martes, 5 de julio de 2016

FONDOS Y FIGURAS







A  R.P.Y. con mucho humor.


La mujer ya no conserva ni una sombra de lo guapa que fue . Su marido, tampoco. Ella se obliga a teñirse cada tres semanas y le han salido tres pelos en la barbilla. Tiene la mirada perdida y le gusta morderse los pellejos de las uñas. El hombre dejó de fumar hace unos años y se volcó con la cerveza. Ya no se afeita cada día y tampoco necesita cinturón en los pantalones. A veces  salen a pasear y se toman un bitter kas a la sombra. No se cogen de la mano casi nunca y hay días en que apenas se cruzan dos palabras.

― ¿Dónde llevamos a tu madre hoy?―pregunta el hombre mientras se enfunda la bandolera al hombro.
―Al paseo marítimo. Se entretendrá con la gente pasar―responde la mujer mientras cierra todas las puertas de la casa para que el fresco no se escape.

Madre e hija tienen los mismos ojos. Duros. Las cejas de la vieja son tan gruesas que parecen de otro mundo. Las caderas anchas, muy anchas y los vestidos con flores, con muchas flores. Camina con las piernas arqueadas y cada mañana, en ayunas y a escondidas, se toma una copita de anís. No usa gafas aunque las necesitaría y odia a su yerno. Pero su hija, de eso, no sabe nada, por supuesto.

Ya llevan una hora sentados en la terraza de un bar del paseo marítimo. En la mesa, dos bitter y una gaseosa. Los hielos se derriten lentamente. Como el tiempo. O la conversación. Inexistente, lánguida.

―Hace calor― gime la vieja mirando al horizonte. Y deja salir una tos seca. Nadie contesta. Es evidente: hace calor.

El yerno levanta el dedo y el camarero les trae otra ronda y una cestita de patatas fritas. La vieja se bebe de un trago su gaseosa y coge una patata. Crec crec crec. La mujer echa el bitter en el vaso de tubo pero espera a que los hielos lo refresquen. El hombre se queda quieto y de tanto en tanto se rasca la entrepierna.

No se miran. No se hablan. Ni el tintineo de sus vasos al apoyarse en la mesa les devuelve a la realidad. ¿Qué estarán pensando? Únicamente comparten la dirección de su mirada perdida. Los tres miran al mismo horizonte, allá en el paseo.  El reflejo lejano del azul del mar parece que les recuerda que su futuro sigue lejos. Como su presente; tan lejos, tan lejos. Tres figuras en un mismo plano y tan en perspectiva al mismo tiempo. Como un cuadro costumbrista donde los colores  importan más que los trazos. Y los trazos son vagos. Sin vida. Como tres fantasmas sentados en sus sillas de plástico blanco, bajo la sombrilla de marca y bebiendo para amortiguar el calor. En espera de algo que no llega.

Una paloma empieza a picotear las migas de debajo de la mesa. La vieja sigue comiendo patatas. Coge una con dos dedos y se la mete entera en la boca. Su masticar es duro, lento.  El matrimonio ni se inmuta. Siguen con la mirada perdida. Y coge otra patata, y otra. Crec crec crec. En el horizonte hay un velero quieto.

Se acaban las patatas y la vieja se sacude las migas de la falda. Tres palomas corren a sus pies para pelear por las últimas que caen. Arrullan y picotean esas migajas del silencio. 

Entonces la vieja da un golpe en la mesa y se levanta. Hombre y mujer se miran sorprendidos.

―Vamos―espeta la vieja contundente. Su hija la coge del brazo y baja la mirada. El yerno paga y las sigue.

Los tres marchan paseo abajo. La vieja y su hija delante. El hombre, un par de pasos por detrás. Las manos cogidas a la espalda. 

Tres figuras y un fondo sin vida como vértices de un sol que ya amortece tras el horizonte. Sabiéndose poco. O nada.

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