A R.P.Y. con mucho humor.
La mujer ya no conserva ni una sombra de lo guapa que fue . Su marido, tampoco. Ella se obliga a teñirse cada tres semanas y le han
salido tres pelos en la barbilla. Tiene la mirada perdida y le gusta morderse
los pellejos de las uñas. El hombre dejó de fumar hace unos años y se volcó con
la cerveza. Ya no se afeita cada día y tampoco necesita cinturón en los
pantalones. A veces salen a pasear y se
toman un bitter kas a la sombra. No se cogen de la mano casi nunca y hay días
en que apenas se cruzan dos palabras.
― ¿Dónde llevamos a tu madre hoy?―pregunta el hombre mientras
se enfunda la bandolera al hombro.
―Al paseo marítimo. Se entretendrá con la gente pasar―responde
la mujer mientras cierra todas las puertas de la casa para que el fresco no se
escape.
Madre e hija tienen los mismos ojos. Duros. Las cejas de la vieja son tan
gruesas que parecen de otro mundo.
Las caderas anchas, muy anchas y los vestidos con flores, con muchas flores.
Camina con las piernas arqueadas y cada mañana, en ayunas y a escondidas, se
toma una copita de anís. No usa gafas aunque las necesitaría y odia a su yerno.
Pero su hija, de eso, no sabe nada, por supuesto.
Ya llevan una hora sentados en la terraza de un bar del paseo
marítimo. En la mesa, dos bitter y una gaseosa. Los hielos se derriten
lentamente. Como el tiempo. O la conversación. Inexistente, lánguida.
―Hace calor― gime la vieja mirando al horizonte. Y deja salir
una tos seca. Nadie contesta. Es evidente: hace calor.
El yerno levanta el dedo y el camarero les trae otra ronda y
una cestita de patatas fritas. La vieja se bebe de un trago su gaseosa y coge
una patata. Crec crec crec. La mujer echa el bitter en el vaso de tubo pero espera a que los
hielos lo refresquen. El hombre se queda quieto y de tanto en tanto se rasca la
entrepierna.
No se miran. No se hablan. Ni el tintineo de sus vasos al
apoyarse en la mesa les devuelve a la realidad. ¿Qué estarán pensando?
Únicamente comparten la dirección de su mirada perdida. Los tres miran al mismo
horizonte, allá en el paseo. El reflejo
lejano del azul del mar parece que les recuerda que su futuro sigue lejos. Como
su presente; tan lejos, tan lejos. Tres figuras en un mismo plano y tan en
perspectiva al mismo tiempo. Como un cuadro costumbrista donde los colores importan más que los trazos. Y los trazos son
vagos. Sin vida. Como tres fantasmas sentados en sus sillas de plástico blanco,
bajo la sombrilla de marca y bebiendo para amortiguar el calor. En espera de
algo que no llega.
Una paloma empieza a picotear las migas de debajo de la mesa.
La vieja sigue comiendo patatas. Coge una con dos dedos y se la mete entera en
la boca. Su masticar es duro, lento. El matrimonio ni se inmuta. Siguen
con la mirada perdida. Y coge otra patata, y otra. Crec crec crec. En el horizonte
hay un velero quieto.
Se acaban las patatas y la vieja se sacude las migas de la
falda. Tres palomas corren a sus pies para pelear por las últimas que caen.
Arrullan y picotean esas migajas del silencio.
Entonces la vieja da un golpe en la mesa y se levanta. Hombre y
mujer se miran sorprendidos.
―Vamos―espeta la vieja contundente. Su hija la coge del brazo
y baja la mirada. El yerno paga y las sigue.
Los tres marchan paseo abajo. La vieja y su hija delante. El
hombre, un par de pasos por detrás. Las manos cogidas a la espalda.
Tres figuras y un fondo sin vida como vértices de un sol que ya
amortece tras el horizonte. Sabiéndose poco. O nada.
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