El día que me dieron las llaves y el vendedor me dirigía al
taller para enseñarme las prestaciones de mi nuevo vehículo sentí un pellizco
en la boca del estómago que me tiraba hacia abajo, hacia el ombligo. Llevaba
conduciendo algunos años, incluso había aprendido a sentirme levemente
tranquila cuando los motoristas aparecían de repente por el retrovisor derecho.
Me había atrevido a viajar lejos, o lo que entonces yo creía lejos. También
había rayado la puerta del conductor en un par de ocasiones, ambas al intentar
aparcarlo entre columnas de garajes públicos. Por aquel entonces, solía morderme
la piel de la comisura de las uñas cada vez que me presentaban a alguien o
procuraba vestir con ropas anchas y de colores apagados. Pasaba los fines de
semana en casa de algún amigo, bebiendo y fumando o soñaba con el día en que le
cocinaría a alguien en mi propia casa.
Cuando aprobé el examen de conducir no tenía más que un
trabajo a media jornada y mi padre se comprometió a dejarme su coche cada dos
fines de semana. Todavía le debía un préstamo de estudios y los veranos los
pasaba con él, en la playa o subiendo montañas.
Mientras seguía al comercial hacia el taller me di cuenta de
que había llegado a un momento importante en mi vida: trabajaba diez horas al
día, mis jefes me sonreían, empezaba a aceptar que las faldas me quedaban bien,
me teñía cada tres semanas y había alquilado un pequeño apartamento que había
hecho mío. Este coche significaba un nuevo eslabón en mi búsqueda de la
independencia.
Ese día conduje yo.
―Papá, te llevo a casa ―le dije a mi padre. Demostrarle que
era capaz de llevarle de vuelta me hacía sentir contenta., terriblemente excitada.
―Ten cuidado y no corras ―me respondió. Y se agarró al
salpicadero.
Seis años más tarde me había mudado tres veces y ahora vivía
en una ciudad lejana. Había hecho nuevos amigos y no tenía muchas noticias de
los antiguos. Mi trabajo me obligaba a viajar cada tres semanas, y mi nuevo
apartamento olía siempre a limón. Unas dos veces al año tenía que ir al
masajista y me gustaba llevar gafas. También me gustaban las personas que
llevaban gafas. El coche había recorrido más de cien mil kilómetros pero
conservaba el color rojo subido. Sin embargo, aún bajaba la mirada cuando un
chico me prestaba atención, mis mejillas se encendían y sonreía sin saber qué
decir cuando, por ejemplo, me paraban y me preguntaban “¿Tiene fuego?”. Había
tenido alguna relación esporádica pero se terminaba a la segunda cena o al
tercer paseo. Leía mucho y evitaba ir a la playa. Me había acostumbrado a mi
soledad y me gustaba. O eso creía.
Un día pinché y tuve que llamar a la grúa .Llovía y acabé
con el pelo empapado. Dos horas más tarde vi aparecer el camión con el logo de
Grúas Campoy. “Qué poco original”, pensé. De la puerta del conductor salió un
tipo algo más alto que yo, moreno y con unas patillas gruesas que le llegaban a
la barbilla. Él se acercaba y los mechones se le mojaban y se le pegaban en la
frente. Mientras sacaba la rueda pinchada sentí la obligación de darle conversación.
Él seguía trabajando y hablando a la vez. Sonreía mucho. Cuando se dio cuenta
de que no llevaba rueda de repuesto me dijo que tendría que remolcar el coche.
―Puedo llevarlo al taller que quieras ―me dijo―También te
puedo acercar a tu casa―propuso mientras se limpiaba las gafas metálicas con la
camiseta interior. Me gustó que me tuteara, así, desde el inicio.
Durante el viaje de vuelta hizo algunas bromas, me contó que
trabajaba de gruista para sacarse un dinero, que él quería montar una tienda de
motos, que le encantaba conducir y que algún día vería a sus futuros hijos
corretear en un jardín lleno de flores. De algún modo me sentí tranquila, me
reí y de una forma muy sutil le hice saber que no salía con nadie. Nos dimos
los teléfonos y quedamos tres o cuatro veces para cenar. También fuimos al cine
y a algún concierto. Hablamos mucho y de muchas cosas. Ningún tema era un
problema. En la cama él me acariciaba los hombros y yo le retorcía los mechones
entre mis dedos.
Sin embargo, cuando venía a casa sentía una cierta rareza en
la garganta al ver su cepillo de dientes en mi vaso o verlo pasear por la casa,
desnudo. De alguna forma me molestaba levemente que se pusiera a lavar los
platos. Tener a alguien en mi casa, más que en mi cama, era algo que tambaleaba
mi orden mental.
Un día, él propuso un fin de semana largo en el campo. Por
un lado no podía creer que lleváramos más de tres meses viéndonos y, por otro
lado, sentía hormigas que recorrían mi nuca y mis hombros cada vez que me
miraba. Él reservó el hostal y yo me encargué del viaje. Me gustaba que le
gustara organizar cosas.
―Yo conduzco ―le dije. Lavé mi coche, comprobé la presión de
las ruedas y llené el depósito. Hicimos alguna broma sobre la rueda de repuesto
y nos besamos.
Conducir me gustaba cada vez más. Era de las pocas actividades
en las que me sentía libre. Era yo quien controlaba el destino, quien conocía
los tiempos y decidía si parar a comer o continuar otros cien kilómetros.
Conducir me permitía pensar y a veces me sorprendía hablándome en voz alta. He
reído y llorado al volante, he cantado y, algunas veces, he puesto orden a
problemas cotidianos. Una vez, incluso, me conté un par de chistes.
Por primera vez en mucho tiempo podría hablar con alguien
mientras conducía. El viaje fue tranquilo, él se sentía cómodo, le gustaba mi
música y nunca me dijo si debía frenar, o cambiar de carril. Me acababa de
lanzar un hilo de confianza que debía recoger.
El hostal era una casa rural, sencilla pero acogedora. La
cama era ancha y en el baño había aceites esenciales. Hicimos el amor antes de
cenar y luego decidimos bajar al pueblo a tomar algo.
―Si quieres conduzco yo; debes estar cansada del viaje ―propuso.
―Sí, claro ―y le di las llaves.
Di la vuelta por delante del capó y me senté en el asiento
del copiloto. Me ajusté el cinturón de seguridad y saqué el mapa.
―Creo que recuerdo el camino al pueblo. No hará falta el
mapa, cariño ―me dijo mientras se sentaba.
Movió el asiento hacia atrás ajustando la distancia de sus
piernas a los pedales, con la mano giró el retrovisor central y luego apretó
los botones de los retrovisores derecho e izquierdo.
“Vaya, luego tendré que volver a ponerlos a mi medida”,
pensé.
Me miró y me besó. Dijo “vamos” y metió la lleve en el
contacto. Dio gas y dejó ir el freno de mano. En ese momento, sentí un vértigo
en el vientre; ése que te entra justo antes de la primera bajada en una montaña
rusa. No es miedo. Se trata de un pequeño temor que te quema en el interior y
que temes pero a la vez deseas. Agarré mis manos en la espuma gris del asiento
y cogí aire. Bajó lento y cuidadoso. Sentí algo extraño al verle al mando de mi
coche. Apreté los labios y aguanté la respiración: no podía decir nada. “La
segunda no entra bien… cuidado con el árbol…ahora se enciende un cigarrillo…
las dos manos… las dos manos en el volante, cariño…”, pensaba.
No dije nada hasta que llegamos al primer semáforo en rojo y
en silencio, le agradecí que él tampoco comentara nada.
Arrancó de nuevo y aceleró.
―Estás muy callada.
―No es nada ―dije―Solo que me siento algo incómoda, cariño ―y
respiré hondo. Solté todo el aire que había acumulado y suspiré un par de
veces. Mis manos se aflojaron un poco del asiento. Entonces me di cuenta de que
me dolía el dedo pequeño de mi mano derecha: el anillo de plata me había dejado
una marca roja que tardaría algo más de dos horas en desaparecer.
―No te entiendo ― dijo él.
―Acabo de darme cuenta de que hasta ahora he conducido mi
vida.
―Sí… ―dijo.
―Es algo que me daba seguridad. Siempre segura, con un mapa
trazado. Demasiado bien trazado… Debo aprender a dejarme llevar. Solo, eso ―solté.
Sonrió y siguió conduciendo. Le agradecí su comprensión y en
ese momento me pude relajar. Le acababa de devolver el hilo de confianza. Vi
que él lo había recogido y lo había guardado muy adentro. Apoyé mis hombros en
el respaldo, puse la radio y cerré los ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario