lunes, 20 de marzo de 2017

EL PEINE



A  J.S.M

Hay un hombre maduro en casa de su anciana madre. El hombre maduro tiene el pelo grueso, negro, despeinado. No tiene las manos grandes ni tiene las manos pequeñas; son fuertes. Con las uñas muy cortadas y callos en los pulgares. Tiene pelo hasta las muñecas, en el pecho y la cara. Su barba es ruda, gruesa, morena, despeinada.

― ¡Ay, mi hijo, qué trabajador que es!―, suspira la madre al abrir la puerta mientras se amasa la palma de una mano con la otra, fuerte, con decisión. Le da vueltas a un anillo diminuto, de color plateado que conserva en memoria del marido que no está.
El hombre maduro llega con pantalones de trabajo, se desabrocha la camisa de trabajo y se quita el abrigo de trabajo. Se peina con los dedos y los pequeños ojos negros miran alrededor de la casa antigua.

― ¿Qué le pasa al baño?― pregunta, mientras su mirada se posa en un cuadro que hay encima de la chimenea: es un niño en su traje de primera comunión. Es el hombre maduro hace más de cuarenta años. Los colores ya se desvirtúan. Porque hace más de cuarenta años lo más era tener un cuadro y no una fotografía. Y el hombre maduro imagina que el niño se infla, de a poco a poco, gordo gordo hasta que los botones del traje explotan y dejan entrever una colita de diablo por debajo del pantalón de marinero. Se sonríe por debajo de la barba.

―La cañería. Se ha atascado.
―Vamos a verla.

El hombre maduro abre la puerta del baño, se agacha y saca de su caja de herramientas un par de llaves y un martillo. De rodillas en el suelo, golpea, atornilla y desatornilla.

― ¿Quieres una cerveza, mi hijo?
―No, madre. No puedo pararme , tengo mucho trabajo
― ¡ Ay, mi hijo, qué trabajador es!

El hombre maduro y con barba despeinada resopla por dentro y aprieta un puño.

―Creo que es el tubo principal. Yo ahora te lo desatasco, mamá.

El hombre desatornilla, atornilla y golpea de rodillas en el suelo. Se concentra y, por un segundo, se olvida de la figura de su madre que lo mira desde el quicio de la puerta con ojos de tristeza. Una tristeza tan enorme que parece que vaya a explotarle por entre los ojos y las orejas. Y se recuerda a sí mismo en ese mismo baño con tres años, con siete, con doce, con veinte. Mirándose al espejo y sorprendiéndose.

―Hijo, ¿te puedo peinar?―, pregunta la madre con voz bajita. Lleva un peine entre los dedos cadavéricos y se rasca las uñas con las púas. Parece que los ojos le brillan.
El hombre maduro no se espera la pregunta y se gira para comprobar que ha oído bien. Y encuentra a su madre anciana con el peine y los dedos frágiles. Se da cuenta entonces de los surcos y arrugas de su piel, del pelo que asoma por debajo del pañuelo gris y de las zapatillas de fieltro sin suela. Un respingo le recorre el espinazo. La colita del diablo se esconde por dentro del pantalón de trabajo. Avergonzada. Un huevo en la garganta le impide tragar.

―Claro, madre.―, responde el hombre maduro con voz entrecortada. Y se sienta en la taza del wáter. Se abrocha hasta arriba los botones de la camisa de trabajo. Y cierra los ojos.

Hay un hombre grande, fuerte, maduro con el pelo grueso y negro que se deja peinar, de nuevo, por las manos frágiles y arrugadas de su anciana madre. Cada cepillada a su pelo ralo le sacude el esternón, los tobillos y el alma. Y llora en silencio. Las lágrimas brotan y se pierden entre la barba. La madre sabe. El hombre empieza a comprender que no es a él a quien le corresponde la grandeza.

 Y se deja peinar.






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