La vieja parece más vieja de lo que es. Tiene la mirada
perdida y las manos parecen ramitas de cerezo sin florecer. Va en silla de
ruedas y hoy lleva un vestido gris de mangas largas aunque alguien se las ha
remangado a la altura de los codos.
La niña es pequeña, muy pequeña. Le acaban de salir dos
dientes y tiene el pelo rubio oscuro. Se sostiene los rizos rebeldes con un
coletero en forma de flor. Balbucea de tanto en tanto y los carillos se le
hinchan cuando muestra alegría o interés por algo. Está amarrada al cinturón de
su carrito y no lleva calcetines.
La vieja y la niña comparten velador para desayunar. La vieja
acompaña a sus hijas y la niña, a sus padres. Cada familia en una mesa dándose
la espalda. Como las puntas lejanas de una larga madeja de lana. La vieja ya no recuerda como
masticar y se entretiene con una cuchara de metal dándole vueltas a su compota
de pera. La cuchara ya estaba en su casa cuando su madre se casó. Es de las
buenas, de las de plata.
La niña no come ni bebe. A veces se entretiene con los
botones de su vestido blanco o levanta la mirada al escuchar el arrullo de una
paloma. Es inquieta y mira a su alrededor como si cada movimiento fuera algo
sorprendente; como si cada sonido fuera una melodía por descubrir, como si nada
fuera conocido. Y no lo es.
La vieja que no parece tan vieja alarga la cuchara hacia la
niña. La niña, que se da cuenta del propósito, alarga su brazo hacia la vieja.
No llega. La vieja tampoco. No se dicen nada. La niña porque aún no sabe
hablar. La vieja, porque ya olvidó cómo se hacía y tampoco tendría nada que
decir a estas alturas. Apenas diez centímetros separan la cuchara de plata de
la manita rechoncha de la niña que la mira con deleite. Apenas diez centímetros
y más de ochenta años. Una vida las separa. Y las une al mismo tiempo. Unidas
por esa cuchara de plata que alimenta a la una y desea alimentar a la otra. La
vieja en su silla de ruedas, la niña en su carro. Ochenta años de diferencia y
tantas cosas en común.
A los cinco minutos, las manos de cerezo de la vieja ya no
pueden sostener la cuchara de plata y la dejan caer al suelo. Los carrillos de
la niña se hinchan y saca la lengua al escuchar el estrépito. Se ríe y patalea.
Entonces las hijas de la vieja se giran, recogen la cuchara del suelo y,
mientras la limpian con una servilleta de papel, le espetan a la cara: “Pórtate
bien o nos volvemos a casa. Hoy ya te quedas sin postre”. Y resoplan cansadas.
Los ojos de la vieja parece que no entienden, menea la cabeza
de un lado al otro y el pie derecho le empieza a temblar. Su brazo sigue alargándose
más y más hacia la niña. Las hijas de la vieja, entonces, se levantan y, mientras
una paga en la barra, la otra coge la silla de ruedas y le da la vuelta. Se
van. Lo que nadie ve es que justo al pasar por detrás de una de las sillas, los
dedos acartonados de la vieja consiguen entretejerse levemente en los rizos de
la niña. La niña patalea y mueve sus
manitas. No consigo verlo bien, pero sospecho que la vieja sonríe triunfante.
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