martes, 18 de junio de 2013

BLANCA PASCUAL


 

Esta mañana, al despertar, Blanca Pascual se deshace de su camisón de algodón, lo cuelga en la percha de detrás de la puerta del baño y se lava, primero las manos, y la cara después. Se mira en el espejo y se pregunta por qué ha heredado de su madre unos tobillos demasiado anchos y, de su padre, un espíritu curioso y rebelde que poco a poco siente marchitarse. Quiere  asomarse a la ventana para sentir el color del día pero, al correr las cortinas, recuerda que desde su habitación solo se ve la ropa tendida de la vecina del bloque de enfrente. Ahí están la camisa de raso y las medias de rejilla de los domingos, piensa. Algún día yo también me compraré unas medias de rejilla, se dice.

A veces recuerda el día que llegó a la ciudad y los momentos clave de estos últimos años. El primer año lo pasó ilusionada por la novedad de recorrer calles nuevas cada día y de asistir a todos los actos culturales del museo municipal. Tomaba cócteles hasta altas horas de la madrugada y todos los camareros le sonreían. A finales del segundo año empezó a sentir una leve nostalgia y muy a menudo pasaba las tardes en la biblioteca revisando viejas enciclopedias. El tercer año empezó a contar los objetos que sus conquistas se habían dejado en casa: unos calcetines de deporte, dos peines, la parte superior de un pijama de invierno y tres o cuatro calzoncillos. Los lavaba y tendía cada semana y los plegaba cuidadosamente ampliando una imagen de vida poco amorosa. Los dos últimos años empezó a no cenar; no porque no quisiera sino porque no podía. Cada vez más a menudo, se sentaba en un rincón y se esforzaba por leer alguno de los libros que su padre, muy cariñosamente, le había dejado en herencia. Sin embargo, no lograba concentrarse.

Últimamente tiene una extraña sensación de ver las cosas algo lejanas. Su ropa ya no parece suya, las cortinas parecen desconocidas y le cuesta dormir por las noches. La alacena parece un estanque vacío. Este mundo ya no me pertenece. Pero, ¿qué puedo hacer? , se decía algunas veces.

Escucha unos pasos por detrás de la puerta. Ya está aquí el chico del periódico otra vez, piensa. Ya estará dejando el diario de hoy en la puerta del vecino. De repente se da cuenta de un papelito en el suelo. Alguien ha pasado una nota por debajo de la puerta. Blanca se agacha y lo desdobla con cuidado. Reconoce la letra del casero y lee: “Este es el tercer mes que no paga el alquiler, señorita Pascual. Si no regulariza su situación en tres días, deberá buscarse otra estancia. Deje el sobre con el dinero en la puerta del bajo A”.

Blanca Pascual se sienta en el suelo, con las piernas dobladas. Arruga la nota y la hace bolita. La lanza con fuerza y acaba aterrizando en la otra esquina de la habitación. Se agarra las sienes con ambas manos y esconde los ojos entre las rodillas. Los hombros empiezan a bambolearse, arriba y abajo, como un bolero lánguido. Triste. Se suena los mocos con las mangas de su camisa. Levanta la vista y se encuentra con la mancha de humedad de la pared. Parece que le sonríe forzada, como si le dijera “ha llegado el momento, bonita”. Y recuerda a su padre, el último día de enfermedad de su madre, discutiendo con el médico para que le pinchara algo más fuerte en el brazo.

Blanca Pascual se viste rápido y baja a la calle. El sol de mediados de septiembre le ciega por un momento y recuerda que este mes tampoco podrá comprarse unas gafas de sol nuevas. En la esquina se para en el quiosco y compra el periódico del día. Busca rápido la sección inmobiliaria. Empieza a buscar buenas ofertas: pisos pequeños, algo más baratos que el actual en algún barrio del centro. Luminoso. Y con balcón. Los ojos le brillan tímidamente.

Se sienta en un banco del parque y finalmente encuentra un anuncio que llama su atención: Coqueto. Dos habitaciones. Sol todo el día. La renta le parece interesante. Rebusca en los bolsillos de su falda y encuentra tres monedas. Las introduce en la cabina más cercana y, tras una brevísima conversación con el presunto propietario, se dirige al barrio que está a orillas del río. Le cuesta encontrarlo: hace muchos meses que no pasea por esta zona de la ciudad. No recuerda lo bonitos que están los abedules en esta época del año.

Al llegar, el propietario no es tal sino el administrador de la finca. Es un hombre en sus cincuenta, parece que no se afeita en tres semanas y huele a salmón ahumado. En silencio la acompaña al quinto piso. Abre la puerta y se queda en el pasillo. Le indica con la mano que puede entrar. Blanca entra lentamente y se para en el salón. Echa un vistazo alrededor. Cierra los ojos y siente como el sol se cuela por el pequeño balcón que hay en un lateral.

―¿Le gusta? ―, pregunta el hombre.

―Todavía no estoy segura ―, responde ella. Abre los ojos y su mirada se dirige a la puerta de la derecha.

―Tengo algo de trabajo. Voy a dejarle la llave y cuando termine solo tiene que echarla en el primer buzón.―le cuenta apresuradamente él ―. Si le interesa, solo tiene que volver a llamar.

―Muchas gracias ―, responde Blanca y se guarda la llave en el bolsillo. Dos monedas tintinean en su interior.

El hombre desaparece del quicio de la puerta y ella la cierra con cuidado. Se sienta en el sillón que preside la estancia y observa con atención. El péndulo del reloj de pared no se mueve y las agujas marcan las doce y media. Esa debe ser la hora que es, se dice a sí misma. Qué curiosa coincidencia. Se levanta y abre la puerta del dormitorio. La cama es amplia y el armario pequeño. Hay dos espejos en la pared y las baldosas dibujan una cenefa geométrica en el suelo.

De repente se da cuenta de unas medias que alguien ha dejado olvidadas encima de la cama. Se quita un zapato con la punta del otro pie y el otro con la mano derecha. Se sienta en la esquina del colchón y acaricia la lana. Es suave y tersa al mismo tiempo. Se arremanga la falda y empieza a ponerse las medias. Se recrea al principio intentando que la costura quede justa en la punta de los dedos. Poco a poco va desenrollando la suave rejilla negra sobre su piel y procurando que le queden alineadas. Se levanta y se mira en el espejo. Le gustan sus piernas embutidas en esas medias: hace que sus tobillos parezcan esbeltos y sus pantorrillas alegres. Se bambolea de derecha a izquierda, la falda vuela y fantasea con imaginarse una actriz de cabaret. Sonríe.

Descalza, se dirige al balcón y abre las puertas. Apoya las manos en la barandilla. Está llena de polvo pero no le importa. De un balcón del edificio de delante un joven toca la guitarra. No lleva camiseta y va descalzo también. Levanta la mirada y le sonríe. Blanca se sonroja y le devuelve la sonrisa.

Inspira profundamente, levanta la cara y deja que el sol le acaricie las mejillas en un nuevo año que ahora sí siente que acaba de  empezar.
 
 

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