viernes, 28 de junio de 2013

DEJARSE LLEVAR



El día que me dieron las llaves y el vendedor me dirigía al taller para enseñarme las prestaciones de mi nuevo vehículo sentí un pellizco en la boca del estómago que me tiraba hacia abajo, hacia el ombligo. Llevaba conduciendo algunos años, incluso había aprendido a sentirme levemente tranquila cuando los motoristas aparecían de repente por el retrovisor derecho. Me había atrevido a viajar lejos, o lo que entonces yo creía lejos. También había rayado la puerta del conductor en un par de ocasiones, ambas al intentar aparcarlo entre columnas de garajes públicos. Por aquel entonces, solía morderme la piel de la comisura de las uñas cada vez que me presentaban a alguien o procuraba vestir con ropas anchas y de colores apagados. Pasaba los fines de semana en casa de algún amigo, bebiendo y fumando o soñaba con el día en que le cocinaría a alguien en mi propia casa.

Cuando aprobé el examen de conducir no tenía más que un trabajo a media jornada y mi padre se comprometió a dejarme su coche cada dos fines de semana. Todavía le debía un préstamo de estudios y los veranos los pasaba con él, en la playa o subiendo montañas.

Mientras seguía al comercial hacia el taller me di cuenta de que había llegado a un momento importante en mi vida: trabajaba diez horas al día, mis jefes me sonreían, empezaba a aceptar que las faldas me quedaban bien, me teñía cada tres semanas y había alquilado un pequeño apartamento que había hecho mío. Este coche significaba un nuevo eslabón en mi búsqueda de la independencia.

Ese día conduje yo.

―Papá, te llevo a casa ―le dije a mi padre. Demostrarle que era capaz de llevarle de vuelta me hacía sentir contenta., terriblemente excitada.

―Ten cuidado y no corras ―me respondió. Y se agarró al salpicadero.

Seis años más tarde me había mudado tres veces y ahora vivía en una ciudad lejana. Había hecho nuevos amigos y no tenía muchas noticias de los antiguos. Mi trabajo me obligaba a viajar cada tres semanas, y mi nuevo apartamento olía siempre a limón. Unas dos veces al año tenía que ir al masajista y me gustaba llevar gafas. También me gustaban las personas que llevaban gafas. El coche había recorrido más de cien mil kilómetros pero conservaba el color rojo subido. Sin embargo, aún bajaba la mirada cuando un chico me prestaba atención, mis mejillas se encendían y sonreía sin saber qué decir cuando, por ejemplo, me paraban y me preguntaban “¿Tiene fuego?”. Había tenido alguna relación esporádica pero se terminaba a la segunda cena o al tercer paseo. Leía mucho y evitaba ir a la playa. Me había acostumbrado a mi soledad y me gustaba. O eso creía.

Un día pinché y tuve que llamar a la grúa .Llovía y acabé con el pelo empapado. Dos horas más tarde vi aparecer el camión con el logo de Grúas Campoy. “Qué poco original”, pensé. De la puerta del conductor salió un tipo algo más alto que yo, moreno y con unas patillas gruesas que le llegaban a la barbilla. Él se acercaba y los mechones se le mojaban y se le pegaban en la frente. Mientras sacaba la rueda pinchada sentí la obligación de darle conversación. Él seguía trabajando y hablando a la vez. Sonreía mucho. Cuando se dio cuenta de que no llevaba rueda de repuesto me dijo que tendría que remolcar el coche.

―Puedo llevarlo al taller que quieras ―me dijo―También te puedo acercar a tu casa―propuso mientras se limpiaba las gafas metálicas con la camiseta interior. Me gustó que me tuteara, así, desde el inicio.

Durante el viaje de vuelta hizo algunas bromas, me contó que trabajaba de gruista para sacarse un dinero, que él quería montar una tienda de motos, que le encantaba conducir y que algún día vería a sus futuros hijos corretear en un jardín lleno de flores. De algún modo me sentí tranquila, me reí y de una forma muy sutil le hice saber que no salía con nadie. Nos dimos los teléfonos y quedamos tres o cuatro veces para cenar. También fuimos al cine y a algún concierto. Hablamos mucho y de muchas cosas. Ningún tema era un problema. En la cama él me acariciaba los hombros y yo le retorcía los mechones entre mis dedos.

Sin embargo, cuando venía a casa sentía una cierta rareza en la garganta al ver su cepillo de dientes en mi vaso o verlo pasear por la casa, desnudo. De alguna forma me molestaba levemente que se pusiera a lavar los platos. Tener a alguien en mi casa, más que en mi cama, era algo que tambaleaba mi orden mental.

Un día, él propuso un fin de semana largo en el campo. Por un lado no podía creer que lleváramos más de tres meses viéndonos y, por otro lado, sentía hormigas que recorrían mi nuca y mis hombros cada vez que me miraba. Él reservó el hostal y yo me encargué del viaje. Me gustaba que le gustara organizar cosas.

―Yo conduzco ―le dije. Lavé mi coche, comprobé la presión de las ruedas y llené el depósito. Hicimos alguna broma sobre la rueda de repuesto y nos besamos.

Conducir me gustaba cada vez más. Era de las pocas actividades en las que me sentía libre. Era yo quien controlaba el destino, quien conocía los tiempos y decidía si parar a comer o continuar otros cien kilómetros. Conducir me permitía pensar y a veces me sorprendía hablándome en voz alta. He reído y llorado al volante, he cantado y, algunas veces, he puesto orden a problemas cotidianos. Una vez, incluso, me conté un par de chistes.

Por primera vez en mucho tiempo podría hablar con alguien mientras conducía. El viaje fue tranquilo, él se sentía cómodo, le gustaba mi música y nunca me dijo si debía frenar, o cambiar de carril. Me acababa de lanzar un hilo de confianza que debía recoger.

El hostal era una casa rural, sencilla pero acogedora. La cama era ancha y en el baño había aceites esenciales. Hicimos el amor antes de cenar y luego decidimos bajar al pueblo a tomar algo.

―Si quieres conduzco yo; debes estar cansada del viaje ―propuso.

―Sí, claro ―y le di las llaves.

Di la vuelta por delante del capó y me senté en el asiento del copiloto. Me ajusté el cinturón de seguridad y saqué el mapa.

―Creo que recuerdo el camino al pueblo. No hará falta el mapa, cariño ―me dijo mientras se sentaba.

Movió el asiento hacia atrás ajustando la distancia de sus piernas a los pedales, con la mano giró el retrovisor central y luego apretó los botones de los retrovisores derecho e izquierdo.

“Vaya, luego tendré que volver a ponerlos a mi medida”, pensé.

Me miró y me besó. Dijo “vamos” y metió la lleve en el contacto. Dio gas y dejó ir el freno de mano. En ese momento, sentí un vértigo en el vientre; ése que te entra justo antes de la primera bajada en una montaña rusa. No es miedo. Se trata de un pequeño temor que te quema en el interior y que temes pero a la vez deseas. Agarré mis manos en la espuma gris del asiento y cogí aire. Bajó lento y cuidadoso. Sentí algo extraño al verle al mando de mi coche. Apreté los labios y aguanté la respiración: no podía decir nada. “La segunda no entra bien… cuidado con el árbol…ahora se enciende un cigarrillo… las dos manos… las dos manos en el volante, cariño…”, pensaba.

No dije nada hasta que llegamos al primer semáforo en rojo y en silencio, le agradecí que él tampoco comentara nada.

Arrancó de nuevo y aceleró.

―Estás muy callada.

―No es nada ―dije―Solo que me siento algo incómoda, cariño ―y respiré hondo. Solté todo el aire que había acumulado y suspiré un par de veces. Mis manos se aflojaron un poco del asiento. Entonces me di cuenta de que me dolía el dedo pequeño de mi mano derecha: el anillo de plata me había dejado una marca roja que tardaría algo más de dos horas en desaparecer.

―No te entiendo ― dijo él.

―Acabo de darme cuenta de que hasta ahora he conducido mi vida.

―Sí… ―dijo.

―Es algo que me daba seguridad. Siempre segura, con un mapa trazado. Demasiado bien trazado… Debo aprender a dejarme llevar. Solo, eso ―solté.

Sonrió y siguió conduciendo. Le agradecí su comprensión y en ese momento me pude relajar. Le acababa de devolver el hilo de confianza. Vi que él lo había recogido y lo había guardado muy adentro. Apoyé mis hombros en el respaldo, puse la radio y cerré los ojos.

 

 

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