En el bar de
la esquina se sienta una mujer vieja. Parece más vieja de lo que realmente es.
Lee el periódico lentamente, y mientras pasa los ojos por los titulares
mueve los labios como si masticara cada una de las palabras. En silencio. Remueve
el café con leche cien, mil, trescientas mil veces antes de acercárselo a los labios.
Y entonces, solo entonces, levanta la mirada y sopla con cuidado. Los dedos cadavéricos
de sus manos sostienen el vaso con tal delicadeza que parece que se le vaya a
escurrir.
―¡ Buenas
tardes!
La voz es
familiar. La vieja levanta la mirada y ahí está. El hombre es viejo. Parece más
viejo de lo que realmente es. Lleva los pantalones subidos hasta la cintura y
arrastra los pies al caminar. Camina lento. Como si quisiera acariciar suavemente
los adoquines.
La vieja
aparta el vaso y señala la silla que hay a su derecha. El hombre se sienta. Y
mira. Mira a su alrededor con una mirada lenta, lejana. Una mirada tan
compasiva que parece que no sea él quien mira. La vieja ojea el periódico y de
tanto en tanto ríe. El hombre sonríe por encima de las gafas de pasta marrón.
Es tarde
fría y el bar está medio vacío. Una mujer joven da de comer a su bebé mientras
este intenta pellizcar con sus pequeñas manos el peluche del carrito. La
camarera se apoya en la barra mientras ríe con el cocinero que, dentro, fríe
churros sin parar. Fuera, un grupo de estudiantes hablan a voz en grito.
Yo echo otro trago. Y me dejo embelesar.
Yo echo otro trago. Y me dejo embelesar.
El viejo y
la vieja siguen ahí. Como si su presencia fuera un vacío muy fértil en este bar
de la esquina.
De repente,
como una bandada de grullas, entra un grupo de japoneses. Dos, cinco, trece…
hasta veintitrés. Todos parecen más jóvenes de lo que realmente son. Juntan
varias mesas y se sientan. La grulla mayor es un hombre, japonés también, con
aires de pavo real. Se mueve rápido y parece que conoce el lugar. Acomoda al
grupo y los hace esperar. Las mujeres no se quitan los chaquetones y acomodan
sus bolsos encima de los muslos. Los hombres llevan gorra y desvían la mirada hacia sus relojes
digitales. El viejo mira divertido. La vieja mira, un segundo. Y vuelve a su
lectura. El bebé llora y la camarera se pone nerviosa.
―Chocolate
con churros para todos―, pide el pavo-guía moviendo las manos airosamente y
señalando a cada una de las mesas ocupadas.
Los ojos de
las grullas se abren. No entienden pero comprenden. Han venido a probar la
exótica merienda del lugar. Para eso han pagado. Y para eso siguen al pavo real
por toda la ciudad.
El cocinero
lucha con la freidora y suda, suda mucho. La camarera arranca en carrera por
entre las mesas que se amontonan. El viejo y la vieja, divertidos, se cogen de
la mano y se dan un largo beso. Con lengua. La mujer se quita los zapatos y se
rasca las rodillas. Y los japoneses, cada uno de los japoneses, se chupa y se
relame los dedos mojando cada churro en un chocolate espeso como el hormigón. Y
yo, yo apuro mi carajillo, levanto los hombros, y me voy de esa pecera humana recordando
que, total, no somos nada.
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