miércoles, 3 de julio de 2013

NO ME MIRES


 Cuando el médico le dijo que lo mejor para curar su dolencia era que no volviera a mirarse nunca más en un espejo, el hombre de barba blanca enmudeció y no supo qué responder. Nunca se había creído un hombre guapo ni acaso atractivo pero el espejo le había sido útil a lo largo de la vida. Para afeitarse por ejemplo. O para valorar su hombría. Sabía que lo echaría mucho de menos. Al llegar a casa pidió a su mujer que tirara todos los espejos de la casa incluyendo los espejitos pequeños de mano que guardaba en el tocador. Le hizo jurar que si algún día la tentación caía sobre él ella sabría lo que debía hacer.

Durante algún tiempo pudo esquivar la tentación de verse reflejado. Aunque para el viejo representaba un gran esfuerzo de voluntad conseguía girar la esquina sin verse en el escaparate de la perfumería, mantenerse firme ante los tentadores retrovisores de los coches aparcados o apartar la mirada cuando algún vecino en gafas de sol le paraba para saludarlo. Evitaba entrar en los baños públicos y si no había más remedio entraba con los ojos cerrados y, a tientas, buscaba, el lavabo más próximo a la puerta.

Su familia llegó a acostumbrarse a aquella vida sin reflejos. Y por supuesto actuaron en consecuencia. No le regalaban ya utensilios para el afeitado o corbatas nuevas. No servía de mucho cambiar a una camisa nueva por el simple hecho de verse más guapo. Su vida se volvió algo más cómoda y práctica. Poco a poco empezó a olvidarse de sus rasgos. Aunque su esposa fiel le describía cada mañana como estaban sus ojos y de qué color se habían despertado sus mejillas no llegaba a imaginar una imagen clara de su propia fisonomía. Ya se lo había advertido el médico: “Cuando te olvides, amigo, te encontrarás. Si te vuelves a mirar a los ojos no habrá vuelta atrás”.

El viejo vio crecer a los suyos, asistió a la boda de su hija y acompañó al pequeño a su graduación.

Unas navidades su hijo le presentó a su futura nuera. Una chica sencilla, de barrio, algo charlatana pero cariñosa. La vio entrar por la puerta cargada de unas bolsas enormes llenas de regalos y utensilios para el árbol. Y pasaron la mañana decorando el árbol de navidad, cantando villancicos y comiendo polvorones. Entre espumillón rojo y estrellitas doradas había unas bolas decorativas. Eran plateadas. Ese año se llevaban las bolas grandes muy grandes. El viejo se acercó a una de ellas y se encontró con una gran nariz deformada y unos ojos saltones en una cara desconocida. Un susto grande como el miedo se apoderó de su garganta. Desde entonces no puede parar de llorar.

Para que nadie los vea, su mujer ha tapiado la casa de negro y viven en la más tremenda oscuridad. Ella tampoco lo quiere mirar.

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