Los sábados por la mañana nuestra madre cogía el carrito de ruedas y cuadros escoceses y se iba al mercado a hacer la compra de la semana. Aunque en el barrio había un mercado municipal, decía que el pescado no estaba lo suficientemente fresco ni había suficientes paradas de verduras. Así que se enfundaba un abrigo de pana gorda de color azul, algo gastado; se cruzaba un pequeño bolso de mercadillo con muchas cremalleras y arrastraba el carrito escaleras abajo. Sabíamos que luego debía coger el metro y trasbordar de la línea azul a la roja.
―¿ A qué hora volverás? ―le preguntábamos sin mucho interés
porque aún no conseguíamos descifrar el código de un reloj. Ella se acercaba al
mueble del comedor, levantaba una mano y señalaba en el tercer estante.
―Cuando la aguja pequeña esté en el uno y la aguja grande en
el seis ―, respondía. Entonces nos daba un beso en la mejilla. ―No contestéis
si llaman al timbre y nunca abráis la puerta a nadie. Y, cuando vuelva, quiero
verlo todo ordenado.
En aquella época nuestro padre tenía un segundo trabajo los
fines de semana así que mi hermana y yo sabíamos que teníamos algo más de tres
horas para jugar. Normalmente nos gustaba jugar a disfrazarnos con la ropa de
nuestra madre, probarnos sus zapatos de tacón, las sandalias de tiras rojas o
el batín de satén gris con florecitas amarillas que olía a su colonia. Pero un
día, fue un día gris de lluvia chispeante, nos quedamos en la habitación. Mi
hermana y yo dormíamos en unas literas de madera clara. Yo, que era la mayor,
dormía por supuesto en la litera de arriba. Para subir debía descalzarme e ir
por una escalera metálica pintada de amarillo clara de huevo. Sentir el frío
del metal en mis pies no era nada comparado con doler cada escalón, punzantes
como cactus, que se me clavaban en la delicada planta del pie de mis siete,
ocho y nueve años. Para bajar, empecé a perfeccionar la técnica del salto.
―¿Jugamos a cabañas? ―le propuse a mi hermana pequeña.
―Vale. Pero luego jugamos con la Chavel y los Pin y Pon ―.
Mi hermana y yo teníamos gustos muy diferentes en los juegos y, aunque no me
gustaba jugar con muñecas de ningún tipo, acababa aceptando. De alguna forma,
siempre he sido una niña obediente y las palabras de nuestro padre me resonaban
cuando tenía algún pensamiento egoísta.
Entonces empezamos a imaginar. Estábamos en una selva
africana, o mejor, en un bosque encantado. La habitación se llenó de lianas,
troncos gruesos que se elevaban por encima de nuestras cabezas y ruidos
misteriosos. Caminamos descalzas, claro, para sentir la arcilla mojada y las
miles de hojas húmedas en nuestros pies. El suelo de nuestra habitación se
llenó, entonces, de libretas, folios pintados y calcetines. Así, cansadas del
viaje, nos alcanzó la noche y cerramos la luz de la habitación. Del cajón del
armario sacamos una linterna de pilas y la encendimos para movernos mejor en
ese bosque embrujado. La luz de la linterna era amarillenta, algo mortecina,
pero nunca nos acordábamos de cambiarle las pilas. Sólo una vez al año cuando
preparábamos la mochila para los campamentos de verano. Con una goma del pelo
hicimos una cincha para colgar la linterna de una de las tablas del somier de
la cama de arriba. Pasamos la sábana por entre el resto de tablillas y la dejamos
caer del otro lado, como una cortina en nuestra ventana inventada. Una de las
mantas (en esa época, las camas se hacían con tres o cuatro mantas muy finas y
deshilachadas) la estiramos, metimos una parte por debajo de mi colchón y la
dejamos caer por la parte central de la litera, por encima de la escalera
metálica, como una puerta de tienda de campaña. Las dos almohadas se
convirtieron en asientos de nuestra cabaña. Del bosque encantado saltamos a una
isla desierta. Nuestra cabaña subió a lo alto de un gran árbol y las paredes
eran las ramas más altas. Del tronco vacío caía una escalera de cuerda que
usamos para llegar a las habitaciones. Y de un tronco más fino, hueco por
dentro, el agua corría para lavarnos las caras dormidas y cocinar unas frutas
desconocidas que sabían a chocolate con leche. Nos bautizamos las Robinsonas. Entonces, el timbre sonó unas cuatro veces. Nos asustamos.
―¿ Será el cartero? ―preguntó mi hermana mirándome con ojos
abiertos, que en la oscuridad le brillaban como dos velitas de cumpleaños.
―No ―contesté― Es el barco del horizonte, un barco pirata.
¿No ves la bandera negra con la calavera y los huesos cruzados? Vamos,
escondámonos. Que no nos vean ―.Entonces, la cogí de la mano, y la despeiné
para que se olvidara del susto. Cerramos la manta-puerta y apagamos la
linterna.
El timbre volvió a sonar. Tres veces. Insistente.
―¿Y si mamá se ha olvidado las llaves? No podrá entrar ―, mi
hermana me miraba con preocupación, con esa mirada que siempre ponía cuando
quería que yo tomara una decisión por ambas. Como cuando la regañaban y
esperaba que la defendiera o como los domingos en casa del abuelo, quería que
fuera yo la que pidiera levantarnos de la mesa e ir a jugar al patio.
―Quizás se ha dejado las llaves, sí. Y ahora está esperando
que le abramos ―contesté no muy convencida―, pero nos ha dejado claro que no
abriéramos a nadie. A nadie.
El timbre sonó de nuevo. Cuatro, cinco, seis estridentes
veces.
Nos quedamos calladas, muy quietas, como las figuritas
sorpresa del roscón de Reyes cuando te las encuentras debajo de un trozo de
naranja escarchada. El miedo y la respiración entrecortada nos agotaron y
acabamos abrazadas, una entre la otra, las almohadas en nuestras barrigas, y
los pelos alborotados eran ortigas en un campo salvaje.
Cuando nuestra madre llegó, sudando y refunfuñando como
siempre, encendió la luz de la habitación. Arrancó la manta que hacía de puerta
y la tiró al suelo. Se quitó el abrigo y nos despertó tirándonos del pijama.
―Venga, niñas. Ya está bien de juegos. A ordenar la
habitación. Y no salgáis hasta que esté todo limpio.
―Mamá ―empezó mi hermana tímida―, han llamado al timbre
muchas veces y no hemos abierto.
―Sí, pensábamos que era el cartero pero no le hemos abierto ―respondí
haciéndome la valiente.
Entonces, mi madre levantó la ceja derecha. Eso solo podía
significar dos cosas: que nos iba a dar una lección de la vida, nos castigaría
de por vida sin bollería los sábados, o podía significar que nos estaba a punto
de revelar algo importante. Como cuando nos compraba de sorpresa alguna
piruleta y la tenía escondida detrás de la espalda. Sentía la intriga en los
hombros de mi hermana. Yo me esperaba lo peor pero la dejamos hablar.
―Era yo quien llamaba. Y habéis hecho lo que teníais que
hacer: no abrir a nadie ―, bajó la ceja y sonrió socarrona. Recogió el abrigo y
se fue a la cocina.
―Y limpiarlo todo ―, escuchamos que decía desde la cocina.
Mi hermana y yo nos miramos, levantamos los hombros y
empezamos a reír. Las carcajadas se oían desde el quinto.
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