En un banco de un parque urbano, se sienta una madre
vestida de azul. El hijo llega corriendo y sudando hacia el banco escupiendo
algo que la madre apenas entiende.
―Mamá, mamá…
―¿Qué ocurre, hijo?
―El barrendero me
acaba de dar algo.
―¿De qué se trata,
mi niño?
―De un ojo.
El hijo extrae de su
bolsillo una bolita blanca y brillante, como de cristal.
―¿Y de quién es el
ojo?
―Se lo encontró ―contesta
levantando los hombros.
La madre se sonríe nerviosa y rebusca en su
bolso marrón. Saca una cajita de plástico transparente, la vacía de pastillas y
píldoras de colores y se la entrega al niño.
―Ten, mételo en esta
caja y llévalo siempre contigo, cerca del corazón.
La madre coge el ojo de la
manita de su hijo y lo coloca dentro de la pequeña caja de plástico. Después,
le abre el abrigo de pana y se lo guarda en el bolsillo interior. Le pasa la
mano por el pelo y lo revolotea mientras su mirada empieza a entristecer.
―Mamá, le hubiera ido bien a papá, ¿verdad? ―pregunta
el chiquillo con los ojos acristalados
―Sí, cariño. Ya le
hubiera gustado a él andar con un ojo de repuesto como el tuyo.
La mujer suspira y
se pasa una mano por el pelo arreglándose el moño.
El hijo la mira silencioso. Unos segundos más tarde la
madre responde, como para sí misma, casi en un susurro interior.
―Sólo deseo que algún día, el
barrendero te entregue mi corazón; arrugadito y pequeño para que te acompañe
siempre.
El pequeño ha salido de nuevo tras un balón
rojo y se está subiendo en el tobogán oxidado. Los gritos de los niños ahogan
el sollozo de la madre.
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