viernes, 1 de noviembre de 2013

CUANDO MAC GYVER NO ESTÁ AL ACECHO


 
Cuando abrió los ojos, la chica mona se vio deslumbrada por la luz del mediodía. Sintió un olor a sudor y calcetines sucios que le taponó las fosas nasales. Notó las sábanas frías en sus muslos por lo que llegó a la conclusión de que se encontraba desnuda en esa cama que no era la suya. Nunca hubiera puesto sábanas de lino en pleno mes de noviembre. Si acaso, a finales de junio o ya entrado agosto. Levantó levemente la barbilla y se encontró en una habitación extraña. El color verde pistacho de las paredes no era el color de su habitación y había ropa tirada por todo el suelo. Reconoció su falda de cuero y un zapato de tacón. Lo había comprado hacía poco y le encantó la cremallera del talón. También vio una camisa de flores y unos pantalones de pana rosa. No eran suyos, eso estaba claro.

A su derecha, encima de una mesita de noche, había un despertador. Marcaba las 12:45. También había una caja de preservativos de látex. Había cuatro envoltorios abiertos, rasgados con poco cuidado. Se espantó. Varias imágenes difusas aparecieron delante de su nariz, como una exposición en movimiento envuelta en una burbuja de humo. Copas de tequila, fogonazos de luz roja y una música estridente. También recordó vagamente unas manos que le quitaban la blusa y unos dedos sudorosos que le acariciaban los cabellos. Empezó a encajar algunas piezas y se giró a su izquierda.

Efectivamente, un chico gordo estaba durmiendo plácidamente sobre su brazo izquierdo. De su nariz salían unos pitidos enlatados, ahora más estridentes, ahora más metálicos. La papada le subía y bajaba a cada nuevo ronquido y unos dedos gordos como calabacines se movían de vez en cuando. Estaba desnudo también. Al menos de cintura para arriba ya que se había deshecho de la sábana en su sueño profundo. Parecía una cría de hipopótamo descansando tras un largo viaje en busca de agua.

La chica de la falda de cuero se sentía atrapada. Literalmente por el peso del gordo de torso desnudo y figuradamente por una situación incómoda a la que no recordaba haber llegado por su propio pie. Entonces buscó con la mirada su bolso tirado en el suelo. Sacó la pierna de debajo de las mantas y alargó el pie hasta tocar con la punta del dedo gordo el asa de polipiel. Se estiró y consiguió enlazarlo en su tobillo. Con un movimiento de bailarina lo elevó y acabó cayendo sobre su pecho. Sonó algo pesado y recordó el bote de colonia que siempre llevaba consigo. Con la mano que no tenía atrapada empezó a buscar algo que la liberara. Sacó la pequeña botellita de perfume, tres horquillas, unas llaves y un pequeño monedero. Por un instante deseó haber visto toda la seria completa de Mac Gyver y recordar algún truco infalible en este tipo de situaciones. Pero no pudo; sus padres siempre la mandaban a dormir en cuanto empezaba el capítulo semanal.

Empezó a impacientarse y a hiperventilar. No podía seguir secuestrada bajo esa tonelada de grasa sudorosa ni un segundo más. No quería seguir en esa cama deshecha y deseaba olvidar aquella noche que apenas recordaba. Era algo visceral que le subía del estómago hasta la garganta. La respiración entrecortada le hizo sudar y, sin pensarlo, cogió con fuerza el bote de perfume. Por suerte, andaba todavía medio lleno y pesaba como dos paquetes de arroz integral. Alzó la mano y lo dejó caer en la cara de su compañero. Dos, tres, cuatro golpes bastaron para dejarlo inconsciente. Con el otro brazo y las piernas empujó su cuerpo pesado y al final consiguió apartarlo levemente. Inconsciente, el gordo era algo más que un peso muerto. Cuando, finalmente, consiguió arrastrar su brazo por debajo de las axilas blanquitas del gordo, salió de la cama. Tropezó con una botella de whisky y casi se tuerce el tobillo. Trastabilló con su otro zapato, recogió la falda, la blusa, las braguitas y se colgó el bolso del cuello. La idea de salir de esa casa era su único objetivo y, con las prisas, se olvidó de las braguitas que estaban tiradas en el pasillo a la cocina. Se fue medio vistiendo en el ascensor y llegó, por fin a la calle.

Llovía. El agua le mojó los cabellos y le acabo de descorrer el poco maquillaje que le quedaba. Empezó a caminar deprisa, los zapatos colgaban de sus dedos y sintió como el frío de los charcos le subía por las pantorrillas, como cuando, cada mañana, acababa su ducha con un chorro de agua fría. Pero hoy la ducha era más triste.

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