lunes, 20 de junio de 2016

EL GATO NEGRO




Hay un gato negro en el techo de mi salón. Se pasea y contornea sus caderas con esa actitud que suelen tener los gatos negros que se pasean por los techos de los salones. A veces corre de la lámpara al foco y del foco a la máquina de aire acondicionado. O toca con sus patas el raíl de la cortina. Pero nunca hace el amago de bajarse. Al principio fue una sorpresa: entrar en casa y, de repente, encontrarme con el gato negro en el techo. Boca abajo. Me miraba con cara de mal amigo. Yo no lo conocía y, por la forma en que sus orejas se erizaban hacia abajo, yo tampoco le resultaba familiar. Intenté bajarlo sacudiéndolo con la escoba, enchufándole con el aspirador o asustándole con el abanico de cuero que me traje de mi último viaje a Bali. Nada. El  gato negro ni se inmutaba. Se aposentaba aún más cómodo en el techo y meneaba la cola espantando las moscas del principio del verano. A la quinta semana me resigné a dejarlo ahí arriba.


Hay un gato negro en el techo de mi salón y ya no me lo quiero quitar de encima. Hay noches que lo oigo maullar a la luna o responder a un búho que parece saludarnos antes de irnos a dormir. He intentado darle de comer con seis tenedores unidos uno al otro con cinta de embalar. Parece que no le gustan mis tortillas ni mi lubina al horno. Eso sí, lo vuelven loco los tortellini a la carbonara : abre la boca asomando los colmillos con la cabeza boca abajo y con la pata se agarra el trozo de pasta y se lo traga sin masticar.  

Parece que él se ha acostumbrado a mi manía de bailar locamente mientras limpio el suelo porque a veces lo he pillado riéndose por encima de los bigotes. Y yo, poco a poco, me voy acostumbrando a su pose de falsa modestia, su mirada de envidia malsana y su plácido estar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario