jueves, 6 de febrero de 2014

VÍCTIMAS


Debería sentirme afortunada y solo tengo ganas de llorar, de tirarme de los pelos y, si tuvieras, de tirártelos a ti también hasta hacerte sangrar. Pero entonces te pondrías a llorar como un puercoespín al que están degollando. No pararías de berrear, como si la vida te fuera en ello. Aunque sí, la vida te va en ello, porque de tus lloros y de tus gritos depende que yo te dé el pecho o te meta el dedo en la boca. Debería mecerte entre mis brazos cuando empiezas a llorar desconsolado. Para eso, para consolarte. Pero quien me tendría que consolar es tu padre, ese torturador del trabajo bien hecho, ese solucionador de todo, en todo momento y como- yo -lo –digo- es mejor. Asco. Te mataría. O, mejor, me mataría. Sería mucho más cruel. Lo sé.

Debería estirar las comisuras de mis labios hasta formar una mueca de felicidad pero tú te cagas, te meas, te lloras y te quedas dormido sin avisar. Eres un surtidor de excrementos y babas y líquidos viscosos y gritos a mil trescientos decibelios. Y yo debería adivinar esas señales que todavía no atino a comprender. Y que no me dejan dormir. Debería llamarte en diminutivo de alguna fruta tropical, como melocotoncito, o confiturita de piña, pero me entran náuseas al imaginarte pringoso, resbaladizo en tu cuna, y entre mis manos cuando te baño. Porque debo limpiarte con cuidado, que la herida del cordón aún anda tierna, dicen. Y yo, que solo pienso en tirarte de la pielcita esa y darle vueltas, enroscarla entre mis uñas y estirar, primero suave, pero luego con fuerza. Hasta arrancarte la costra, como una calcomanía, y se quedaría enganchada y yo tiraría más y más fuerte...

Porque debería sentir un halo de amor y solo me acuerdo de los abuelos víctimas de la ya no tan reciente soltería de su hija, abuelos que amenazan con la boca pequeña: egoístas de la maternidad ajena. Porque la suya les salió vomitiva ahora quieren redimirse contigo. Y conmigo. ¡Hijos de la gran cagada universal! ¡Tirad ya de la cadena y dejad que me escurra cañería abajo!

Dicen que esto dura muy poco, que mi deseo de arrancar el papel de las paredes a mordiscos irá aminorando a medida que nos vayamos conociendo. Puré de papel te haría con ese chisme que tus tías te compraron antes de nacer. Y te lo haría tragar de golpe, sin dejarte respirar, para que por una vez, una sola vez te callaras y me dejaras en paz.

Debería vestirme cuando vienen amigas, y hacerles café y ponerles las pastas y sonreír agradecida de los consejos que me dan, porque ellas ya lo son, a veces por duplicado e, incluso, por triplicado. Maldita bonoloto la que me tocó; sueldo esclavizador de por vida. Como si ellas ya tuvieran el master en maternidad y yo me acabara de matricular en la facultad. Cuando nunca pedí meterme en esa fritura picante, que me amarga las mañanas, las tardes, las noches, y las tardes y las noches… las noches… No hay bicarbonato para calmar esta quemazón que me arranca la piel de dentro de la garganta.

No debería gritarte ahora que me miras con esos ojos abiertos, suplicando ternura, pidiéndome que te bese o te diga palabrerías de catálogo de nubes. Yo te envolvía en una manta vieja, de las que más pican, de las que escuecen hasta el apéndice y te enroscaba en una caja de cartón. Pero ahora me miras con esos ojos abiertos y me sonríes enseñando las encías desnudas. Y me pides con las manitas espasmódicas que te acerque mi mejilla al ombligo. No lo hagas. Sabes que en el fondo soy débil, como una zanahoria hervida. Podrías pedirme cualquier cosa. Y no quiero. Podría enternecerme. Y no puedo. Podría llegar a quererte y olvidar todo este sufrimiento. Guardar por un momento este rencoroso victimismo en un cajón y cerrarlo con llave. Y, no. No quiero.

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