viernes, 8 de noviembre de 2013

EL JUEGO DEL SOLITARIO


Cuando llegué a la isla desierta, nunca me imaginé que me convertiría en un caníbal.

La primera noche la pasé en vilo, con los ojos tan abiertos como los del búho que no dejó de cantar, cada tres minutos durante ocho horas seguidas. De la fuerza del mar tan solo me quedó una camisa de algodón muy fina y unos pantalones con las perneras rasgadas, así que me pasé las horas temblando, con unos movimientos espasmódicos que empezaron por los hombros y se fueron transmitiendo por el pecho, la cintura y hasta la punta de los pies. El búho y yo parecíamos un concierto a dos voces, de esos que se hacían en las noches de verano en mi Bruselas natal. Él con ese ritmo diatónico, ululando ahora dos veces ahora tres, pero siempre manteniendo el pulso de tres por cuatro. Y yo, esforzándome por cerrar los ojos y retorciéndome bajo una hoja de palmera, parecía que mi cuerpo le respondía con dos espasmos como corcheas mal diseñadas.

Una semana más tarde ya había construido una especie de cabaña que me resguardaba de las lluvias sorpresa. De hecho no se trataba más que de tres palos ensartados en la arena y varias hojas entrelazadas entre sí y puestas encima como una manta deshilachada. Así que casi todas las noches dormía bajo un colador de goteras que me despertaban húmedo como la boca de una cabaretera.

Una mañana, aburrido, empecé a desquebrajarme las uñas de los pies. Tiré de una pequeña astilla de la uña del dedo gordo y seguí con las del resto de los dedos. Pasé al otro pie y en el dedo corazón se me fue el ímpetu y acabé por arrancarme la uña entera. Como empecé a sangrar me acerqué a la orilla para limpiar mi herida y fue cuando lo encontré. Medio enterrado en la arena gris un cangrejo se escondía. Solo la punta de sus tenacillas sobresalían tímidas como saludando al sol. Me agaché y le toqué el caparazón. Él , o ella , me clavó las pinzas en la mano y volví  sangrar. Después de limpiarme la herida comprobé que el cangrejo no se había ido y, con la ayuda de dos palos, lo acerqué a mi cabaña. Debía estar algo aturdido como yo porque se pasó tres horas dando vueltas en círculo a dos piedras, caminando de lado arrastrando sus diminutas patas y aplaudiendo con sus pinzas al aire. Me entretuvo toda la tarde y acabé riéndome yo solo. Hacía tiempo que no me reía con tantas ganas, como si la risa saliera como un vómito ácido que me subía por la garganta para salir a chorros de mi boca abierta. Le cogí cariño.

A los dos días decidí bautizarlo Lucy. Lucy era un nombre de chica, lo sé, pero como el cangrejo nunca me dijo si era él o ella, pensé que no le importaría responder a partir de ese momento a un nombre femenino. Misteriosamente Lucy me seguí a donde fuera. Si yo me levantaba para orinar a media noche, Lucy arrastraba sus antenitas y se quedaba a mis pies mirándome. Si decidía ir a por más raíces o trozos de corteza para picar, Lucy me seguía, caminando a mi lado. A veces me preguntaba cómo podía seguirme con tanta rapidez caminando de lado. Empecé a admirar su elegancia al andar y me encantaba descifrar el movimiento de sus pinzas al aire. Tres toques, saludo. Dos toques, cansancio. Si me picaba en el pie ya sabía que no debía molestarla. Cada vez pasábamos más horas juntos. Éramos como una pareja de novios de hace muchos siglos: yo le hablaba y ella me respondía con un silencio y dos o tres toques en los tobillos. Nunca me llevaba la contraria y yo le agradecía que me acompañara siempre. Le empecé a coger tal cariño que decidí casarme con ella. La ceremonia fue corta y sencilla y lo celebramos bañándonos en la orilla del mar al atardecer. Los ojos de Lucy brillaban con el rojo del sol poniente.

Mientras tanto la comida iba menguando en ese islote perdido. Ya me había zampado  todas las raíces y eso había impedido que nuevas plantas crecieran. Los troncos parecían el lomo de una rata de alcantarilla, tan lisos y blancos, pues  me había comido toda su corteza.

El sol quemaba mi piel y en los brazos morenos empezaron a salirme una especie de ronchas rojizas que me picaban. Dormido, por las noches, me las rascaba sin darme cuenta y al despertarme me descubría en un charco de sangre. Lucy se acercaba y sorbía un poquito de mi sangre. En el fondo, yo sabía que me acariciaba con amor.

 Una de esas mañanas me desperté moribundo, muy sediento, con la boca seca como un saco de serrín y Lucy yacía a mi lado. Un rayo de sol le rebotaba en el caparazón y me pareció ver un arcoíris saliendo de su cuerpecito reluciente. No tuve piedad. Le arranqué la pata derecha y me la comí.

1 comentario:

  1. Me ha gustado, tiene la virtud de mantenerte atento en el conjunto de su lectura con un final inesperado.

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