
y tambores que ahora rechinan en los cristales de mi balcón. Dice un periódico de
por aquí que algunas de estas composiciones tienen hasta 100 años de antigüedad.
Llevo varios
días dándole vueltas a la idea de volver a escribir. De volver a sentarme ante
el ordenador y montar una historia; pensar en un personaje sencillo, algo ingenuo,
hasta mediocre que, tras un intenso viaje interior, se enfrenta a sus propios
demonios y cambia. Cambia. Pero, no. No se me ocurre nada.
De hecho, he estado pensando que quizás mi historia sea lo
suficientemente sencilla y mediocre como para escribir la primera línea. Pero,
no. No tengo la disciplina. La perdí hace más de un año. Así, de repente,
escribí mi último relato y lo colgué en mi blog personal.
Y ahí sigue. Colgado en la red.
Ya ni tan siquiera espera que nadie lo lea.
Me vienen a la cabeza ideas, frases sueltas. Y las escribo o las grabo con el teléfono móvil. Me aferro a la esperanza de que algún día
me atreva a darles forma. A ponerlas sobre el papel. Son ideas tontas, ideas
pequeñas. Pero, en el fondo, también creo que pueden convertirse en pequeñas
grandes historias del cotidiano. Porque estas son las historias que me gustan.
Las pequeñas historias de la vida diaria. Los personajes tímidos, vulgares,
comunes. Anodinas historias que nos podríamos encontrar en el hueco de la
escalera de nuestro bloque o detrás de una farola. Historias grises, regulares,
que podríamos vivir hasta nosotros mismos.
En este pensar y ensoñar, aparecen frases como “Soy los
fantasmas de mi pasado y las muertes de mi futuro” o “Soy todas las personas
que he conocido y las que nunca llegaron a conocerme de verdad”. Y me doy
cuenta que, precisamente, estas frases no son muy sencillas. Al contrario,
parecen sentencias magnánimas, profundas. Algo arrogantes, la verdad. Y, una parte de mi se estremece ante
la hipocresía del ansia de sentirme pequeña, vulnerable y mediocre. Y no poder. O darme cuenta que, al tiempo de pensar en frases grandilocuentes y no desarrollarlas, en el fondo cumplo con la expectativa de mi pequeñez.
Estoy en la multitarea: escucho al presidente en su rueda de
prensa semanal mientras me acuerdo de mi necesidad de volver a crear. De
sentarme y escribir, y parir un nuevo relato. De escupir una nueva historia. Y
así, a mi deseo de sentirme creadora se le une la sensación, la profunda
certeza, de que en el fondo yo soy también una de esas personas mediocres a las
que quiero homenajear. Parece que el vecino ha leído mi mente y ha bajado un
poco el volumen de su última marcha de palio; ha bajado el volumen pero ha incrementado
la intensidad de su corazón. Y ya me llega desde la ventana un susurro de trompeta
y un suspiro de clarinete. Como si estos instrumentos de viento me quisieran
inspirar. Inspirar desde su concepción de respiración hacia dentro. Como si la inspiración
de mi respiración formara parte intrínseca de la inspiración que empuja desde
dentro para escribir. Algo.
Aunque no sea nada.