El chiste de
mi vida, el que me dio la fama, era más corto que un cacareo. Luego, a lo largo
de toda mi carrera, he seguido buscando afanosamente perfeccionar mi técnica.
Llegado un momento sabía perfectamente qué debía hacer con tan solo echar un
rápido vistazo a las caras de la primera fila. La luz de sus miradas y las
bocas semi abiertas me daban pistas más que fiables de por dónde iría la noche.
Y por supuesto, sabía que todo había ido bien cuando, al terminar, el plas plas
de los aplausos me llenaba los ojos de lágrimas y sentía el latir de mi corazón
en los oídos. He recibido miles de premios, me han entrevistado en todas las
emisoras y he viajado lejos.
En algunas
ocasiones he cogido un avión a las seis de la mañana, he cruzado el océano diez
horas más tarde, me han recogido en el aeropuerto en taxi y he llegado al
escenario aun con la maleta. He salido, he contado mi chiste estrella (ese de
menos de treinta segundos), me han aplaudido y lanzado flores, he vuelto al
aeropuerto y, diez horas más tarde, dormía placenteramente en mi cama de nuevo.
―¿Qué tal ha
ido?―me preguntaba siempre mi mujer.
―Es como
viajar al futuro, lanzar una bola de nieve y esperar un día para que te dé en
la cara―le respondía― Un placer retardado.
Ella se
sonreía y me acariciaba la mejilla. Mi agente dice que debo ir más lejos, que
el público quiere más, quiere ver tu máximo potencial, dice. Como cuando en el
circo esperas del malabarista que añada la décima maza mientras se balancea
sobre una torre de cilindros y sillas
desplegadas.
Llevo muchos
años desgranando el humor a su mínima expresión. Mi última conquista fue el no
chiste: salir al escenario, quedarme quieto ante el público, levantar los
hombros, darme la vuelta y marchar. Tuvo mucho éxito. Escribieron magníficas
críticas y recibí tres premios nacionales. Pero mi mujer cada vez me ve más
cansado.
―Se te están
ennegreciendo los ojos y apagando el carácter― me dice.
Tiene razón.
Exprimir el humor hasta su mínima
expresión es como exprimir una naranja y no saber cuándo debes parar: la piel
se hará tan fina que acabarás por exprimirte los dedos.
Así que,
antes de retirarme, he decidido dar un vuelco a mi carrera. A mi edad y con mi
fama no es fácil empezar desde cero pero mi mujer me apoya incondicionalmente: acabo
de terminar mi primer monólogo.
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