miércoles, 8 de marzo de 2017

CRÓNICA DE INVIERNO




En el bar de la esquina se sienta una mujer vieja. Parece más vieja de lo que realmente es. Lee el periódico lentamente, y mientras pasa los ojos por los titulares mueve los labios como si masticara cada una de las palabras. En silencio. Remueve el café con leche cien, mil, trescientas mil veces antes de acercárselo a los labios. Y entonces, solo entonces, levanta la mirada y sopla con cuidado. Los dedos cadavéricos de sus manos sostienen el vaso con tal delicadeza que parece que se le vaya a escurrir.

―¡ Buenas tardes!

La voz es familiar. La vieja levanta la mirada y ahí está. El hombre es viejo. Parece más viejo de lo que realmente es. Lleva los pantalones subidos hasta la cintura y arrastra los pies al caminar. Camina lento. Como si quisiera acariciar suavemente los adoquines.

La vieja aparta el vaso y señala  la silla que hay a su derecha. El hombre se sienta. Y mira. Mira a su alrededor con una mirada lenta, lejana. Una mirada tan compasiva que parece que no sea él quien mira. La vieja ojea el periódico y de tanto en tanto ríe. El hombre sonríe por encima de las gafas de pasta marrón.

Es tarde fría y el bar está medio vacío. Una mujer joven da de comer a su bebé mientras este intenta pellizcar con sus pequeñas manos el peluche del carrito. La camarera se apoya en la barra mientras ríe con el cocinero que, dentro, fríe churros sin parar. Fuera, un grupo de estudiantes hablan a voz en grito.

Yo echo otro trago. Y me dejo embelesar.

El viejo y la vieja siguen ahí. Como si su presencia fuera un vacío muy fértil en este bar de la esquina.

De repente, como una bandada de grullas, entra un grupo de japoneses. Dos, cinco, trece… hasta veintitrés. Todos parecen más jóvenes de lo que realmente son. Juntan varias mesas y se sientan. La grulla mayor es un hombre, japonés también, con aires de pavo real. Se mueve rápido y parece que conoce el lugar. Acomoda al grupo y los hace esperar. Las mujeres no se quitan los chaquetones y acomodan sus bolsos encima de los muslos. Los hombres llevan gorra  y desvían la mirada hacia sus relojes digitales. El viejo mira divertido. La vieja mira, un segundo. Y vuelve a su lectura. El bebé llora y la camarera se pone nerviosa.

―Chocolate con churros para todos―, pide el pavo-guía moviendo las manos airosamente y señalando a cada una de las mesas ocupadas.

Los ojos de las grullas se abren. No entienden pero comprenden. Han venido a probar la exótica merienda del lugar. Para eso han pagado. Y para eso siguen al pavo real por toda la ciudad.


El cocinero lucha con la freidora y suda, suda mucho. La camarera arranca en carrera por entre las mesas que se amontonan. El viejo y la vieja, divertidos, se cogen de la mano y se dan un largo beso. Con lengua. La mujer se quita los zapatos y se rasca las rodillas. Y los japoneses, cada uno de los japoneses, se chupa y se relame los dedos mojando cada churro en un chocolate espeso como el hormigón. Y yo, yo apuro mi carajillo, levanto los hombros, y me voy de esa pecera humana recordando que, total, no somos nada.



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