Vuelvo en mí y no sé cuánto tiempo ha pasado. Ya no me
siento pesada y puedo mover las pestañas sin dolor. Me incorporo en un camastro
de colchón fino. ¿Estoy en un camarote? No siento oleaje ni vaivén. A mi
izquierda hay una litera y delante un armario sin puertas. Noto los pantalones
mojados. Quizás me he meado mientras dormía. Salgo y me encuentro con varias
mesas de picnic de madera, bajo unos árboles frondosos. Los cubiertos están
puestos. También los platos y los vasos. Todo es de plástico. De ese más
resistente. Duro. No recuerdo como he llegado hasta este lugar, ni qué estoy
haciendo en esta especie de campamento para adultos.
Hay más personas, algunas ya están sentadas esperando la
comida. Otras deambulan sin rumbo fijo. Unas pocas están sentadas sobre una
gran roca y fuman compulsivamente. Ninguna sonríe. De repente, nos llaman y
todos formamos una fila de a tres. Me uno al grupo. El temor a ser diferente es
más fuerte que mi desconcierto. Supongo que son los mecanismos de
supervivencia.
Nos llevan a una especie de atracción de feria. Cada dos
subimos a una especie de coche de tracción, sin ruedas. Va a raíles y está a
ras de suelo. Me cuesta encajar las piernas y las rodillas me tocan la
barbilla. Todo se pone en marcha y nos echan agua a la cara. Unas ráfagas de luz blanca y amarilla me impiden
ver el recorrido. Al terminar, ya tenemos preparadas las ropas nuevas. Me
siento bien con las bragas limpias. Pero necesito ir al baño.
Los baños son enormes, como los de un camping internacional.
Hay dos puertas de entrada y una de salida. Las paredes están alicatadas con
piezas blancas. Una señalética me indica que las duchas están separadas para
hombres y mujeres. Los inodoros, no. Están a la vista, en medio de la estancia.
Hay, eso sí, que subir un par de escalones para sentarse. Me siento y parece
que estoy en un trono. Las gentes me
miran y algunos me hacen muecas. Dos o tres me sacan la lengua de forma
lasciva. Solo hay un chico, uno alto y medio rubio que me sonríe forzado. Me
sorprende y pienso que quizás también él se siente acorralado.
No me gusta este lugar. Quiero volver a mi casa. ¿Pero dónde
está mi hogar? No lo recuerdo. Solo recuerdo un césped verde y una brisa que me
despeina. Algo me dice que tengo que huir. ¿Estoy en un manicomio? ¿Es un campo
de concentración? No quiero ni puedo pensar en los por qué. Solo tengo una
misión: escapar cuanto antes de este extraño lugar.
Por la noche oigo ruidos en el camarote de al lado. Entreabro
la puerta y veo como el vecino se está follando a una japonesa. Antes lo he
visto con otra mujer más joven. Parecía su esposa. La japonesa gime muy fuerte.
Parece que se queja pero no entiendo el japonés. Tengo miedo y, esa noche, me
cuesta coger el sueño.
La alarma del desayuno me despierta de golpe. De camino a la
zona de picnic, me cruzo con el rubio y le sonrío. Intento decirle con la
mirada que esto no me gusta, que me voy. Hoy mismo. Espero que me haya
entendido porque sus ojos también claman algo de libertad. Aprieto el paso
hacia los baños. Los paso y sigo por el camino de grava. Un grupo de unas seis
personas se cruzan en dirección contraria. Yo sigo por el camino bosqueado. Al
poco descubro que hay dos que me siguen y miran a los lados con miedo. Uno es un tipo gordo y parece que le cuesta
apretar el paso. Me pregunto si llegado el momento podrá echar a correr. Lo
dudo. El otro es el tipo alto y rubio. A pesar de la distancia que nos separa
consigo ver una etiqueta en su camisa: “A. Propita”. El apellido me suena a
rumano. Así que decido bautizarlo Alex.
El gordo, Alex y yo nos hemos juntado y bajamos el camino
que ahora hace pendiente. Llegamos a un cruce con una carretera asfaltada. Al
otro lado de la carretera un grupo de vigilantes bebe y fuma despreocupados.
―¡Eh! ¡Alto ahí! No pueden pasar la línea roja ―grita uno al
vernos bajar por el camino.
El gordo y yo bajamos la mirada a la vez. Efectivamente, en
el suelo, hay pintada una línea roja de unos cuatro dedos de ancho. Al final
está la frase “Línea roja”. Supongo que a los daltónicos les va bien el mensaje
escrito.
Los vigilantes se levantan. El gordo se asusta y hace el
amago de escapar, se tropieza y cae. Mis sospechas se confirman. Tres de los
vigilantes lo agarran con fuerza y le llevan las manos a la espalda. El cuarto
vigilante nos ve avanzar y saltar la línea roja. Alex y yo apretamos el paso y
bajamos la carretera asfaltada. Pasan tres coches y varios ciclistas. Estamos a
la vista por lo que el vigilante que nos sigue debe disimular. Ahora entiendo
que, de algún modo, nos tenían escondidos.
―Por aquí ―me indica Alex y nos metemos en un túnel. A la
entrada del túnel hay una maleta
abierta. Cojo un par de relojes de pulsera y cinco billetes. Le lanzo un reloj
a Alex y éste lo recoge con elegancia. Se lo pone y me señala una motocicleta.
―No nos da tiempo. Sigamos corriendo ―me dice.
Al entrar, las luces del túnel se apagan. Me giro y en la
boca veo al vigilante que se monta en la motocicleta. Parece que le cuesta
arrancarla y eso nos da cierta ventaja.
A lo lejos veo un polígono y humo que sale de dos chimeneas
gigantes. La civilización, suspiro. Alex
señala.
―La estación ― grito y empiezo a reír. Alex asiente y me
sonríe de nuevo. Ahora me doy cuenta del brillo de sus pupilas azules. Y del hoyuelo
que se le forma en la barbilla al sonreír. Me gusta.
Vemos el ascensor que está a punto de llegar. A lo lejos,
oigo el motor de la moto que ruge con dificultad pero que consigue avanzar.
Alex me coge de la mano y entramos en el ascensor circular.
Es como las puertas giratorias de esos viejos hoteles de antaño pero sin salida
directa. En el ascensor circular solo caben siete personas. Alex y yo
conseguimos entrar los últimos. Las puertas se cierran y nos apretamos con el
resto de pasajeros. El olor a sudor y agrio es muy fuerte. No recordaba que
estábamos en verano. Pero me alegro que de alguna forma hayamos ganado ventaja
al vigilante que nos persigue con la motocicleta.
El ascensor circular, que se parece a un teleférico, baja
dando vueltas sobre sí mismo y llegamos, por fin, al andén principal. Controlo
el mareo mirando fijamente el reloj de Alex en su muñeca.
El andén está lleno de gentes y eso me alivia. Alex me
indica con la mirada que mire detrás de nosotros.
―Mierda, la moto ―. Está aparcada en la entrada. Busco pero
no veo al vigilante. No verlo pero saber que nos está buscando, de alguna
forma, me asusta todavía más.
El tren estaciona en la vía cinco. Alex me coge de la mano y
saltamos a la vía. Es más rápido que correr por el paso subterráneo. La vía
está llena de piedras medianas que me hacen tropezar. Alex, al tener las
piernas más largas, llega antes al andén. Sube y se gira. Yo me tropiezo. El
vigilante parece que nos ha encontrado porque Alex me pide que corra, que el
vigilante está cerca. Las piernas me pesan y me cuesta subir al andén. Alex
alarga la mano y me sube con fuerza. Yo lo miro, le sonrío y le doy un beso. En
los labios. Me lo devuelve.
El pitido de salida del tren nos devuelve al momento y, de un salto, nos metemos en el
último vagón. Vemos el vigilante que entra en el andén. Camina muy rápido, se
acerca al vagón. Al tercer pitido, las puertas del tren se cierran con un golpe
seco. El vigilante se ha quedado fuera. Podemos ver sus muelas maldiciéndonos y
la rabia en la comisura de sus labios, babeando. El tren arranca con nosotros
dentro.
Respiro hondo. Alex me aparta un mechón de pelo y le sonrío.
Con las uñas, yo le arranco la etiqueta de la camisa.
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