sábado, 10 de agosto de 2013

TIZAS Y CANICAS



Una mañana, mamá me dio un beso rápido en la mejilla y me metió el batido de chocolate en la bolsita de tela.

―Te vendrá a buscar Julieta, que hoy tengo mucho trabajo, cariño. Cuando llegue a casa te contaré un cuento; el que tú quieras ―se despidió mi madre en la puerta de la escuela.

La señorita  nos dio una ficha del número tres para colorear y luego hicimos barquitos con pasta de modelar. Susana hizo una barcaza, era enorme. Susana siempre era la mejor moldeando y la señorita siempre le decía lo bien que lo hacía. Susana y yo somos amigos desde la guardería. Nuestras madres se hicieron amigas en el parque y siempre celebramos los cumpleaños juntos. Ella sopla mis velas y yo soplo las suyas. Me gusta mucho el pelo de Susana. Es de color naranja y su madre siempre le peina una coleta muy alta. Me gusta jugar con Susana: ella siempre quiere hacer de profe y yo la dejo. El otro día vino con un peluche nuevo: era amarillo y tenía una flor en el cuello. Cuando llegó a clase se lo enseñó a todos: a María, a Marco, a Pepe…Me dejó cogerlo y lanzarlo al aire.

El timbre sonó, Susana me cogió de la mano y los dos corrimos hacia el patio. Ese día olía a yogur de fresa. Cerré los ojos y me dejé llevar.

―Mira ― y abrió la mano delante de mis ojos. Era la canica más grande y más azul que había visto nunca. Mi madre no me compraba nunca canicas y las que tenía las había ganado en las horas del recreo del último curso. Alargué mis dedos para tocarla pero Susana cerró la mano de repente. Le miré a los ojos y le supliqué con la mirada que me la dejara tocar. A veces Susana podía ser muy misteriosa. Y eso me encantaba.

―Cuidado, que se puede perder. Marco nos está mirando y no quiero que la vea ―susurró  mientras se escondía esa bolita de cristal en el bolsillo del baby.

Entonces me dio un beso en la mejilla y dijo  “vamos a la fuente”. Me quedé quieto y las orejas se me pusieron rojas rojas. Creo que la cara también se me puso colorada, como cuando el año pasado tuve paperas y mi madre me ató una bufanda en la cara. Susana nunca me había dado un beso en la mejilla. Llevaba tres semanas soñando que yo le daba un beso a ella. Esos días había vuelto a mojar la cama. A mamá no le gusta que a mi edad me siga haciendo pis en la cama. Me acordé y me toqué los pantalones.

Cuando llegamos a la fuente, nos mojamos las manos, la cara y nos hinchamos las mejillas con agua para explotarlas, luego, con las palmas de la mano. Hacía tres días que nos gustaba jugar a hacer fuentes con la boca para ver quien llegaba más lejos. Ella siempre me ganaba. Sus mofletes se llenaban totalmente de agua y parecía que se le iban a salir los ojos. Me gustaba ver que las pecas se hacían un poco más grandes y eso me hacía reír.

Escupió el agua, se secó los labios con la manga y se fue gritando como una sirena. Corría alrededor de Marshila tocándole la barriga y tirándole de las trenzas. Pobre Marshila. Hacía poco que había llegado al colegio, aún no entendía cuando la señorita le preguntaba y nadie quería jugar con ella. Mi madre me decía que me acercara yo, que le preguntara de donde venía. Pero me daba mucha vergüenza.” ¿Y si me decía que no con la cabeza?”

Yo quería seguir con el juego de la fuente y bajé la cabeza. “¿Por qué no quiere seguir jugando conmigo?” Me metí las manos en los bolsillos y saqué una tiza de color rojo. Me senté el suelo y empecé a dibujar sobre las baldosas grises. Quería hacerle un regalo especial a Susana. Dibujaría un corazón rojo y pondría nuestras letras dentro. S y M. “Seguro que le gusta y me da otro beso.” La profe dice que dibujo muy bien.

Apreté con fuerza y la tiza se rompió en tres pedazos. Marco me estaba mirando y empezó a reírse. Me señalaba y se reía. “Odio a Marco. Siempre se está riendo de todo el mundo”. Apreté uno de los trocitos con la yema del dedo y ésta se deshizo hasta convertirse en un polvito, como de azúcar. “Seguro que Marco se ríe de mi medio corazón en el suelo. No quiero que lo vea”. Sin levantar la cabeza y todavía de rodillas, empecé a llorar. Mis lágrimas se mezclaban con el polvo rojo en el suelo. Susana se había olvidado de Marshila y estaba en el columpio de cocodrilo. Es nuestro favorito. La miré balanceándose; adelante, atrás, adelante, atrás.

Restregué la pinturita con la mano y el dibujo se quedó borroso. Me levanté. Corrí escondiéndome la cara con las manos y me escondí debajo del tobogán.

Cuando el timbre volvió a sonar yo seguía escondido. Me cogí las rodillas con las manos y escondí la cara en medio. Por la rendija del suelo vi muchos pies que corrían camino de la clase. También vi a Lorenzo, que se tropezó y cayó sobre la gravilla. Lorenzo siempre se está cayendo y su madre le ha puesto unos zapatos muy grandes y feos.

No quería volver a clase para que Marco se riera de mi otra vez. Seguro que se lo había contado a Susana y le había enseñado mi medio corazón borroso. En el último timbrazo vi una mano que se asomaba por debajo del tobogán. No podía ser la mano de la señorita porque tenía las uñas un poco largas y de color rosa. Bajé la cabeza y la saqué un poco. El sol me picó en los ojos y me tapé con la mano. La mano seguí ahí y me indicaba que saliera. Poco a poco, me arrastré y conseguí salir de debajo del tobogán. Y ahí estaba Marshila. Estaba muy quieta, de pie y las trenzas negras le caían por encima de los hombros. Me alargó la mano y me ayudó a salir. Me sonrió y yo le dije gracias muy bajito. Entonces sentí que las mejillas me ardían y bajé los ojos al suelo. Empecé a restregar la punta de mis zapatillas haciendo pequeños círculos en la arena. “¿Qué le podía decir a Marshilla si no me entendía?

Ella me miró con unos ojos muy grandes y metió su mano en el bolsillo de su chaqueta. Todavía no tenía un baby y siempre traía una chaquetita de lana. Sacó la mano y la abrió. En la palma de su mano había una tiza de color amarillo. Parecía nueva porque era muy grande. Y estaba muy lisa. Alargó el brazo y me la puso delante de la nariz. Me dio cosquillas y me empecé a reír. Marshila también empezó a reír. Cogí la tiza y me la guardé en el bolsillo del pantalón. La escondí muy al fondo para que ni Susana ni Marco la vieran al entrar a clase. Entonces Marshila me cogió de la mano y corrimos hacia la clase. Ya era tarde.

Al entrar en la clase, estaban todos ya sentados en las sillas y la señorita estaba a punto de explicar un cuento. Me acordé del cuento que mamá me explicaría por la noche. Yo también le contaría que hoy he hecho algo nuevo.
 
 

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