domingo, 27 de octubre de 2013

VALIDEZ


Mi transformación fue lenta pero constante. El día llegó casi sin darme cuenta. Él sigue buscando.

Mario y yo nos conocimos en una época convulsa para ambos. Y nuestras convulsiones coincidieron irremediablemente. Él acababa de salir de una operación a corazón abierto y sus padres se estaban separando. Yo, simplemente, vivía en una fantasía constante. Todavía me ensoñaba con mi último romance: un chico más joven que yo; algo inmaduro no solo en edad.

Mario y yo nos cruzamos en la sala de espera del cardiólogo. Yo acompañaba a mi tía, una mujer que siempre comía por el carrillo izquierdo y pelaba todas las frutas. Él leía una revista de motor a la que le faltaba la portada.; Sentada a su lado, su madre: una mujer de unos sesenta, con la mirada perdida y que usaba la coletilla “vale” cada tres frases. Repiqueteaba las uñas sobre las rodillas mientras tarareaba un viejo bolero.

Volvimos a coincidir en el bar del hospital y, tras el intercambio de unas sonrisas, un par de comentarios irónicos sobre el pastel de queso y dos cafés, nos dimos los números de teléfono. Dos cines, una cena, varios paseos y un fin de semana en la playa nos llevaron a compartir piso. Acostumbrarme a sus bostezos a media tarde fue fácil y a él le gustaba como freía los huevos: un poco requemados por los bordes. Solía llamar a su madre dos veces por semana. Mario me decía que le caía bien. Y eso le gustaba.

― Mi Mario te quiere mucho, ¿vale? ―decía muy seria antes de colgar.

Una tarde, mientras leía por tercera vez el catálogo de ropa a domicilio, él me soltó de repente:

―Te miro y, a veces, veo a mi madre. Te quiero como si fueras ella.

Me lo tomé como una demostración de su amor. Me quería como su madre. No pretendía substituir a su progenitora, ni mucho menos, pero esa muestra de afecto espontáneo me llegó al corazón. Le lancé un besó al aire que recogió y guardó en el bolsillo del pijama.

Una tarde llegó a casa con un bolso de mercadillo: de polipiel algo gastada y demasiadas tachuelas.

―Es un regalo de mi madre. No podrá venir a tu cumpleaños pero se acuerda de ti ―, y lo dejó encima de la cama, envuelto en papel de celofán. Me acostumbré a llevarlo los domingos que pasábamos tomando café y pastelillos de crema en casa de su madre. No quería que me vieran como una desagradecida.

Un día, al llegar del trabajo, me miré en el espejo y me di cuenta de que me habían salido un par de canas en la frente.

―Me gustan. No te tiñas ―me espetó de repente agarrándome por la cintura. Y me besó. Esa noche hicimos el amor dos veces. A partir de ese día decidió que no debía ir más al gimnasio y que cada vez le gustaban más y más mi cuerpo curvilíneo.

Él trabajaba en casa y yo volvía a media tarde, me tumbaba en el sofá o limpiaba el baño. Hicimos un par de viajes al extranjero y, unos meses más tarde, ya conseguía hacer el potaje que tanto le gustaba a Mario.

―Solo le falta un punto de sal, pero es casi tan bueno como el de mi casa ―me decía con sincero agradecimiento.

Un día me sorprendí en chándal y cantando boleros mientras limpiaba la cocina y él se volvió loco de pasión. Me revolcó por la alfombra y acabamos encima de la lavadora. Tanta pasión me tenía enganchada. Pero algo no me acababa de cuadrar. De los colores naranjas y rojos, mi ropero fue transformándose poco a poco a tonos más terrosos, marrones, grises y mucho negro. Ya no me peinaba y simplemente me recogía el pelo con un par de horquillas. Un año más tarde él empezó a hablar de hijos pero, de alguna forma, yo todavía no estaba preparada.

―A mi madre le encantaría ser abuela. Y yo ya tengo vista una sillita para la bici estupenda. Es muy resistente ―, me soltó una noche. No respondí. Ya había aprendido a no enzarzarme en conversaciones de este tipo. No es que me molestara, simplemente no me apetecía hablar del tema. Me tapé con la manta y repiqueteé las uñas sobre mis rodillas.

―Cariño, hay que bajar la basura, ¿vale? ―le pedí una noche de otoño. Mientras lo veía bajar las escaleras, me di cuenta. Así, de repente, como si hubieran encendido el botón de mi consciencia. Rebusqué en el altillo, me puse mi vestido de flores amarillas, me peiné la raya al lado, me puse los únicos zapatos de tacón que no había tirado y bajé a la calle. Cerré la puerta. No eché la llave.

Ese día empecé a ser yo misma otra vez. Ahora me tiño cada mes, escucho rock cada noche y nunca, nunca compro en mercadillos. Ah, y tengo una cosa clara: no quiero ser madre de nuevo.

 

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