viernes, 28 de junio de 2013

ERNESTO


 
 La noche que me enteré de que ella había vuelto fue una noche extraña, pesada. Padre se encontraba algo cansado para conducir. Así que decidí coger el auto yo mismo y recorrer los más de trescientos kilómetros que separaban la casa de El Llano de mi antiguo hogar.

―¿Cuánto hacía que te habías ido?

―¡Qué sé yo! Tres, cuatro años. Quizás algo más.

Desde que madre nos dejara para enrolarse en un teatro ambulante, mi padre ya no volvió a ser el mismo. Empezó a pasar los fines de semana en el campo y me llevaba con él. Algo más tarde se quedaba los lunes o los viernes y alargábamos los días. A veces le preguntaba por ella pero él respondía con un gruñido. Padre compraba cuatro, cinco botellas de bourbon cada sábado y cada martes las encontraba vacías en los cubos metálicos que había en  el patio. De pie y en fila. Una al lado de la otra. Parecían figurillas ebrias de un belén imaginario. Sentía como me miraban y yo hacía como que no las veía.

Finalmente, padre decidió que era mejor quedarse a vivir en El Llano: ya no soportaba los comentarios en el colmado ni los murmullos de la gente al verlo pasar.” Pobre”, “lástima” y “abandonado” escuchaba por las esquinas.

En El Llano los días eran largos y las noches tranquilas. Aquí nadie murmuraba a espaldas de nadie, básicamente porque el vecino más cercano se encontraba a cuatro kilómetros. Y el único bar de la región estaba casi siempre cerrado. Abría dos días a la semana y se llenaba de hombres, mujeres, jóvenes y niños que aprovechaban para jugar a los dardos, comprar algo de pan, echar unas risas con Toñi el mecánico o beberse toda la reserva de cervezas. Los niños se quedaban en el arenal jugando a bandidos, banqueros o borrachos.

―¿Chismorreaban?

―En El Llano nadie chismorreaba de nadie.

El día que cumplí los diecinueve no lo celebré pero sí le pedí un regalo a padre.

―Quiero volver al pueblo. Una vez, una sola vez. Me acuerdo de Julián, Vicente y los demás y quiero reírme con el Muelas otra vez mientras hacemos rebotar piedras en el lago.

―Haz lo que debas. ―Me respondió padre sin mucho ánimo. Echó un nuevo trago a su botella.

―Me gustaría que me acompañara, padre. Quizás podría recoger algunas cosas que quedaron en la antigua casa mientras yo veo a mis amigos.

―Bien ―. Y se echó de nuevo el sombrero sobre los ojos y comenzó a roncar.

Salimos de tarde para no sufrir el calor del desierto en agosto. A eso de medianoche ya estábamos a las afueras del pueblo. Padre estaba hambriento y a mí no me vendrían mal un par de tortillas o tres salchichas con patatas antes de llegar a nuestra vieja casa. Así que recordamos el Palo Alto. El Palo alto era una antigua estación de servicio reconvertida en restaurante inofensivo: las cervezas eran poco frías pero muy baratas y la comida grasienta. Suficiente como para llenarte el gaznate mientras vas de camino a alguna parte. Así que paré delante de la puerta. Padre salió a echar una meadita. Eso dijo. Lo vi cómo se alejaba por detrás de los árboles a paso de hipopótamo. Entendí que no le apetecía pasearse por el pueblo que lo vio crecer ni encontrarse con los vecinos que lo vieron caer en la desconsolación.

Extrañamente en Palo Alto había poca gente: algún viajante como nosotros y cuatro o cinco camioneros. No vi a nadie conocido del pueblo.

Una rubia menuda tomó nota de algo a dos hombres con panza abombada y los acompañó arriba. Nunca supe qué había puesto El Turco arriba del comedor. Padre nunca me habló del Palo Alto. Julián y el resto siempre hacían bromas sobre que algún día iríamos a investigar. Que una noche cogeríamos un auto prestado y le preguntaríamos a esa rubia pequeña que caminaba meneando las caderas de aquí para allá, qué había en el piso de arriba. Ahora que había vuelto ya sabía que El Turco se había esforzado por ofrecer nuevos servicios a conductores y viajantes solitarios. El rótulo luminoso parpadeaba. Yo ya no necesitaba ir a investigar nada. Esas habitaciones, que imaginaba rojas y aterciopeladas, ahora estaban abiertas 24 horas. Me pregunté si mis amigos de la infancia habían venido a probar esas nuevas habitaciones. Un escalofrío me recorrió el pescuezo pero en el fondo sentía cierta nostalgia de ellos.

Detrás de la barra vi a El Turco más viejo. Más pequeño y delgado. El paso de los años le había ennegrecido los ojos. Un puro lo acompañaba siempre entre los dedos de la mano derecha.

―¿Qué será, joven? ― No me reconoció en el acto.

Le pedí dos huevos fritos y una cerveza y me senté en una de las mesas.

Cuando El Turco se acercó con el plato, lo dejó en la mesa y se me quedó mirando. Abrió los ojos y meneó la cabeza a un lado y a otro.

―Tú eres Ernesto, el hijo del Pavo, ¿verdad?

Asentí y me quedé mirándolo fijamente. Sentía cierta lástima y a la vez respeto por ese viejo que se movía como un magnate de la nada.

En ese momento se escucharon como sillas o cómodas arrastrándose por el suelo en el piso de arriba. También oí una puerta que se cerraba. La rubia menuda bajaba por las escaleras.

Me comí los huevos y me bebí la cerveza de un trago. Pagué y salí fuera. El Turco y la rubia se me quedaron mirando un rato mientras abría la puerta. Afuera no vi a padre. Di la vuelta al edificio y entré en el servicio de caballeros. Olía a mayonesa rancia y no había luz. Tampoco tiré de la cadena porque estaba rota.

Al salir me paseé por detrás de Palo Alto. Y fue, entonces, ahí, cuando supe que ella había vuelto. En la parte de atrás del club, al lado de la puerta de servicio había un viejo cartel. Estaba amarillento y medio roto pero todavía se podía leer una frase en color rosa y se podía ver la imagen de una mujer morena y amplia. Exuberante. Atractiva. Enseñaba los pechos y llevaba un liguero negro. Algo turbio pasó por mi cabeza, algo inconfesable y cruel. Me acerqué y vi su cara. Esos ojos, los ojos de mi madre que no podría olvidar nunca.
 
 
 

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