Voy a contar mi historia. Aunque no me acuerdo de muchas
cosas. Y precisamente por eso prefiero sentarme y recopilar todo lo que en los
últimos meses he oído, me han contado o he inferido de viejas fotografías.
No pretendo reconstruir mi vida; eso sería algo imposible
dado el inevitable paso del tiempo cronológico. No podemos volver a construir
algo que ya está construido. Deberíamos demolerlo para, con las piezas
resultantes, volver a montar de una forma más creativa. No, eso es imposible.
Tengo más una necesidad de interpretar esa vida, como un sueño que, al
despertar, queremos recordar a toda costa. Pero que cuando más nos esforzamos en
recordar más se desvanece en nuestra cabeza. Como un jabón que resbala
irremediablemente entre nuestros dedos.
Así es como me sentía, como esa pastilla de jabón que se va
resbalando y, al mismo tiempo, como esos dedos que no pueden retenerla. Es una
imagen graciosa y patética a la vez. Graciosa, precisamente, por lo patética.
Cuando desperté en la cama del hospital, el médico me dijo
que había tenido una conmoción cerebral y que me sentiría algo extrañado
durante un tiempo. Que la pérdida de memoria era un síntoma habitual en este
tipo de accidentes. “Este tipo de accidentes”. Aquellas palabras me sonaban
como si fueran una canción conocida por todos pero sobre la que yo no había
tenido noticia nunca antes. Como si perder la memoria en un accidente fuera
algo tan habitual que la gente ya ni habla sobre ello. Se sobreentiende. Así
decidí sobreentender todas y cada una de las cosas que a partir de entonces se
sucederían. Aunque no las entendiera.
La que decían era mi mujer solo vino una vez a verme. Era
una mujer menuda, con los cabellos cortos y pantalones parcheados, como si
doscientas treinta y tres ratas los hubieran estado royendo con sus diminutos
dientes afilados. Tenía un aire melancólico. Los ojos se le quedaban medio
cerrados y siempre miraba al suelo. No, melancólicos no eran. Eran tristes,
unos ojos tristes. Verla por primera vez, de nuevo, me entristeció también.
Pero suspiré por dentro y me dije que quizás sí, que quizás mi mujer era una
mujer triste y yo era un marido triste. Más tarde me enteré de que yo no era un
tipo triste. De hecho no tenía trabajo pero siempre estaba muy activo. Nunca
estaba en casa.
―¿Te alegras de verme vivo? ―le pregunté el día que vino a verme al hospital. Era una pregunta sencilla y
compleja al mismo tiempo. Para mí y, supongo que también, para ella.
―Sí,… bueno…―titubeó y bajó la mirada.
Entonces alargué mi mano izquierda para tocar la suya. Una
enfermera me había dicho que el olfato y el tacto eran los sentidos que mejor
ayudan a recuperar la memoria perdida en el fondo del inconsciente. Entonces yo
me imaginé dos grandes imanes en forma de U situados dentro de mi nariz o
debajo de la palma de mis manos, pendientes de conectar cualquier sensación
olfativa o táctil con viejos recuerdos perdidos.
Cuando mis dedos tocaron los suyos ella apartó la mano con
rapidez. De golpe. Luego las juntó y entrelazó los dedos. El imán no
funcionaba. Tuve la extraña sensación entonces de que, de alguna forma, ella me
tenía miedo.
La que sí venía a verme cada día a todas horas, era una
señora de unos cincuenta. Era algo más grande que yo. Y no digo alta ni gorda.
Digo grande. Porque así la veía tumbado en la cama. Su cabeza era grande y
llevaba un peinado crepado que agrandaba aún más su cabeza. Sus manos eran más
grandes que las mías y de cada dedo asomaba un gigantesco anillo dorado. A
decir verdad, esa mujer me intimidaba. Dijo que era mi hermana. Hablaba muy
rápido y conseguí entender que hacía muchos años que había dejado de hablarme
tras varias discusiones y que no había vuelto a mi casa por ciertas
discrepancias. Pero que al enterarse de mi accidente una ola de arrepentimiento
le azotó por dentro, como un huracán inesperado que te coge por sorpresa, te
eleva por el aire y que no puedes controlar.
―Te he traído varias fotografías a ver si te ayudan a
recordar ―dijo la que decía ser mi hermana. No tenía mucha esperanza en que eso
funcionara pero la dejé hacer. Para ser más preciso debería decir que la dejé
hablar.
Entonces de su gran bolso sacó varias fotografías. La gran
mayoría eran fotografías en blanco y negro. Me contó que eran imágenes de
nuestra infancia. En ellas salían nuestros padres, abuelos, tíos y primos. Eran
escenas en el campo, en ríos o playas, en salones navideños e incluso una
dentro de una furgoneta grasienta. Ninguna de ellas me evocaba ningún recuerdo.
De hecho, al verlas no me interesaron lo más mínimo ni las personas que en
ellas salían ni las historias que había detrás de ellas. Es curioso pero las
personas nos pasamos la vida intentando recoger la mayor cantidad de recuerdos
en imágenes fijas, como si fuera la única forma de detener el tiempo en nuestra
memoria. Pero, en realidad, lo que recogemos son las historias que hay detrás
de esas imágenes. Las anécdotas que se recuerdan y que conforman el catálogo de
historia familiar. Y yo no tenía ningún catálogo de recuerdos ni anécdotas al
que echar mano. Esas fotos no me decían nada.
Solo una de las fotografías me llamó la atención. No era tan
vieja como las anteriores. Se trataba de una imagen a color, pero era un color
amarillento, tibio. Como si le hubieran puesto algún filtro o mosquitera
delante.
―¿Quién es este hombre? Parece joven. Se le ve feliz. Y la
mujer que hay al lado también parece feliz. Los dos sonríen ampliamente
―pregunté con sincera curiosidad.
―Es la foto de tu boda. Hace más de quince años. Estos sois
tú y Soledad ―contestó entornando la mirada hacia el suelo.―Esa fue vuestra
mejor época ―carraspeó un par de veces―. Después… Soledad se fue apagando poco
a poco.
―Ya veo ―. Fue lo único que pude contestar. Algo se me clavó
en el pecho muy fuerte y empezó a empujar. Como un torniquete que va apretando
poco a poco a cada nueva vuelta.
A partir de ese día (y estuve varios más en el hospital) me
pasaba los días mirando por la ventana. Pensaba en Soledad. Me preguntaba si
esa mujer que me había retirado la mano de repente alguna vez había llegado a
ser de verdad la mujer tan bella y sonriente que había visto en aquella
fotografía. Pensaba en las palabras de mi hermana y me preguntaba qué había
hecho para que Soledad se hubiera apagado, así de pronto. O quizás no fuera de
pronto sino lentamente, tan disimuladamente que el día a día no permitió que me
diera cuenta de que se iba marchitando. Cuando las enfermeras se marchaban y mi
hermana había bajado a comer algo a la cafetería, me sentía extrañamente
culpable. Tenía que recuperar algo que, en ese momento, tampoco sentía mío,
pero que anhelaba profundamente.
El día que el médico me mandó a casa mi mujer no me
esperaba. Y debería decir llegar, y no volver, porque no tenía la imagen de
haber estado allí nunca antes. La casa se me antojaba algo vieja y desanimada. Me
aposenté en un butacón orejero y éste me abrazó con los apoyabrazos para no
dejarme ir.
A los quince minutos me levanté con cierta dificultad
(todavía me sentía débil y la cabeza me dolía de tanto en tanto) y vagué por la
casa. Descubriéndola por primera vez como un niño que entra en una nueva tienda
de juguetes e inspecciona todas y cada una de las estanterías. Me dirigí al
dormitorio. Al entrar vi una gran cama de matrimonio, una cómoda con espejo en
una pared lateral y un gran armario empotrado. Abrí las dos puertas del armario
y me encontré con dos partes bien diferenciadas. La derecha debía ser mi parte:
pantalones, chaquetas de pana, algún abrigo y dos o tres corbatas. En el suelo
había cinco pares de zapatos. A la izquierda había varias blusas colgadas de
perchas metálicas. Todas ellas eran la misma blusa repetida varias veces, con
el mismo cuello y los mismos botones. Había unas cuatro faldas largas y dos
pares de zapatos sin tacón. Ver esa ropa que me resultaba impersonal, me empequeñeció
la garganta y, por un segundo, dejé de respirar. Era todo tan triste y
desolador.
Bajé la mirada y, de repente, detrás de mis desconocidos
zapatos descubrí dos botellas de whisky. Cogí una de las botellas. Estaba medio
vacía. Pensé que quizás Soledad se sentía vacía como esa botella de whisky:
ebria y turbia. Sin etiqueta. Una amargura me empezó a subir por el esófago y
me llegó a la lengua un sabor a agrio y una rabia mezclada con llanto
descontrolado. Cogí las dos botellas y las vacié en el inodoro. Las tiré de
inmediato a la basura.
Entonces me quité el pijama y me vestí con unos pantalones
de pana. Encontré varias monedas en un bote de cristal encima del frigorífico y
salí a la calle. No sabía a dónde me dirigía. Mis pasos me llevaban pero no
sabía hacia dónde. Me sentía furioso. Furioso por esas faldas largas tan
anodinas, por esas paredes desconchadas que no sentía mías y por la manta
parcheada del viejo butacón que me había raspado la piel. Pero por encima de
todo me sentía furioso por esas botellas de alcohol que me abofetearon de golpe
en el estómago. Como si hubiera descubierto un viejo tesoro, un tesoro que
todos ocultan celosamente. Pero en esta ocasión no era un tesoro dorado. Se
trataba de un recuerdo doloroso, que me rasgaba las entrañas.
Me senté en un banco de la calle y empecé a llorar. No podía
creerme que esa fuera mi vida. No podía creerme que esa fuera la rutina que me
esperaba a partir de ahora. No quería que aquella que decía ser mi esposa
siguiera con la mirada baja. No podía soportar que me hubiera retirado la mano.
Deseaba reencontrarme con aquella chica joven de la foto, sonriente y feliz. Y
con aquel chico alto, que transmitía cierta esperanza. Ese era yo. Yo, hacía
quince años. Deseaba sentirme como aquel muchacho de la fotografía. No lo
recordaba pero deseaba ser él.
Por delante del banco en el que estaba sentado pasó una
madre con un niño de unos cinco años. Lamía un helado de vainilla y tenía toda
la cara devorada por la crema. Se reía muy fuerte y señalaba ensimismado las
farolas, las palomas, una lagartija que se escondía bajo un coche y los colores
de las baldosas. Está construyendo sus futuros recuerdos, pensé. Suspiré y
sentí nostalgia de algo desconocido. Entonces me levanté, di media vuelta y me
encontré con el escaparate de una gran floristería.
Entré y compré tres rosas rojas. Por algo debía empezar.
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