El día que empecé a vivir de verdad llegó de forma sutil,
casi difuminado. Años más tarde me daría cuenta del mazazo que supuso. Pero por
aquellos días de mi treintena todavía no era consciente de lo que vendría.
En aquellos tiempos me sentía una pieza más del engranaje
social: desarrollaba mi trabajo de forma eficiente. No me gustaba pero era un
profesional y hacía bien mi trabajo. Pasaba muchas horas yendo de casa en casa
vendiendo un nuevo perfume para perros, unas zapatillas con calefacción o
cuchillos abrelatas. Una vez al mes me permitía salir a tomar unas copas al bar
Topacio y charlar con la camarera que me escuchaba porque ella también era una
profesional y hacía muy bien su trabajo. En el bar Topacio solía tocar una
pequeña banda de jazz que, no por buena, sino por veterana, llenaba cada noche
de viernes el local. El resto de los días me los pasaba en casa viendo la
televisión o paseando a mi perro Kea. No sentía que mi vida fuera aburrida;
simplemente enumeraba los días en el calendario. Uno tras otro.
Esa semana decidí ir a Topacio en domingo. No era habitual
en mí pero las últimas jornadas habían sido muy cansadas en el trabajo y
necesitaba algo de desconexión. Bebí y hablé algo más de lo habitual y, al
llegar a casa, me tumbé en la cama con los zapatos puestos.
A la mañana siguiente, el despertador intentó levantarme de
forma estridente. Aunque le costó algo más de veinte tonos finalmente me
levanté y oriné. Me lavé la cara con agua muy fría porque era la única que me
despegaría las pestañas. Palpé en la repisa buscando el cepillo de dientes pero
no lo encontré. El tubo de dentífrico tampoco estaba. Me extrañó porque yo
siempre he sido muy pulcro con la boca y nunca dejo que se me termine el tubo
antes de ir al supermercado. Lastimoso, me desvestí, me duché y me volví a
vestir. A penas me dio tiempo de tomar un café frío y me fui a trabajar. Ese
día no vendí mucho: le preocupación por el aliento amargo ocupó mi mente
durante todo el día.
Esa noche no cené. No porque no tuviera hambre sino porque
al abrir el frigorífico no encontré los huevos que había comprado la semana anterior.
Me apetecía como nunca una tortilla de queso y no ver los huevos me desanimó.
También me extrañó. Estaba seguro de que esa mañana había visto los huevos. Me
dejé ensimismar por una comedia romántica, di de comer a KEA y me acosté. Antes
de cerrar los ojos repasé minuciosamente el día que había ido de compras. No llegué a
recordar si al final había metido los huevos en el cesto.
El siguiente día, tras la ducha, no encontré la toalla
colgada detrás de la puerta y tuve que secarme con una sábana vieja. En la
cocina las sartenes habían desaparecido y el cuadro de flores secas que había
pintado mi madre de joven ya no colgaba encima de la chimenea. No podía creer
lo que parecía estar sucediendo en mi hogar. No quería creer lo que ya era
inevitable. Me quedé bloqueado, inmóvil. Era imposible. ¿Sería cierto que me
estaban despareciendo las cosas? Ese día también fue un vacío pozo en mi
ranking de ventas y eso me empezó a preocupar. Si no conseguía vender nada en
tres días me despedirían. A mediodía se lo comenté a mi jefe. « Tonterías»,
respondió.
Al llegar a casa, Kea no apareció para salir a pasear. Lo
busqué debajo de la cama, detrás de las cortinas, en el armario de la ropa
sucia y hasta en el congelador. Kea no estaba. No me lo podía creer. Empezaron
a sudarme las manos y el corazón me latía en las sienes. Llegar a casa y no
poder cepillarme los dientes era una cosa pero no encontrar a mi perro, que
llevaba compartiendo mi vida algo más de siete años, era un choque que no podía
soportar. Salí a la calle, vagué a derecha e izquierda. Llamé a la puerta de mi
vecina. No habíamos hablado nunca. Bueno, sí. El día que me mudé le saludé con
la cabeza mientras entraba las cajas. Titubeé al explicarle la desaparición de
Kea.
―Lo siento, no puedo ayudarle―y cerró la puerta.
De nuevo en el salón llamé a la policía.
―Al llegar a casa mi perro ha desaparecido. No se ha perdido
ni se ha escapado. Ha desaparecido―intenté explicar al teléfono.
―No podemos hacer nada hasta pasadas 72 horas, caballero. Le
recomiendo que espere en casa. Los perros suelen volver al hogar por su propio
pie.
―Pero… no lo entiende… Kea no es lo único que ha
desaparecido en mi vida…― intenté explicarme atropelladamente y empecé a sollozar.
―Señor, lamento su pérdida pero ya le he explicado que no
podemos hacer nada por ahora. si no vuelve en tres días, vuelva a llamar. Lo escucho intranquilo ¿Quiere que mandemos una ambulancia a su
casa?―me preguntó condescendiente. Me di cuenta de que el policía no podía ayudarme y
colgué.
Me llevé las manos a la cabeza y chillé como nunca lo había
hecho. Estaba furioso. No sabía con quién o con qué lo estaba pero mi enfado ya
me superaba. ¿Por qué yo? ¿Qué había hecho para merecer esta sutil desaparición
de mi vida? Me tiré del pelo, me quité la camisa y di vueltas por la cocina. Al
final decidí emborracharme y, sin quererlo, acabé roncando.
El tercer día me desperté en el suelo. La cama ya no estaba.
Desaparecieron también las cortinas, el sofá y cuatro camisas. El papel de las
paredes se había esfumado y el césped del jardín se había convertido en un
lodazal de tierra y barro. Tampoco estaban las fotos de mi hermana ni los pocos
libros de la estantería. Me senté en el suelo de la cocina y empecé a llorar
como un niño. Era ese tipo de llanto agudo que sale de la garganta pero que
apenas se oye desde fuera. Un llanto que duele dentro. Lloré una media hora. O
quizás fueron dos horas. Me sentía triste y culpable a la vez. El paso del
tiempo ya era algo superficial, algo
secundario. ¿Qué había hecho para llegar a ese punto? Era un fracaso. Un
hombre-fracaso. ¿Es que no merecía disfrutar ya ni de un lugar para vivir? ¿En
qué había fallado?
Levanté la barbilla al techo y le pregunté a la nada « ¿En
qué he fallado?». Entonces me di cuenta de que el techo ya no estaba y unas
nubes negras amenazaban con descargar en tres segundos. Y así lo hicieron. Me
quedé inmóvil, paralizado, sentado en el suelo de mi cocina mientras el agua me
mojaba los cabellos y los pegaba a mi frente. La nada me había respondido en
forma de lluvia y eso era algo que no podía afrontar. Pasé el día tumbado en el
suelo, abrazándome fuerte, balanceándome adelante y atrás y llorando mi rara
desgracia. Lloré todo lo que no había llorado en los últimos años hasta que el
cansancio me venció y terminé acostado al lado del cubo de la basura.
El calor del sol me despertó y, al levantar la nariz, me di
cuenta de que de mi casa únicamente quedaba una pared, parte de la chimenea y
una bolsa de viaje. Ya no podía llorarme más. Así que me levanté y cogí la
bolsa. Noté el peso de algo de ropa en su interior. Simulé que abría la puerta invisible.
Hice el movimiento de cerrarla con llave y bajé la calle. No me giré ni una
sola vez.
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