Vagué por las calles oscuras sin
saber a dónde dirigir mis pasos en aquella nueva ciudad. Detrás de una farola,
un letrero luminoso llamó mi atención. Entré sin vacilar. Me senté en la barra
y busqué entre la penumbra la mirada del camarero. Pedí y me sirvió.
A la cuarta copa me di cuenta del
ambiente que rodeaba mi embriaguez. Delante, un espejo circular devolvía la
imagen de un rostro cansado y demacrado empuñando un vaso emblanquecido. Tras
mi cabeza vi reflejada una figura extraña; achiqué los ojos y descubrí una
mujer joven de pelo largo, negro como la noche. Se tendía en un sofá de
terciopelo azul con una manzana podrida en la mano derecha. A su lado, un
hombre en pijama, dormía intranquilo y, de tanto en tanto, mascullaba rudas
palabras. Más allá, unas letras de neón anunciaban algo más que un club de
alterne y, tras una columna en espiral, un repartidor de flores a domicilio
aguantaba un ramo marchito. A mi izquierda, también sentada en la barra de
aquel siniestro antro, una vieja pelaba pipas a un niño mago.
Ante tal panorama, tan sólo
quedaba pararme y apurar la última copa. Pagué y salí.
Bajo la luz de la temprana mañana
me sentí acorralado: los personajes de mis cuentos empezaban a rebelarse, me
perseguían a dónde fuera. Un turbio y grisáceo pensamiento, de repente, cruzó
mi espesa cabeza alcoholizada: aunque quisiera, nunca podría dejar de sentirme
escritor.
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