sábado, 6 de julio de 2013

FLORES DE NEÓN


 
Una noche, después de un concierto, de humos y luces, me dirigí en busca de algo más que alcohol. Tenía el alma seca y un par o tres de whiskies me ayudarían a olvidarlo todo. Y a todos.

Vagué por las calles oscuras sin saber a dónde dirigir mis pasos en aquella nueva ciudad. Detrás de una farola, un letrero luminoso llamó mi atención. Entré sin vacilar. Me senté en la barra y busqué entre la penumbra la mirada del camarero. Pedí y me sirvió.

A la cuarta copa me di cuenta del ambiente que rodeaba mi embriaguez. Delante, un espejo circular devolvía la imagen de un rostro cansado y demacrado empuñando un vaso emblanquecido. Tras mi cabeza vi reflejada una figura extraña; achiqué los ojos y descubrí una mujer joven de pelo largo, negro como la noche. Se tendía en un sofá de terciopelo azul con una manzana podrida en la mano derecha. A su lado, un hombre en pijama, dormía intranquilo y, de tanto en tanto, mascullaba rudas palabras. Más allá, unas letras de neón anunciaban algo más que un club de alterne y, tras una columna en espiral, un repartidor de flores a domicilio aguantaba un ramo marchito. A mi izquierda, también sentada en la barra de aquel siniestro antro, una vieja pelaba pipas a un niño mago.

Ante tal panorama, tan sólo quedaba pararme y apurar la última copa. Pagué y salí.

Bajo la luz de la temprana mañana me sentí acorralado: los personajes de mis cuentos empezaban a rebelarse, me perseguían a dónde fuera. Un turbio y grisáceo pensamiento, de repente, cruzó mi espesa cabeza alcoholizada: aunque quisiera, nunca podría dejar de sentirme escritor.


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