miércoles, 24 de julio de 2013

EL TRUEQUE



El día que me cansé de la apatía ebria de mi padre decidí tomar la decisión que marcaría toda mi vida a partir de entonces.

Recuerdo que todo empezó con un cumpleaños. El día que mi hija mayor cumplió seis años, mi padre vino a la fiesta de celebración. Hacía unos siete años que no nos veíamos y me sorprendió verlo tan calvo. Sus ojos tenían una especie de tela sombría que transmitía un cansancio profundo. Cuando me dijo que su tercera esposa le había abandonado y que necesitaba un lugar donde vivir, me lo pensé cinco minutos pero finalmente le ofrecí el sofá- cama del comedor. Nuestra convivencia nunca había sido idílica pero verlo tan mayor me entristeció y decidí darle una oportunidad al encuentro.

No veía mucho a mi ex marido ya que trabajaba en la otra punta del país pero cada mes nos pasaba puntualmente la pensión. Yo me ocupaba de la casa y de mis tres hijas pequeñas. A veces paseábamos por el parque o nos bañábamos en la piscina. Mi padre no hacía nada. Y cuando digo nada me refiero a que no hacía absolutamente nada. Se pasaba el día en el sofá, bebiendo y cambiando compulsivamente los canales del televisor. Por las tardes yo tenía que recoger las decenas de latas que había dejado vacías encima del sofá, encima de la alfombra, debajo de la mesa del café y detrás de la cortina.

―¿Qué te pasa, mamá? ¿Por qué no vamos al parque hoy? ―me preguntaban mis hijas cuando me veían sentada en el porche de la entrada. Yo las abrazaba y les besaba los cabellos. Cuando salían corriendo detrás del perro, me secaba las lágrimas con la manga de la camisa.

Una mañana de domingo reparé en un anuncio del periódico. No me interesaban mucho las noticias ni los reportajes de famosos pero esa pequeña nota llamó mi atención de inmediato. «Se acepta trueque de familiar. Cambiamos abuela por abuelo». Levanté la mirada, me apoyé en la barbilla y me sorprendí preguntándome por qué no. Me deshice en seguida de esa diabólica idea. No podía abandonar a mi padre. Aquella noche tuve una pesadilla horrible que me despertó de madrugada.

Los días siguientes papá seguía vaciando mi nevera y su hígado. Me sentía cansada. Un día las niñas empezaron a jugar a camareras y clientes y eso me encendió por dentro. Rebusqué por toda la casa y encontré el viejo periódico detrás de un cubo. Volví a leer el anuncio. ¿Estaría aún vigente?, me pregunté. Quizás por una temporada, al menos. Necesitaba una especie de vacaciones de papá. Y a él no le importaría. Solo por una temporada.

Contactar con esa familia no fue difícil y tras acordar el día y el lugar del intercambio empecé a sentirme algo más aliviada. Alguna noche, incluso, fantaseaba con tener a una abuela en casa. Mis hijas tenían derecho también a disfrutar de la abuela que no habían tenido.

El día llegó y papá estaba tan borracho que a duras penas me preguntó a dónde íbamos. Lo metí en el coche y conduje unas tres horas. La otra familia me esperaba en un área de descanso de la autovía. Habíamos acordado ese lugar por ser uno de los lugares más desiertos del estado. Ni los camioneros lo usaban.

―Esto va a ser fácil. Tu padre parece medio dormido y mi madre padece de pérdida de memoria inmediata. Se acuerda de toda su vida pero no puede recordar lo que hizo ayer. No te traerá problemas ―. Aquella mujer con sobrepeso y pantalones cortos emanaba una seguridad en sí misma que admiraba.

―He traído algo de ropa y sus gafas de sol. Se deslumbra fácilmente ― le dije y ayudé a mi padre a sentarse en el asiento de atrás del otro coche. La otra mujer asintió. Nos dimos la mano y cada una condujo de vuelta. No miré atrás por el retrovisor ni una sola vez.

La nueva abuela era una señora de unos setenta años aunque aparentaba quince menos. Tenía el pelo de un gris metalizado y sonreía constantemente. Era más ágil de lo que aparentaba pero le gustaba caminar con su bastón de nácar. Me gustó de inmediato. Efectivamente no se extrañó al entrar en mi coche, que debía ser desconocido para ella. Se pasó el viaje cantando canciones de Frank Sinatra hasta que se quedó dormida.

A las niñas les conté que su abuelo se había ido de viaje y que tardaría bastante tiempo en volver. De todas formas habían vivido más tiempo sin él que con él. En seguida se encariñaron con la nueva abuela. Tras varias deliberaciones decidieron bautizarla como Abuela Sonrisas. Me pareció bien el nombre y Abuela Sonrisas tampoco rechistó. Nunca respondía por su nuevo nombre ya que no se acordaba nunca de él. Pero a las niñas y a mí nos gustaba verla hacer galletas o limpiar la casa. Le encantaba ordenar la ropa en los armarios o hacer gorros de lana a ganchillo.

Los primeros dos meses fueron como un mar en calma. La casa estaba limpia,  Abuela Sonrisas no paraba de explicar batallitas de su juventud y a las niñas les encantaba escucharla sentadas en el suelo delante de la chimenea. Yo las miraba extasiada desde el butacón, me tomaba una copa de vino y suspiraba por lo tranquila que se había vuelto mi vida desde que la nueva abuela había entrado en casa. Después poco a poco, de forma sutil, empezó a molestarme esa calma quieta, esa felicidad aparentada que no sentía mía. Si en el fondo no es tu madre, me decía por las noches al apagar la lamparita.

―Abuela, ¿has visto mi falda gris? La planchaste ayer y no la encuentro ―le preguntaba a veces. Ella me miraba con ojos cristalinos, se sonreía y ladeaba la cabeza.

―No tengo ninguna falda gris. Todas mis faldas son rojas o naranjas. Recuerdo que mi madre las cosía con esmero por las noches, cuando era pequeña. ¿Te he contado alguna vez que mi madre era cosedora y que llegó a hacer un vestido para la mujer del primer ministro?

Entonces se sentaba en la butaca, me señalaba el sofá para que me sentara y empezaba a hablar. Muy tranquilamente. Y durante unas dos horas. Al principio me sentaba a escucharla pero pronto aprendí a seguir haciendo mis tareas mientras de tanto en tanto le respondía con un «Ajá» cada dos o tres minutos.

Llegados a ese punto debía tomar una decisión. Y no tardé en tomarla.

No logré localizar a la señora de los pantalones cortos por ninguna parte. El teléfono del anuncio ya no estaba operativo y, como el día del trueque no acordamos fecha para volver a vernos, no tenía forma de devolver a la Abuela Sonrisas. Esa idea empezó a rondarme día y noche, no me dejaba dormir. Como un mosquito de la zona de los pantanos, que se te pega y no te deja ir hasta que acaba por chuparte toda la sangre.

Una mañana, ya cansada, me dirigí a las oficinas del periódico local y puse un anuncio de trueque. Conseguí intercambiar a Abuela Sonrisas por un tío que contaba chistes. Duró dos semanas en casa. Lo cambié por un amigo de la familia, pero era un glotón y se fundía la nevera cada noche. Después vinieron dos padres fracaso, un adolescente hormonado y varias amigas del alma. Pero ninguno de ellos conseguía hacerme sentir satisfecha.

Ahora llevamos unos cinco meses sin acoger a nadie. Aunque mis hijas siguen jugando y riéndose en el jardín, hay veces que las sorprendo tiradas en el suelo, mirando las nubes. Tan quietas y silenciosas que parecen columnas de granito. A veces me pregunto si ellas también pensarán en el abuelo. Si también creerán que lo han intercambiado por otro como un viejo cromo de jugador de baloncesto. Entonces me entra un miedo en la boca del estómago. Es como una hoja de afeitar que sube y baja por las paredes de mis entrañas, rasgándome por dentro, pelándome los intestinos, el bazo y el corazón. Yo también me quedo inmóvil, silenciosa. Por fuera y por dentro.

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