Llamó al timbre. Esperó. Las paredes chirriaban como las puertas en
oxidación y la única bombilla que reinaba la escalera parpadeaba sin cesar.
Llamó de nuevo. Volvió a esperar. Las margaritas comenzaban a marchitarse Tocó
el timbre otra vez. Y otra. Y otra más. Por fin, la puerta se abrió y unos
pezones avispados le recibieron transparentes.
A la luz del alba puso en marcha la moto, aún con la imagen de unos pechos
exuberantes y el sabor a miel en los labios de una desconocida perfumada. Al
pasar el tercer semáforo se convenció de una realidad incuestionable: “quizás
será mejor continuar en el ramo de las flores, en esta época de crisis nunca se
sabe qué hay más allá de una buena oferta de trabajo”.
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