Aquella fría noche de otoño el joven escritor decidió seguir
bebiendo.
Su cara se reflejó borrosamente en el espejo roto del único bar que
se atrevía a incumplir la normativa ciudadana. Tras la quinta copa, una extraña
sensación empezó a subirle por los tobillos; algo de aquel ambiente empezaba a
resultarle extrañamente familiar.
Se fijó en el camarero y vio a un viejo barbudo al que le
faltaba un diente. Detrás de la columna asomaba la cara de una mujer que en
otra época llegó a ser una gran actriz. Sentada en el taburete a su izquierda
se percató que la morena que comía pipas de forma obsesiva empezaba a desabrocharse la camisa semitransparente. En el sofá de terciopelo azul que reinaba
la esquina del bar dormía un trajeado ejecutivo con gafas plateadas y un maletín negro que sonreía sin parar. Y colgado de la lámpara del techo, un gato negro se relamía los bigotes de su última cena.
El joven escritor apuró su copa, miró al techo y suspiró a la nada
deseando regresar a su cama y deshacerse de su vieja Olivetti.
Ya no volvería a
escribir jamás: los personajes de sus cuentos le acechaban allá por donde iba.
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