domingo, 17 de noviembre de 2013

LOS CHICOS


Cualquier cambio puede darse en la gran ciudad o en un pueblo rodeado de campos de centeno. Qué más da el escenario cuando lo que cuenta son las palabras no dichas, los diálogos ocultos y las miradas esquivas. Y más, cuando se trata de un grupo de chiquillos, una chica llamada Mariló y unos Perlas que iban en moto.

Los chicos nos encontrábamos cada verano corriendo por las calles de Villatilos. Mario, Marcial, Marcos y yo sabíamos que debíamos vernos en la fuente de la pequeña plaza nada más llegar de la ciudad. Un año de estudios se volatilizaba de repente al vernos y la excitación de tres largos meses nos entusiasmaba a la hora de hacer planes.

―Vamos a tirarle piedras al cerdo de los Pérez― proponía Marcial con su pícara mirada tras unas gafas de metal que se le resbalaban nariz abajo.

―He traído mis canicas, podemos hacer una competición ―decía Marcos con los ojos gachos, mientras abría una pequeña bolsa de cuero y nos enseñaba las bolas relucientes. Los dedos le temblaban.

Mario nunca proponía nada interesante pero se unía a cualquier plan. Era el más rápido dando excusas y escapando de cualquier problema.

Aquel verano fue el más lento que recordamos. El calor nos obligaba a pasar las mañanas en el río, buscando renacuajos o ranitas bajo las piedras, y las tardes en el campo, bajo las sombras de cualquier pino. Porque en Villatilos ya no había tilos. Los viejos nos contaban que sí, que hubo un tiempo en que el pueblo tenía un nombre realista, verdadero, fiel. Nuestros padres se pasaban los días en el bar, lanzando piezas de dominó a un viejo tapete verde o ayudando a los cuñados en el campo. Nuestras madres se sentaban en los patios, pelando cebollas y ocultando las razones de sus lágrimas. Siempre había algún familiar al que recordar a la hora de la cena. Así nos pasaban los días, lánguidos y pesados.

Una tarde nos paró el guardia. Perseguíamos a los perros, les echábamos una cuerda al cuello y los colgábamos de las farolas.

―Los soltaríamos en una hora, señor. No queríamos hacerles daño ―, Mario fue el único que supo qué decir.

―Buscaros otros entretenimientos, chicos. ¿Por qué no os juntáis con los Perlas?

Los Perlas eran el otro grupo del pueblo: cinco o seis chicos algo mayores que nosotros. Algunos ya se afeitaban el bigote y dos o tres iban en ciclomotor. Eso los hacía atractivos y muchas chicas les reían los chistes. Tuvieran o no tuvieran gracia. Nos miramos todos y levantamos los hombros. Así que lo intentamos. Nos acercamos al puente. En el puente se juntaban los Perlas. Se llevaban sus motos y cestas llenas de comida para pasar el día en la orilla del río. No estábamos muy convencidos de hablarles pero nos daba curiosidad imaginarlos en bañador, con las piernas peludas. Nos escondimos tras unas rocas y vimos a los Perlas rodeados de cuatro chicas. Dos iban en bañador y llevaban sombreros de paja para resguardarse del sol o esconder su tontería. Solo una nos eclipsó. Vestía una falda corta de color morado y una camisa de flores medio transparente. El pelo recogido en una gran coleta, larga y fina que le volteaba a derecha e izquierda cuando caminaba.

―Creo que se llama Mariló ― rompió el silencio Marcial―. Mi madre dice que es la sobrina del fontanero. No viene mucho por aquí; cada dos o tres años.

Ninguno de nosotros la recordaba de los veranos anteriores pero nos enamoró inmediatamente. Nunca lo llegamosa confesar, nunca nadie planteó su amor a Mariló pero, a partir de ese día, nuestros juegos empezaron a cambiar. Empezamos a escondernos tras los arbustos, perseguíamos a los Perlas a donde fueran o los esperábamos agazapados tras la fuente, al caer la tarde.

―Estos Perlas son unos maestros. ¿Habéis visto que siempre llevan los cascos limpios y relucientes? Ni el viento los despeinan.¡ Y nosotros tenemos que compartir la bicicleta de Marcial!―, se quejaba Marcos. Como él, todos sentíamos una cierta admiración por esos chicos mayores, rodeados de rubitas y que andaban motorizados. Escondíamos nuestro amor por Mariló tras una admiración bien construida. Nos quedamos callados, con la mirada ensombrecida y sabíamos que ese era el momento que más nos unía. Pensamos en Mariló: Mariló en falda, Mariló en bañador, Mariló bajando la calle removiendo las caderas, Mariló sorbiendo limonada, chasqueando los labios o humedeciéndoselos ante cualquiera de los Perlas.

Unas semanas más tarde la feria llegó y todo el pueblo se volvió loco. Las mujeres se peinaron y las viejas empezaron a beber. Los hombres dejaron de cosechar o de jugar al dominó y se preocupaban por hacerse la raya bien recta en medio de sus cabezas. Un día entramos en el bar y Marcos le pidió tres monedas a su padre para los autos de choque.

―La feria es lo más esperado del año, señores. El bar se llena como nunca. Las mujeres son más bellas y las niñas se hacen mujeres en una tarde ―, escuchamos que resoplaba el camarero mientras limpiaba unos vasos y rellenaba la nevera con botellines de cerveza barata.

Lo entendimos esa misma noche. Mariló llegó a las atracciones del brazo del Perla mayor. Apareció como una reina alumbrada por el color de los farolillos. Sus ojos rasgados, más grandes y más negros que nunca, las uñas rojas y los labios también. La melena suelta y peinada a lo casco de astronauta le daba un aire como de muñeca de porcelana. La vimos pasear por los puestos de churros, cogida del brazo del muchacho, se sonreía al caminar y los zapatos de tacón le daban una pose algo más esbelta. El resto de los muchachos le silbaban al pasar y el Perla mayor les devolvía una mirada asesina o levantaba el puño y les señalaba la nariz. Entonces, algunos se daban la vuelta y seguían con el tiro al plato.

Los chicos y yo disfrutamos esa feria como nunca. Nos zampamos todo el algodón de azúcar que quisimos porque el tío de Mario era el propietario del carrito de dulces y nos invitaba. También subimos a la noria con las tres monedas de Marcos y nos imaginamos aves rapaces o espías americanos. Desde arriba vimos a Mariló que bebía de una botella de cerveza y bailaba alrededor del hombre de los globos. El Perla Mayor le tiraba del brazo y le decía algo al oído mientras la subía al Tren Embrujado. Por aquel entonces todavía no sabíamos que el Tren Embrujado era el lugar preferido de los amores de verano.

―Vayamos a ver como saltan el aro de fuego ―propuso Marcial, siempre tan atrevido. Llegamos al descampado y cientos de personas estaban sentadas en las gradas desmontables. Tres motoristas esperaban en la línea de salida. Parecían fantasmas negros y no se les veía ni las pestañas con el traje y el casco. Eran las motos más grandes y potentes que jamás habíamos visto. El rugir del motor predecía una carrera emocionante. Y ninguno de ellos decepcionó. Aceleraron y se elevaron por una rampa que terminaba en un aro prendido en fuego. Entonces, el público enmudeció como aguantando el aliento y soltó un aaahhh tras el salto del motorista.

―Algún día seré piloto de aviones― dijo Marcos categórico. Y todos sabíamos que no lo conseguiría si no se volvía más valiente. De lejos se escuchaba la música estridente de los autos de choque y los gritos de los vendedores de cervezas y palomitas de maíz.

Excitados, nos dirigimos a la carpa, donde había una orquesta de verano y todos ya bailaban. Al entrar vimos a Mariló sin los pendientes y que se tambaleaba a un lado y otro mientras el Perla mayor le cogía por la cintura y le besaba el cuello, las orejas y le metía la mano por debajo de la falda. No nos gustó verla con el Perla manos-largas y nos fuimos a pedir una naranjada a la barra. Bailamos todos. Cada uno a su ritmo, saltando, brincando, moviendo los pies o dando vueltas. Nos reímos de los mozos engominados y de las viejas que, sentadas en unas sillas plegables, observaban a la nuera de turno. Al acabar la música salimos muy contentos, alguien hizo algún chiste sobre el cantante y todos nos echamos a reír.

Detrás de la carpa, cerca de los baños públicos, nos la encontramos. Mariló estaba tirada en el suelo con la falda rasgada y la camisa entreabierta. El pintalabios se le había corrido y el pelo lo tenía muy alborotado. Murmuraba algo en lo bajo y apenas pudimos entender qué era. Nos miramos asombrados y, al fin, Marcial preguntó:

― ¿Estás bien, Mariló? ¿Dónde está el Perla?

―No sé… bailábamos…la música… su mano…―balbuceaba.

― ¿Te acompañamos a casa?―se atrevió a preguntar Marcos. Marcial, Mario y yo nos quedamos inmóviles. No sabíamos que hacer.

―Ay, mocosos… chicos mocosos que me quieren ayudar…―dijo Mariló mientras intentaba levantarse y se apoyaba en el hombro de Marcos―… no os hagáis mayores nunca…no os hagáis mayores nunca…

Mariló resbaló y se le rompió el tacón de uno de los zapatos. Aunque era algo más alta que nosotros, no pesaba y, medio dormida, la arrastramos como pudimos. La dejamos en la puerta de casa de su tío.

Aquella noche ninguno de nosotros durmió bien. Lo supimos al vernos la mañana siguiente. Nadie dijo nada. No hacía falta. Aquel día ya no fuimos a buscar renacuajos ni lagartijas y, aunque a ninguno nos había salido el bigote, de alguna forma nos sentíamos algo mayores.

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