A pesar del calor de agosto, el hombre viste camisa de manga larga, pantalones de pinza y zapato cerrado. Las sienes blancas y las manos secas. A duras penas se le sostienen las gafas para leer el menú y achica los ojos al llegar a la carta de vinos.
̶ ¿Te gusta el blanco?
̶ Me gusta el blanco. Muy frío.
Gracias al calor sofocante de agosto, la mujer viste un
traje de una pieza, azul marino con una flor pintada a mano a la altura del
hombro y sandalias con una ligera cuña. Sus dedos ajados ya están cansados de
poner en su sitio el tirante que se le cae del hombro cada quince minutos. Aún
y así, sonríe tímida.
La barba del camarero parece que les invita a dejarse ir,
pero ellos mantienen las formas. La anchura de la mesa y el pequeño jarroncito
custodian su tímida conversación mientras el tintineo de las copas entrechocan
sin querer al posarse sobre el mantel.
̶ ¿A quién se parece tu nieto?̶ rompe
el hielo ella antes del primer plato.
̶ Deberíamos ir a bailar alguna tarde, ¿no te parece? ̶
se aventura él mientras desmigaja el pan.
Tres risas, cinco miradas furtivas y más de cien silencios. Él repite de carrillada al horno y ella ya pide el café. Con leche. Descremada. Y hielo. El bigote del camarero asiente travieso.
Las manos del viejo dejan los cubiertos encima del plato y se levanta
para ir al baño. Al pasar por su lado, levemente posa su mano en su hombro y,
dulce, recoloca de nuevo el tirante del vestido. Ella sonríe y agradece
discreta.
̶ ¿Todo a su gusto, señora? ̶ pregunta el camarero mientras
retira platos y cubiertos. Ella asiente con la cabeza mientras ya se enciende
un cigarrillo. Tira la colilla al suelo cuando él regresa arrastrando los pies.
Levanta la cabeza y hace el amago de sonreír.
Pagan y se van. Él le ayuda a colocarse el bolso y ella
le acaricia la barba con mimo.
̶ Me alegro que me llamaras ̶ susurra ella antes de
emprender la marcha.
̶ Me alegro que dijeras que sí ̶, responde él y, entonces,
se da cuenta de la barba del camarero. Le guiña un ojo y sonríe en la distancia
mientras renueva la mantelería de la mesa.
Bajan la calle lentos, disfrutando a cada paso. Solo al final,
antes de desaparecer por la esquina, ella se recoloca de nuevo el tirante y se
atreve a sujetarle del brazo por primera vez.
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