La fiesta del fin del verano se celebra en una finca palacio
del siglo XVII. Unas columnas blancas, muy altas y que parecen muy antiguas, le
dan a uno la bienvenida a un jardín de setos trasquilados, algunas adelfas de
flores rosas y dos o tres pinos muy altos. Un camino de grava, perfilado con
antorchas de aceite, dirige a la explanada donde los marqueses ofrecen el
cóctel de medianoche. Porque la alta sociedad de Roma suele reunirse a finales
de agosto para ver y hacerse ver. Mujeres
estilizadas como una pluma desfilan en vestidos tan largos como la noche que les espera;
algunos hombres en esmoquin y con pajarita sorben de sus copas de cristal
mientras otros siguen la moda y llevan desabrochados los tres primeros botones
de sus camisas y muestran orgullosos una pelusilla negra que esconde alguna
cadena de oro macizo. Unas pocas jóvenes desenfadadas se atreven con escotes
generosos decorados con una gargantilla o un colgante de plata. Pelos blancos,
grandes rizos, melenas al aire, algún tocado minúsculo y varios peluquines se
encuentran de nuevo para comer algo, beber mucho y criticar demasiado.
Muchos conocen a los anfitriones, un matrimonio en sus sesenta
que solo se deja ver en alguna salida en velero durante los meses de junio y
julio y que nadie vuelve a saber de ellos hasta que reciben la invitación para
la gran fiesta del fin de verano que se celebra en su palacio desde hace más de
treinta años. Él es un reputado abogado que ha sacado de varios embrollos
fiscales a muchas de las familias que allí se congregan, y ella es conocida por
su labor filantrópica: invierte grandes cantidades en nuevas promesas del arte
moderno.
Esta noche quiere deleitar a sus invitados con un nuevo
descubrimiento.
La anfitriona se acerca a una joven pareja que hace apenas dos
años que vive en la ciudad. Algunos dicen que son americanos, otros, australianos. En el fondo nadie los conoce
muy bien. Ella es una mujer de mediana estatura, con el pelo cardado al estilo
de los años cincuenta y lleva un traje chaqueta de color gris marengo con los
zapatos de tacón medio. Parece mayor de lo que es y camina erguida. Su marido
es un hombre alto, con los hombros anchos y las manos grandes. Parece que le
gusta peinarse porque tiene la raya muy bien definida y el pelo negro le brilla
bajo los focos del jardín. Los dos sonríen enseñando los dientes blancos y no
se atreven a beber de las copas que sostienen suavemente entre sus dedos.
- Están todos expectantes, hoy- les sonríen la anfitriona. La pareja asiente nerviosa.
Un camarero susurra algo al oído de la señora del pelo cardado y el matrimonio camina rápido hacia el interior del palacio.
- Están todos expectantes, hoy- les sonríen la anfitriona. La pareja asiente nerviosa.
Un camarero susurra algo al oído de la señora del pelo cardado y el matrimonio camina rápido hacia el interior del palacio.
En el pasillo que da a los baños y a la biblioteca hay tres
niños jugando a cartas en el suelo. Dos niñas de entre diez y doce años visten
vestidos rosas, con muchas puntillas, bordados en los calcetines y zapatos
planos con lacitos en la punta. El niño es algo mayor, debe tener unos trece, y
viste pantalones de raya, cinturón de piel y un polo azul. También va muy bien
peinado. El pasillo huele a hortensias y las paredes están forradas de pinturas
y esculturas carísimas.
― Adela, hija, ha llegado la hora― le dice la señora del
traje chaqueta a una de las niñas. Y levanta una ceja muy seria.
―Ahora estoy cenando. Que se esperen un poco― responde la
niña sin levantar los ojos del suelo y echa una carta al improvisado mantel de
juegos. Los otros niños se quedan callados y miran la escena como si no fuera
con ellos.
― Vamos, cariño; todos esperan en el jardín― le espeta el
padre mientras le coge del hombro para levantarla del suelo y fuerza una
sonrisa. La niña se suelta y las cartas se caen. La madre se atusa el pelo,
suspira y chasquea la lengua un par de veces.
―Adela, ya sabes que nos jugamos mucho con esta función. No
seas niña y levántate―. La madre se muerde el labio inferior y se alisa la falda: parece que está punto de
perder los nervios.
―Sí, soy una niña. Y a estas horas debería estar durmiendo
como cualquier niña― le grita a sus padres mientras los mira directamente a los
ojos ―. Y en cambio estoy aquí, porque para vosotros es muy im-por-tan-te que
esté aquí, en lugar que en casa, en pijama y acolchada en mi cama―. La niña se
cruza de brazos y baja la cabeza. Arruga las cejas y aprieta la mandíbula.
―Ya estoy harta de tanta tontería―, grita la madre. La coge
con las dos manos, la levanta y la arrastra hacia el jardín. Los otros niños
siguen su juego y apuran sus cenas. No se giran a ver como la arrastran por el
codo y ella se resiste pataleando.
En el jardín todos los invitados aguardan en semicírculo,
sostienen sus copas y a veces le piden a los camareros que se las rellenen. Un gran
lienzo cuelga de un muro. Es un lienzo
blanco de unos seis metros de largo por dos de alto. El suelo está protegido
con plástico transparente y delante hay, simétricamente colocados, seis cubos
de pintura: roja, azul, amarilla, naranja, blanca y negra.
Un silencio se adueña de repente de la fiesta, el pianista
deja de tocar, la cantante se calla de repente y hasta los grillos parece que
se tapan la boca. Todos los ojos están puestos en el lienzo, en los cubos de
pintura, en el plástico que protege el suelo y en la niña que está de pie,
delante del lienzo. Los brazos le cuelgan y los ojos se clavan en la tela
blanca, inmaculada. Nadie se atreve a decir nada. Los padres se colocan en
segunda fila. El hombre le pasa un brazo por encima del hombro a su esposa.
Entonces, la niña coge el cubo de pintura amarilla y corre
hacia el lienzo. Con fuerza echa medio bote y una gran mancha amarilla se
dibuja en un lateral de la tela. Una mancha considerable con forma ovalada
ocupa tres cuartas partes del lienzo. La tela ya no está inmaculada. Se oye un
“ oohh” de detrás de las columnas. Alguien hace el amago de aplaudir pero en el
momento de juntar las manos se para, absorto por el trabajo de la artista.
Adela mete las manos en el cubo de pintura roja y las
restriega por encima de la pintura
amarilla. Mueve los brazos arriba y abajo, a derecha e izquierda mezclando los colores.
―¡Fantástico! ¡Extraordinario!―se oye entre los invitados.
―¿De dónde sacará una niña tanto ingenio?―le pregunta una
vieja enjoyada a un joven bronceado.
―Dicen que pinta desde los dos años―le responde mientras se
peina la media melena con los dedos.
Vuelve a los cubos, escoge el azul, imprime varios
manotazos, echa el cubo de naranja en el otro lateral, tira un poco de negro,
pincela con los dedos algo de blanco encima o derrama parte de la mezcla a los
pies de la tela.
―Esto es lo que se lleva ahora en arte contemporáneo. Ha
recibido cuatro premios internacionales y el Guggenheim de Nueva York la tiene
en exposición permanente―susurra la anfitriona orgullosa. La madre lo oye, mira
a su marido y ambos se sonríen.
A cada nuevo pincelazo sin pincel Adela grita fuerte, chilla,
corre, le pega a la tela, le da puñetazos o deja su cara marcada en la pintura.
Es como ver a un animal enjaulado luchando por escapar, o un saltamontes
que huye de una lagartija.
―Pues yo no le veo la gracia. No es más que una niña con las
manos manchadas de pintura―le dice al oído una estirada mujer de pelo corto y
largos pendientes a un hombre de pelo blanco que fuma un puro y se sonríe
sarcásticamente.
―Pues ya sabes, querida. Este otoño puedes empezar con una nueva afición.
Cómprate quilos de botes y piensa en modernizar tu estudio―, le responde el
viejo y le da una calada a su puro. La mujer del pelo corto se gira, lo mira
fríamente y sorbe de su copa de champagne. De fondo se siguen oyendo los gritos
de la niña, sus carreras de un lado a otro de la tela y el chapoteo de sus pies
desnudos en la pintura que ya inunda el plástico como un charco de lodo.
Al cabo de unos veinte minutos, la niña parece que ha
terminado. Su pelo está lleno de pintura, su vestido rosa está negro y marrón,
y las manos y las piernas, los pies y la cara, entre las uñas. Parece que haya
salido de un baño de barro. La niña está de pie, quieta delante de su obra.
Goterones de pintura le chorrean del pelo al suelo. Se gira, mira a su público.
Éste estalla en aplausos, gritos y silbidos de aprobación. La obra es
magnífica, un collage impresionista que atrapa todos los sentidos. El pianista
da unos compases de jazz y los camareros vuelven a ofrecer sus bandejas con cócteles
de colores. Los padres, orgullosos, reciben abrazos, besos y aplausos de los
invitados que se encuentran a su alrededor. La niña los mira muy seria, frunce
el cejo y sale corriendo.
La anfitriona se pasea rodeada de decenas de nuevos
inversores; todos quieren comprar este lienzo único.
Me gusta, tiene un desenlace inesperado.
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